De la tensión entre discursosa la colisión con la realidad
La noción de seguridad nacional es una de las vacas sagradas del discurso político norteamericano. Lo es desde hace décadas. Por impulso del férreo anticomunismo de mitad del siglo pasado, primero, y luego por los múltiples conflictos en los que como potencia global se enroló Estados Unidos desde ese momento en adelante. El arco que se extiende entre el macartismo de los años 50 hasta el escenario post 11 de septiembre, con la novedad del terrorismo como amenaza principal -y real-, une más de seis décadas marcadas por el triunfo de la gran batalla cultural norteamericana fronteras adentro: la victoria obtenida por la administración central, sin distinciones partidarias, en el terreno del imaginario colectivo, que entronizó a la seguridad nacional en lo más alto del ideario compartido. Una parte de ese triunfo ideológico se debe al aporte de Hollywood.
Pero ahora ese discurso hegemónico entró en colisión con la otra gran profesión de fe de la conciencia política estadounidense: el resguardo de las libertades individuales y la idea de Estados Unidos como garante ejemplar del principio de la libertad en sentido amplio.
Edward Snowden, al revelar un masivo esquema estatal de espionaje interno e intromisión en la esfera privada, destapó una olla en la que se cocinaban juntas y de mala manera las libertades civiles y la aspiración de avanzar sobre esas libertades por parte de un Estado que se percibe amenazado. El debate suscitado por el choque de estos dos credos norteamericanos es fascinante, y su resolución, todavía incierta. En esa tensión quedó atrapado el "topo" de la Agencia de Seguridad Nacional, a mitad de camino entre el héroe que defiende la libertad y el villano que compromete la defensa del Estado, según con cual de los dos grandes prismas de la épica estadounidense se lo mire.
En la Argentina, la batalla cultural que propone la política parece pasar por un prisma muy distinto, que estatiza e invierte los términos de la utopía compartida. En lugar de la garantía de las libertades individuales, custodiadas por un Estado poderoso, como en Estados Unidos, la vaca sagrada del ideario que se busca imponer es el discurso de la liberación del propio Estado (y la del pueblo por extensión), inerme según ese relato frente a los poderes concentrados. La permanente apelación presidencial al "ayúdenme" alimenta la épica de ese guión, que no tiene a Hollywood para inocular las mentes, pero sí un aparato propagandístico cada vez más extenso. Frente a los poderes dominantes, dice ese aparato comunicacional del Estado kirchnerista, es necesario estar unidos y organizados para defender al gobierno liberador, nacional y popular.
La tensión no está dada en nuestro país por la colisión de este credo de pretensiones hegemónicas con un discurso opuesto, sino por el choque de ese discurso con la realidad. O al menos con la realidad tal como la percibe una parte de la sociedad, que ve un Estado efectivamente inerme, pero a la hora de garantizar funciones y servicios básicos como seguridad, salud, educación de calidad, transportes públicos que no produzcan más muertes, y un gobierno montado sobre ese Estado que admite que va "por todo". Las nuestras son las tensiones propias de una batalla cultural todavía en curso. Y en la que estamos todos atrapados.
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