De la riqueza personal a la financiación del modelo
Al examinar las tres décadas transcurridas desde el restablecimiento de la democracia se advierten en las dos últimas, por un lado, certezas de que desde el Estado se organizaron mecanismos sistemáticos de corrupción posibilitados por debilísimos sistemas de control y, por el otro, serios indicios de que las cabezas de esos gobiernos tuvieron participación en esos crímenes. En cada caso, se produjeron fuertes reacciones desde la sociedad civil sólo cuando la economía declinó.
Carlos Menem y Fernando de la Rúa ya se han sentado en el banquillo de los acusados por graves hechos vinculados a la defraudación de la propia administración pública que dirigieron. El primero fue condenado a varios años de prisión efectiva que deberá cumplir si la Corte Suprema ratifica la sentencia y tiene, además, varios procesos en curso. De la Rúa concurre casi a diario a los tribunales de Comodoro Py, desde hace meses, por estar involucrado en el caso de las coimas en el Senado. Y en atención a la cantidad de denuncias que pesan sobre el actual Gobierno, es bien probable que los funcionarios de mayor rango deban pasar por situaciones similares una vez que dejen el poder. Todo ello pese a la cuasi complicidad del Poder Judicial, que impide que una parte importante de las causas penales por delitos de poder avancen.
La matriz de la corrupción de cada una de esas distintas gestiones es diferente. El gobierno de Menem se caracterizó por aprovechar el contexto del Consenso de Washington, que promovía privatizaciones en los países en desarrollo. Según analistas de esa época, el principal objetivo de la corrupción se limitaba al enriquecimiento personal de quienes estaban a cargo. El gobierno de De la Rúa duró muy poco tiempo pero, por lo que se sabe hasta ahora, el compromiso de honestidad que interesó en la campaña electoral a buena parte de la ciudadanía se habría trocado, poco después, por un acuerdo interno para utilizar fondos de la Secretaría de Inteligencia para saltear obstáculos vinculados a un poder político limitado.
Aunque las características de los hechos de corrupción relacionados con la actual gestión serán apreciadas con mejor perspectiva en algunos años, parecen confirmarse las sospechas de que el kirchnerismo buscó fortalecer el poder político, inicialmente débil, sumándole un fuerte poder económico basado en el desvío de fondos hacia empresas privadas vinculadas al Gobierno, y en la gestión sin control adecuado de empresas estatizadas.
En contraste, las presuntas irregularidades de este Gobierno estarían relacionadas con una teoría del poder. Las campañas electorales, la difusión de las ideas oficialistas y el fortalecimiento de la militancia para sostener a una administración requieren un respaldo financiero que se puede obtener a partir del manejo espurio de los recursos públicos.
Todas estas situaciones han sido posibles porque no existe una cultura de control. Los jueces no son suficientemente independientes ni tienen vocación de investigar a los poderosos; los organismos de control no tienen una institucionalidad por fuera de los poderes Ejecutivo y Legislativo; la oposición no asume su responsabilidad de monitoreo estricto y la sociedad civil sólo incluye este tema en la agenda cuando percibe que su economía personal está siendo afectada.
A la vez, los líderes no se proyectan a largo plazo. Ni Menem ni De la Rúa han de estar satisfechos por cómo han entrado en la historia. Aún debe aguardarse para saber cómo se apreciará a futuro la gestión de los Kirchner, pero las crecientes sospechas de corrupción amplían las posibilidades de que el recuerdo mayoritario sea negativo.