De lo que no se habla en los discursos de campaña
La agenda estatal suele reflejar las cuestiones socialmente problematizadas que consiguen suscitar la atención de las instituciones que conforman al Estado en sus distintos niveles (nacional o subnacionales) y poderes (Ejecutivo, Legislativo o Judicial). El Estado existe en tanto y en la medida en que tenga cuestiones por resolver, las que por lo general no pueden ser solucionadas por ningún otro actor individual o colectivo. Por lo tanto, su fisonomía, organización y recursos reflejan la naturaleza de esas cuestiones y las modalidades que emplea para intentar resolverlas. En el límite, si el Estado careciera de cuestiones pendientes y, por lo tanto, de agenda, dejaría de existir y ello supondría que la sociedad halló otros medios para autogestionarse y reproducir su existencia. Al respecto, el anarquismo, el comunismo y el ultraliberalismo han compartido, sin proponérselo, un elemento en común: consagraron alternativamente al interés individual o a la voluntad colectiva resultante de la libre asociación entre individuos en el factor fundamental de la reproducción del orden social, sin que en sus propuestas resultara mayormente necesaria la existencia del Estado: la solidaridad social o la mano invisible del mercado se encargarían de la gestión de lo colectivo.
En la experiencia histórica de América Latina, la formación de los Estados nacionales y la configuración de sus agendas se concretaron una vez que las nuevas naciones independientes sellaron, sucesivamente, tres pactos constitutivos: 1) un pacto de dominación, que dio término a los enfrentamientos entre banderías políticas que siguieron, durante décadas, a las guerras de independencia e hizo posible establecer reglas básicas de convivencia civilizada; 2) un pacto de división social del trabajo, que permitió acordar el papel que cumplirían, respectivamente, el Estado, el mercado y las organizaciones sociales en el desarrollo de las fuerzas productivas, y 3) un pacto distributivo, que morigeró las tensiones surgidas en torno a la participación de los distintos sectores sociales en el reparto del ingreso y de la riqueza generados por el desarrollo económico.
En sus orígenes, los dos primeros pactos respondieron a las consignas de “orden y progreso”, la vieja fórmula del credo positivista, donde el orden fue condición de posibilidad del progreso, entendido como crecimiento económico. Y cuando hacia fines del siglo XIX resultaba evidente que la plusvalía generada por ese crecimiento beneficiaba privilegiadamente a los sectores económicos dominantes, surgió la llamada cuestión social y la protesta obrera, originando la necesidad de una creciente intervención estatal para lograr mejores condiciones de trabajo y una distribución más equitativa del producto social.
Desde entonces, la agenda permanente del Estado pasó a conformarse por demandas y conflictos suscitados por el cuestionamiento o la distorsión de algunos de los términos en que se fundaban los tres pactos antes mencionados, dando lugar a situaciones de desorden, retroceso y/o inequidad. Con el tiempo, el dúo “orden y progreso” fue cambiando de nombres, bien sea “estabilidad y crecimiento”, “ajuste y revolución productiva” o, como en la actualidad, “gobernabilidad y desarrollo”. A su vez, la “cuestión social” pasó a llamarse “equidad distributiva”. Pero en esas tres cuestiones se sintetizó el contenido de la agenda estatal y las políticas que materializan su intervención, despertando el interés de los analistas por comprender sus complejas relaciones de mutua determinación.
Tanto la investigación económica como la ciencia política tienden a coincidir en que gobernabilidad, desarrollo y equidad se influyen mutuamente, tanto positiva como negativamente. Un mayor desarrollo posibilita una distribución más equitativa, lo cual reduce la conflictividad social, mejora la gobernabilidad y crea mejores condiciones de crecimiento económico. Recíprocamente, menores tasas de desarrollo tienden a aumentar la marginalidad social, aumentan la desigualdad y crean condiciones de ingobernabilidad. Por lo tanto, cualquier programa de gobierno que intente superar este círculo vicioso debería operar simultáneamente sobre los tres pactos.
La Argentina enfrenta hoy la necesidad de redefinir esos tres pactos, dado que, con escasos intervalos, el país viene sufriendo desde hace más de medio siglo un deterioro en los principales indicadores de bienestar. Para ello, el futuro gobierno debería elaborar un programa que defina políticas de desarrollo, equidad y gobernabilidad, de modo de recuperar el carácter virtuoso de sus recíprocos impactos. Sin embargo, parecería que cada uno los tres candidatos con mayores chances, que se disputan el voto ciudadano en la inminente elección presidencial, privilegia especialmente solo una de esas cuestiones problemáticas.
En el discurso de Patricia Bullrich, orden se destaca como cuestión dominante a enfrentar y resolver. En las redes sociales, su plataforma política concluye señalando que “al caos, la respuesta es orden… cimiento del progreso. Orden es que haya esperanza, trabajo, seguridad, salud, aulas abiertas, libertad, posibilidad de prosperar”. Pero los aspectos ligados a la seguridad y el combate de la delincuencia sobresalen como puntos nodales de su propuesta política.
Javier Milei propone a la ciudadanía volver a correr las fronteras entre la sociedad y el Estado –como ya ocurrió durante la década menemista–, convirtiendo al sector privado en el eje fundamental del desarrollo económico y jibarizando el aparato estatal hasta límites cercanos a su total extinción. Apuesta a que las relaciones de mercado y la maximización del interés individual sean la fórmula mágica que devolverá al país la prosperidad perdida hace medio siglo, utopía jamás realizada en experiencia alguna.
Por su parte, en la plataforma electoral de Sergio Massa se pone el acento en la necesidad de redistribuir el ingreso y mejorar la equidad, recuperando el poder adquisitivo de los salarios y las jubilaciones, como lo intenta casi a diario, en su condición de ministro, a través de las diversas medidas que integran el popularmente denominado “plan platita”.
Como puede verse, cada candidato/a elige como leitmotiv de su discurso solo uno de los temas que sabe de sobra que forma parte de los anhelos y demandas de sus potenciales votantes: asegurar un orden social que elimine las diversas formas de corrupción y delincuencia; o recuperar un sendero de crecimiento económico motorizado por la iniciativa individual y libre de la interferencia del Estado; o lograr que una más justa distribución del ingreso y de la riqueza contribuya al buen vivir y el bienestar colectivo. Esos discursos omiten que las tres cuestiones –gobernabilidad, desarrollo y equidad– exigen ser atendidas conjuntamente en su compleja interacción, por determinarse mutuamente y hallarse en permanente tensión. También omiten que el ajuste, ese fatídico término piantavotos, será inevitable para retomar una senda de crecimiento que, a su debido tiempo, restablezca la equidad y haga posible una mayor gobernabilidad. De eso no se habla, y por eso el discurso político termina siendo desvaído y el debate de ideas, casi inexistente.ß