De la mano de los jóvenes, asoma la rebelión de La Matanza
Estudiantes de escuelas suburbanas e hijos de familias trabajadoras se asumen como una generación contestataria
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Un germen de rebeldía asoma en los barrios más humildes. No son los jóvenes ideologizados del Pellegrini y el Nacional Buenos Aires los que discuten contra el poder: son estudiantes de escuelas suburbanas e hijos de familias trabajadoras los que se asumen, sin poses ni pretensiones intelectuales, como una generación contestataria. No se trata de banderas ni pañuelos, sino de actitudes espontáneas y voces levantadas que empiezan a expresar un fenómeno novedoso: la reacción de los jóvenes de a pie contra un poder que los subestima.
Hace unas semanas, Jeremías Coronel expuso con su celular el extremo más grotesco del adoctrinamiento docente: denunció a la profesora que pretendía imponerles, a gritos y martillazos, un burdo credo oficialista. Recientemente fue Emiliano Bondarchuk quien se plantó contra el uso político de los jóvenes. Reaccionó cuando vio que una jornada estudiantil era, en realidad, un acto partidario. Subió al escenario y tomó el micrófono para expresar su hartazgo y su bronca en la cara de los políticos, a los que llamó “vagos y chorros”. No debe ser casual que, sin conocerse uno con el otro, ambos sean de La Matanza, una de las ciudades más castigadas del país por los índices de pobreza, el desempleo juvenil, la inseguridad urbana y la desigualdad social. Tal vez no sea casual que ese germen de rebeldía se empiece a producir en uno de los feudos del conurbano; un distrito gobernado por el mismo partido desde hace 38 años, donde el poder confunde ciudadanía con clientela y juventud con rebaño.
Jeremías y Emiliano empezaban la escuela primaria cuando Cristina Kirchner despreció a La Matanza en los claustros de Harvard. “Chicos, estamos en Harvard… no en La Matanza”, dijo la entonces presidenta para descalificar a estudiantes argentinos de esa universidad norteamericana que la habían incomodado con sus preguntas. No habrá imaginado que, una década después, serían “los pibes” de La Matanza los que incomodarían al poder.
El fenómeno empieza a llamar la atención de dirigentes y de analistas políticos. Allí donde una facción creía que las adhesiones se aseguraban con subsidios, promesas y planes sociales, empieza a gestarse una resistencia. Allí donde se creía que el adoctrinamiento podía permear con mayor facilidad, comienza a incubarse la rebeldía.
A riesgo de caer en simplificaciones, la generación que nació cuando el kirchnerismo llegó al poder tal vez pueda dividirse en cuatro mundos diferentes. Hay una minoría de clase media acomodada que encuentra en el pseudoprogresismo oficialista una zona de confort. Se hacen notar con banderas y pañuelos que, aunque intensos y ruidosos, solo expresan nichos ideologizados. Se autoperciben libres, abiertos y rebeldes, pero han sido disciplinados, conformistas y obedientes ante autoridades que les cerraron las escuelas y las universidades, les coartaron libertades por decreto y les “vendieron” la pose artificial del lenguaje inclusivo y la identidad no binaria. Muchos otros jóvenes, de ese mismo segmento y de una clase media empobrecida, se aferran al pasaporte: imaginan, aunque sea en el plano de la fantasía, su futuro fuera del país. Hay un tercer segmento de la juventud sumergido en la marginalidad. Reflejan la cara más dolorosa de la Argentina: arrastran las marcas de la malnutrición y la violencia cotidiana; abandonaron la escuela y son hijos de familias rotas, sin empleo ni horizonte. Muchos están extraviados en el laberinto del paco, la cocaína y el delito. Pero hay un cuarto universo: adolescentes que no tienen pasaporte y tampoco compran espejitos de colores. Son jóvenes que miran a su alrededor y ven promesas incumplidas, oportunidades achicadas, barrios cada vez más inseguros, padres desalentados por la inflación y las crisis recurrentes. Son los que empiezan a rebelarse y a pelear por su futuro.
En ese último universo, sienten que el poder no los interpreta ni los incluye. Son jóvenes que no quieren recibir subsidios ni se imaginan como piqueteros; quieren pensar y vivir en libertad; estudiar, trabajar y progresar. Salir del lugar en el que están; sueñan con ayudar a sus padres, ganarse las cosas con esfuerzo, acceder a una vivienda y construir una familia a la que puedan mantener sin dádivas ni planes. “No hay nada como lo que se gana uno mismo”, le dijo L-Gante al Presidente. “Lo primero que hice cuando supe que iba a ser papá fue salir a buscar laburo”, le explicó. No fue a tocarle la puerta a ningún puntero del barrio ni esperó que llegara el Estado con el Plan Qunita. Salió a trabajar y en el camino encontró una vocación.
