De la primavera árabe al realismo político
Es lógico que los países democráticos, a la hora de vocear sus convicciones ante el mundo, sostengan siempre, sin falla de matiz, la defensa de las instituciones y de los derechos humanos. Nadie que no sea un ignorante o un irresponsable dejaría de abrazar esas causas o se negaría, sin necesidad, a suscribir los mandamientos de lo políticamente correcto. Obrar en contra de tal corriente virtuosa -según los cánones occidentales, al menos- sería algo así como asumir gratuitamente la condición del malo de la película y quedar condenado a perpetuidad. No hay motivos, pues, para hacer las veces de paria en el concierto de naciones si se forma parte del pelotón de los regímenes políticos legítimos.
Lo que no sólo no es lógico sino que, tarde o temprano, resulta peligroso, es llevar esas convicciones ideológicas a la práctica cuando se trata de vertebrar una política exterior. Es muy distinto ser un ejemplo para el mundo que asumir la condición de cruzado con el propósito de intervenir a favor de los buenos a costa de los perversos. Está bien que los Estados Unidos, Francia, Inglaterra y Alemania cierren filas en aras de construir un mundo más seguro. A condición de saber, tal cual reza el viejo adagio español, que lo mejor es enemigo de lo bueno.
Los actores que dirimen supremacías a escala planetaria son refractarios a los etiquetamientos binarios. No hay una distinción perfecta, cristalina, entre ángeles de un lado y demonios del otro. Los buenos capaces de juntarse al conjuro de mandatos éticos por oposición a los malos, de ordinario movilizados por el odio y la crueldad, sólo existen en el cine o son fuerzas surgidas de la propaganda política.
Hace tres años y medio, poco más o menos, una crisis estallada en Túnez se convirtió, con el correr de los días, en una ola revolucionaria que se expandió al resto del mundo musulmán sin pedir permiso. Dictadores todopoderosos fueron corridos o muertos en cuestión de días. Regímenes hasta ese momento a prueba de balas resultaron borrados de la faz de la tierra en medio de la algarabía y el beneplácito de Occidente, que, además de fogonear la insurrección en Libia, Egipto, Túnez y Siria, bautizó a esa tea encendida con el nombre de "primavera árabe".
¿Quién podía quebrar una lanza a favor de Khadafy, Mubarak o Al Assad? ¿Quién hubiese dudado un segundo en respaldar los levantamientos que en Trípoli y El Cairo, como en Aleppo y Benghazi, deponían a unos gobiernos corruptos, suma y compendio -según los bienpensantes de entonces- de cuanto no podía tolerar un sistema internacional civilizado? Todas las grandes naciones de Occidente declamaron sus convicciones y, acto seguido, aplicaron las categorías de una ética presuntuosa al mundo de la política.
Se sacaron de encima a los tiranos que, en buena medida, ellos habían financiado y apoyado antes. Y lo hicieron empachados de fórmulas inservibles cuando se las saca de Washington, París, Londres o Bruselas, creyendo que, tras el derrumbe de los dictadores laicos -por llamarlos de alguna manera- se recortaba, impoluta, la figura de la democracia, el pluralismo, el Estado de Derecho y los preámbulos constitucionales atiborrados de derechos y garantías.
Pues bien, es hora de reconocer que se equivocaron de medio a medio. Tras las manifestaciones estudiantiles y el recurso a las redes sociales en la forja de esas insurrecciones, agazapadas estaban las distintas variantes del fundamentalismo islámico. Luego de los fuegos artificiales gastados por los pocos demócratas que existían en esas latitudes, quienes prevalecieron o se plantaron como una alternativa de poder fueron los seguidores radicalizados de Alá, no los de Hamilton, Jefferson y Jay.
No se trata de ensayar la defensa de los regímenes y los gobernantes caídos, pero sí hay que señalar que Khadafy y Mubarak, que ya son historia, y Assad, que todavía resiste, no deseaban dinamitar el equilibrio de poderes del Oriente Medio ni reivindicaban un programa de dominación anclada en los dogmas del Profeta. Crueles como eran, no se les hubiese ocurrido crucificar cristianos, fusilar a los disidentes del islam o promover limpiezas étnicas. Su política -que, de puertas para adentro, podía parecernos despótica- en modo alguno abrigaba la intención de ponerle fuego a toda una región en consonancia con supuestos dictados del más allá.
Si los que fueron depuestos eran odiosos, ciertamente no eran peligrosos fuera de sus países. En cambio, qué decir del califato vigente en Benghazi y de EI, cuyo bautismo de fuego tuvo lugar en Siria y ahora domina parte de Irak. Aquellos admitían las reglas de juego internacionales, al margen de las formas de administrar sus respectivos Estados. Estos, inversamente, recusan cualquier principio de negociación. La diferencia, en términos de la seguridad planetaria -que es cuanto importa- y no de la ética o de los cánones democráticos, resulta cualitativa.
No hubo y seguramente no habrá -cuando menos a corto y mediano plazo- una "primavera árabe" erigida en torno de unos valores y unas instituciones ajenas a la idiosincrasia de esos pueblos. La disyuntiva, por lo tanto, aunque cueste aceptarla, no tiene nada que ver con la democracia (buena) y el autoritarismo (malo), sino con regímenes respetuosos del statu quo mundial -monárquicos, dictatoriales o, eventualmente, moderadamente pluralistas- y fuerzas fundamentalistas refractarias a ese orden. El rey de Arabia Saudita, el presidente sirio y su par egipcio están de un lado. Del otro, la infinidad de sectas que han convertido a Alá en una deidad sanguinaria y acarician la pretensión de aplicar la sharia a escala planetaria.