De las manos de Perón a las misas del kirchnerismo
Como señaló un escritor de la época, imaginar el Altar de la Patria (adonde preveían trasladar los restos de Juan Perón y de Evita) sobre la cloaca mayor de Buenos Aires es una perfecta metáfora de aquel tiempo de oprobio. Un adefesio patriotero cuyos cimientos –de los que nunca se pasó– fueron bendecidos por sacerdotes de una secta liderada por el propio José López Rega. El golpe de 1976 frustró la construcción de ese mausoleo y el dictador Videla ordenó depositar a Eva en la bóveda familiar de la Recoleta y a Perón en la suya de la Chacarita.
El féretro de Perón estaba protegido por láminas metálicas, doce cerraduras y un grueso cristal. Parecía inviolable. El 1º de julio de 1987, en pleno gobierno de Raúl Alfonsín, poco después de la sublevación de Semana Santa y antes de unas elecciones cruciales, apareció en las páginas policiales la noticia de que la tumba había sido profanada. Recién dos días después el gobierno admitió el robo de las dos manos del cadáver, del sable militar, de un anillo y de una poesía escrita por Isabel mientras estuvo presa: “… los pájaros trajeron tu voz/ confundida con sus trinos…”. La veta literaria de la llamada rama femenina es muy ilustrativa de su audacia. Cuatro mensajes anónimos, dirigidos a Alfonsín, a Isabel, a la CGT y al Partido Justicialista, dieron cuenta de un pedido de rescate. Los presuntos ladrones pedían ocho millones de dólares para devolver las emblemáticas manos. Como prueba, mandaron junto con las cartas extorsivas trozos originales de la pieza poética isabelina. No pedían liberación de presos ni indultos, lo que en apariencia despolitizaba el caso. Las autoridades peronistas resolvieron no negociar con los secuestradores, pero el despliegue de historizaciones posteriores, como señala la investigadora Rosana Guber en un agudo ensayo, infunden a esa intransigencia una construcción de sentido.
Circularon las hipótesis más psicodélicas: que las manos servían para abrir una caja fuerte en Suiza que requería las impresiones digitales, que el anillo tenía grabado un código de acceso a una cuenta, que el rescate correspondía a un trabajo encomendado por Perón que permanecía impago o que la mutilación formaba parte de una ceremonia esotérica. Este crimen quedó impune y sin esclarecer, como la mayoría de los casos importantes en la Argentina.
Los actores políticos de la época condenaron el hecho, pero también lo saquearon según sus mezquinas conveniencias partidarias. El campo semántico en el que Alfonsín ancló el atentado fue el desplazamiento del eje peronismo/radicalismo al eje democracia/autoritarismo: lo atribuyó a nostálgicos del golpismo. En esta primera interpretación la víctima sería la democracia. La derecha conservadora y militarista, en cambio, le adjudicó la autoría a Montoneros, e indirectamente al gobierno radical por haber promovido el Juicio a las Juntas. En esta hipótesis las verdaderas víctimas serían las Fuerzas Armadas.
La perspectiva peronista podría condensarse en la idea de que el cuerpo desarticulado metaforizaba la desunión del movimiento. Magia imitativa, macumba simbólica. La verdadera víctima de la profanación era, bajo este prisma, el peronismo; el victimario implícito, Alfonsín.
Como buenos herederos de una tradición militar-clerical, decidieron hacer una misa de desagravio en la avenida 9 de Julio. Los acontecimientos se desmadraron: cuando el locutor dijo “compatriotas”, la multitud lo corrigió al grito de “compañeros”; cuando el oficiante pidió “misericordia”, la multitud coreó “paredón, paredón”; algunas pancartas acusaban directamente al gobierno, al que llamaban “la sinagoga radical”; finalmente Saúl Ubaldini tomó el micrófono y el protagonismo: pidió levantar los brazos al cielo, bajo la consigna de que en las manos de Perón estaban las manos del pueblo. Al día siguiente apareció baleada la tumba de Ricardo Balbín.
Así, el gobierno les echaba la culpa a los militares, y el peronismo, al gobierno. Los cadáveres en la Argentina siempre operaron como un insumo político: por eso en 1987 nadie creyó en la hipótesis de ladrones comunes que buscaban un rédito. Con el correr de los días el peronismo repolitizó el hecho y poco después ganó las elecciones. Se podrá decir que Alfonsín, con su pésima deriva económica, dio sobrados elementos para la derrota, pero es indudable que el episodio de las manos también hizo su aporte. La victimización funcionó.
Ante las imágenes repetidas como en un loop de una pistola acercándose a la cabeza de Cristina Kirchner, el oficialismo produjo una enorme sobreactuación. Identificó a los autores como un subproducto del odio sembrado por el periodismo (“tres toneladas de editoriales”, según el ministro De Pedro), por la Justicia (“la fertilización del odio por la acusación del fiscal Luciani”, según la senadora Fernández Sagasti) y por la oposición (según la viñeta “pedagógica” de Rep), por lo cual la remisión a las manos robadas, en el campo hermenéutico, resulta particularmente eficaz.
El atentado en el “santuario” de la calle Juncal tiene repercusión política, pero ¿es comparable con el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, que abrió paso al Bogotazo y a medio siglo de violencia? Fernando Sabag Montiel, un lumpen, había tenido apariciones en un programa kirchnerista de Crónica TV: ¿fue pura casualidad o fue contratado como actor de reparto para ir construyendo un deliberado perfil de “odiador”? Empuñaba el día del hecho una pistola sin balas en la recámara. Mientras no activara la corredera el arma era inocua: ¿fue por pura improvisación, como sugiere el enigmático militante que lo habría visto maniobrando la Bersa después del primer disparo o en realidad nunca quiso matar? La escasa sofisticación lo condujo al lugar del crimen en transporte público, pero actuó justo el día en que el jefe de la custodia estaba ausente: ¿disponía de ese dato crucial? Para completar el cuadro, el personaje tenía una secuaz, integrante de un grupito de freaks, que hacía inteligencia equipada de un gran palo con copos de algodón de azúcar. Para no hablar de los teléfonos cuya información se evaporó no bien los tocó la policía. La escena y los chats parecen la simulación de un delito en el teatro del grotesco. “El enemigo es tropa propia”, conjeturó Gregorio Dalbón, epígono de Cristina, y al borrar rápido el tuit pasó resaltador a la sospecha. Demasiada fricción en el encastre de las piezas: no por nada la mayoría de la gente, según las encuestas, desconfía de la verosimilitud del suceso.
Todo esto se recorta sobre una tradición de chantajes emocionales, que van de la exageración del luto por la muerte de Néstor Kirchner a la irrupción en silla de ruedas, vestida completamente de blanco, después del asesinato del fiscal Nisman. Para completar el ajuar, la misa de Luján pareció una reedición aggiornada de aquella del 9 de Julio, 35 años después.
Tanto en el caso de las manos de Perón, cuando el peronismo ganó las elecciones de 1987, como en el caso del luto por Kirchner, cuando obtuvo el triunfo en 2011, el victimismo fue eficiente, pero ahora el dispositivo se revela estéril. La imagen de Cristina no mejoró y los tribunales no suspendieron los juicios. Más aún: los intentos de implantar una “ley del odio” (similar a las de Venezuela o Nicaragua) tropiezan con las resistencias de la oposición y de la opinión pública. Esta vez, sobre un friso de cincuenta por ciento de pobreza y abrumadoras pruebas de corrupción, el tiro estaría saliendo por la culata.