La entrevista de L-Gante con el Presidente (exhibida por el Gobierno como un gesto de cercanía y empatía con los jóvenes) revela, en realidad, la falta de compromiso y sintonía con las nuevas generaciones. No hay una palabra del Presidente que le abra a su interlocutor un mundo nuevo; no hay una frase que lo sorprenda, una idea que lo inspire, una información que lo motive o una propuesta que lo entusiasme. No hay un mensaje para otros jóvenes que puedan escucharlo. No le habla de historia ni tampoco de futuro; no le pregunta por la música en la era de las redes y de Spotify ni alude a los desafíos de la creación frente a la inteligencia artificial; no le habla de las raíces del reggaetón y de la cumbia ni de los puentes que unen a esos géneros con el tango, el rock o el folclore argentinos. Ni siquiera sobrevuela una alusión a los nuevos lenguajes del arte callejero ni al sentido de las vanguardias en la cultura popular. El jefe del Estado exhibe su orfandad argumental; ni siquiera se había preparado para una conversación que trascendiera las obviedades ni la aridez de los lugares comunes. Se ve obligado a seguirle la corriente a un joven que, a contramano de la retórica oficialista, se atreve a cuestionar la idea del clientelismo y a reivindicar el mérito. El Presidente ni siquiera lo invita a pensar en algo novedoso (como podría ser la creación de laboratorios musicales en las villas); no le propone una lectura ni le regala un libro.
Los verdaderos líderes desafían a los jóvenes y los impulsan a pensar y a construir su futuro. No los subestiman ni los tratan con condescendencia. Los dirigentes se preparan para hablarles a las nuevas generaciones. Se entrenan para escuchar y formular las preguntas correctas. Vale la pena, por ejemplo, escuchar los diálogos de Macron, de Merkel y de Obama con los jóvenes. “La realidad –les dice Obama– es que nada es inevitable; el progreso y el éxito jamás están garantizados. El futuro con el que ustedes sueñan tienen que ganárselo. Y nadie más puede hacerlo por ustedes. Tal como escribió Nervo en ‘La raza de bronce’: ‘tú eres el sueño; tú eres el sueño’”. El líder norteamericano repetía frases y citas como esa ante distintos auditorios estudiantiles: las ovaciones se mezclaban con la emoción de adolescentes que se sentían motivados y hasta impulsados, tal vez, a descubrir la poesía modernista del mexicano Amado Nervo.
En La Matanza, las reacciones de Jeremías y Emiliano traducen el cansancio ante los discursos huecos. Sienten que la política no les habla y que apenas busca utilizarlos. En el mejor de los casos, les propone un puro presente (“platita en el bolsillo” y demagogia de campaña) aunque eso implique hipotecar su futuro.
La Matanza no es, por supuesto, una geografía uniforme, sino un territorio de contrastes en el que, sin embargo, sobresalen la marginalidad y la injusticia. Durante décadas fue un bastión hegemónico del peronismo, pero ahora asoma como un foco de sana rebeldía ciudadana. En las PASO, el oficialismo perdió en ese distrito 174.000 votos en relación con 2019. Le alcanzó para ganar, pero el ausentismo electoral también llegó a un nivel récord (38%). La abstención es otro síntoma del malestar: expresa la ruptura de un contrato tácito. “Yo te voto; vos me das seguridad en el barrio, escuela para mis hijos, atención hospitalaria”. Hace tiempo que esa contraprestación es cada vez más ineficiente. “¿Para qué voy a ir a votar si no me dan lo que necesito?”. Esa es la pregunta que se formulan muchos padres, cansados de esperar el asfalto, la iluminación y las cloacas en barrios cada vez más postergados. Sus hijos pasan de la resignación a la rebeldía. Y así empiezan a escucharse las voces de Jeremías y Emiliano.
Hay una ideología del sentido común que, empujada por los jóvenes, gana protagonismo en las barriadas más humildes. Piden escuelas donde se enseñe y se exija; piden barrios seguros donde la vida valga más que un celular; piden oportunidades de empleo y que el esfuerzo tenga recompensa. Piden simplemente eso: que no los usen ni les vendan espejitos de colores. Todo lo que les proponen es un viaje de egresados. Los jóvenes lo saben o lo intuyen: será un viaje hacia ninguna parte.