De no creer. Basta de consejos, basta de Alberto, aguante Cristina
Por pedido expreso del círculo más estrecho de Alberto, e incluso de él mismo, en las últimas semanas le acerqué algunos consejos que pudieran rescatarlo del pozo en el que ha caído. Pero hoy juro ante mis lectores: no volveré a hacerlo. Tomé la drástica decisión después de ver la forma en que anunció el miércoles las nuevas restricciones; o él y su gente no entienden nada, o a su gente podemos acusarla de estar conspirando contra él. A un presidente al que se lo ve cada vez más solo y desprotegido frente a los embates hegemónicos del poder concentrado de Cristina, ¿cómo lo presentaron para su discurso? ¡Solo! Solo, de noche, en una calle oscura, imagen patibularia más propia de un hombre que viene a comunicar que, rendido, se va a su casa. Triste, solitario y final, diría Osvaldo Soriano. Ya sé que está aislado por ser amable huésped del virus, pero Massa le podría haber armado un buen escenario digital con pantallitas en las que aparecieran ministros, gobernadores, intendentes y alguno de los genios del comité de expertos. Pobre profesor, era el retrato vivo del desamparo. Acabo de jurar no darle más un consejo, pero el del estribo es que grite, como el Chueco García, legendario ídolo de Racing, “¡marquen a los nuestros!”.
Márquenlos, porque también estuvo equivocado el discurso que le escribieron. Nos retó y nos mandó castigados al rincón un señor que hizo lo mismo que nosotros: no cuidarse. Alberto llevaba un año cargándose todos los protocolos, con tanto entusiasmo que hasta parecía no importarle que el corona pudiera llegarle de vectores como Gildo Insfrán o Hugo Moyano. ¡Presi, pudiendo elegir! Desprovisto de autoridad para amonestarnos, simplemente debería haber pedido “un nuevo esfuercito”. Yo que él hubiese dicho: “Miren, a esta enfermedad se la combate guardándonos en nuestras casas o con la vacuna; por ahora, quédense en sus casas”.
Si algo le rescato al mensaje del miércoles fue la entereza del Presidente: hay que tener mucho temple para ponerle la cara y la palabra al anuncio de restricciones que rememoran la cuarentena más larga y probablemente más ruinosa del mundo; además, lo hizo después de su propio contagio, del escándalo del vacunatorio vip, de las promesas incumplidas sobre la campaña de inmunización y del escarnio que supone que un país como Chile –es cierto: tiene otro clima, otra cultura y queda en otro continente– ya haya vacunado con doble dosis a 4,5 millones de personas (el 22,5% de la población), contra apenas poco más de 700.000 en la Argentina (1,6%). Bastaba con la difusión del decreto, pero no, el profesor optó por plantarse frente a las cámaras. ¡Marquen al profesor!
¿Chile? No entiendo cómo en el Gobierno no se han autoimpuesto evitar todo tipo de referencia y comparación, porque cada vez que lo hacen, erran fiero. Erró fiero Cafiero (imposible resistirse a la rima): el jueves dijo que ese país solo recibió 30.000 dosis de Pfizer, y no había terminado de decir “dosis” cuando ya lo había corregido el gobierno de Piñera; no eran 30.000, sino casi 1,9 millones; la pifió por 1,87 millones. Entereza también la de Cafierito: se sigue animando.
No entiendo que los
de Pfizer desconfíen de
los camiones de Moyano
Dicho sea de paso, me dicen que el problema con Pfizer no fue la inclusión en el contrato de la palabreja “negligencia”, resistida por el laboratorio norteamericano por temor a juicios; tampoco una presunta cláusula “anti-Pfizer” impuesta por los rusos. El verdadero conflicto se dio con la distribución: el gobierno argentino quería tomarla a su cargo, mientras que los gringos tienen por norma hacerla en aviones especialmente equipados que ellos mismos contratan, para asegurarse la protección y efectividad de la vacuna. Entiendo ese celo, pero no que desconfíen de los camiones de Moyano.
En esta época de aniversarios (un año de la afirmación de Ginés de que el dengue era más peligroso que el Covid, un año desde que el Gobierno le abrió las puertas de Ezeiza a la pandemia, un año de la receta del té calentito), no olvidemos que en pocos días también se va a cumplir un año de la gran profecía de Kicillof, repetida y amplificada hasta el hartazgo por el Presidente: un bichito estaba destruyendo el capitalismo. Y así fue; una tras otra desaparecieron las grandes economías de mercado, de Estados Unidos a Japón, de Alemania a Canadá, y asistimos al colapso de los brazos armados de ese régimen perverso: el Banco Mundial, el FMI, el Grupo de los Siete... En cualquier momento China y Rusia anuncian el regreso a sistemas colectivistas; antes quieren vender todas las vacunas que fabricaron.
“Imbéciles”, “malas personas”, les dijo Alberto a quienes lo acusaron de hacer política con la pandemia. La respuesta fue que hablaba como un barrabrava, descalificación que le gustó a Cristina porque la usó con senadores de la oposición. La otra oposición, la de izquierda, provocó un caos en las calles para reclamar trabajo, vacunas y alimentos. El Presidente también los debe considerar unos imbéciles: a quién se le ocurre pedir vacunas.