De la urgencia democrática a la económica
En nuestra discusión política insiste la idea que es imposible salir de la decadencia sin un acuerdo entre los dirigentes. No es capricho. La experiencia internacional muestra que hay correlación entre el éxito económico de un país y un cierto grado de acuerdo entre sus dirigentes. Pero, ¿es el consenso lo que genera buenos resultados o son los buenos resultados los que generan consenso?
Entre nosotros, el lema del consenso tiene su propia historia. Nacido como respuesta a la inclemencia política post 2008, es el eslabón más reciente de una cadena de consignas que se remonta hasta la vuelta de la democracia: la defensa de las instituciones de la década de 2010, la lucha contra la impunidad y la corrupción de los 90, la reivindicación del Estado de Derecho de los 80. En el ADN de esta secuencia está el legado ideológico de la democracia moral de los 80 y los 90.
Pero, en la actualidad, nuestro déficit más grave no es democrático, sino económico. Porque mientras que las libertades conseguidas a partir de 1983 siguen vigentes, nuestro PBI/habitante es igual que en 1974, como difundió Martín Rapetti. Nadie puede sorprenderse por este dato si desde 1975 registramos 20 años con recesión, tal como informa el Ministerio de Desarrollo Productivo de la Nación. Este desgaste de nuestra economía se espiralizó en la última década. Entre 2011 y 2018 alternamos un año de crecimiento con uno de caída y desde entonces sólo caídas; y el promedio de crecimiento de la última década no llega al 1,5%. En este contexto, tampoco sorprende que desde 2011, aunque el número de personas económicamente activas haya aumentado un 15%, la cantidad de personas con empleo privado registrado sólo haya aumentado un 2,9%. El esfuerzo que se hizo en la década del 80 para cambiar la política, hoy es necesario para cambiar la economía.
A pesar de esto, las reformas económicas todavía no encuentran su lugar en nuestras discusiones. Por un lado, el Frente de Todos representa a quienes no quieren saber nada con reformas de mercado, porque aseguran que son la causa principal de nuestros problemas. Por el otro, la agenda de Juntos por el Cambio sigue dominada por las discusiones sobre calidad democrática, a pesar de ser la fuerza más identificada con un programa de reformas económicas y la mejor dotada para hablar de esto. En este contexto, falta una propuesta política que ponga a la economía en primer lugar. Que explique los problemas políticos como síntomas de la decadencia económica y no al revés. Un giro copernicano que no repita que nuestra economía anda mal porque las instituciones están desguazadas, sino que explique que el mal funcionamiento de las instituciones es imprescindible para controlar una economía explotada.
Una propuesta así tiene que situar la necesidad, la oportunidad y los objetivos de un programa de reformas económicas. Tiene que explicar que en los últimos 50 años la economía global se fue volviendo cada vez más competitiva, después del aumento del precio del petróleo de 1973, de la desaparición del comunismo y del ingreso de miles de millones de trabajadores asiáticos al mercado global. Tiene que dejar en claro que la volatilidad del dólar, el aumento de la inflación o el crecimiento de la deuda no son consecuencias coyunturales de tal o cual política económica, sino síntomas de un agotamiento estructural en nuestra organización económica. Y, sobre todo, mostrar cómo se puede generar empleo, reducir la pobreza y mejorar la oferta de bienes públicos aumentando la productividad general del país. Dar estas explicaciones sobre nuestra economía es una tarea específicamente política. Porque el éxito de todas estas explicaciones también depende de inscribirlas en una narrativa de nuestra historia y de nuestro rumbo como sociedad. Sin un discurso de masas que sepa hablar del futuro de la economía nuestra discusión política gira en falso.
Nada de esto significa que haya que dejar de lado los estándares democráticos ni renunciar al ideal ético de 1983. Alcanza con entender que aquellas ideas no resuelven estos problemas. Lo que necesitamos ahora es una ingeniería política de los resultados económicos, un materialismo ético que tenga a la democracia como suelo, pero a la economía como motor. Los que queremos una política fundada en la moral, los que creemos que no hay desarrollo sin instituciones y los que valoramos el consenso más que el conflicto, también tenemos que poner la economía en primer lugar. Porque si hay resultados económicos, van a llegar los acuerdos. Si los acuerdos duran lo suficiente, se volverán instituciones. En esas instituciones puede crecer una ética cívica renovada
Licenciado en Filosofía, profesor en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de las Artes