De la epopeya industrial a la tragedia climática
Durante la epopeya industrial que comenzó a mediados del siglo XIX y siguió la mayor parte del siglo XX, la tecnología revelaba un horizonte cada vez más amplio, convirtiendo en convicción la promesa de que las sociedades serían liberadas para siempre de la escasez. La tecnología redimiría a la humanidad de sus males crónicos, proveyéndonos una abundancia infinita de bienes.
El progreso no sólo se imaginó indefinido, sino indefectible. Sin embargo, el siglo XXI nos enfrenta a una situación donde la continuidad del progreso es puesta en duda, no sólo por la lentitud y dificultad en conseguir el desarrollo social e industrial para las naciones "subdesarrolladas", sino también porque el crecimiento económico ha encontrado un límite en la dificultad del planeta para absorber los residuos de la actividad humana. Esta situación se aproxima más a la de la tragedia griega, en la que los hombres, lejos de ser los artífices de su destino, como habían imaginado los siglos anteriores, son el juguete del destino, arrastrados por la fatalidad de acontecimientos que no consiguen controlar. Paradójicamente, el milagro del desarrollo económico es ahora, también, el camino a la catástrofe del cambio climático.
La crisis económica mundial es el recurrente síntoma de la divergencia entre los instrumentos que guían las decisiones nacionales y sus efectos globales. El deseado desarrollo de las naciones subdesarrolladas elevaría a un nivel insostenible las emanaciones de dióxido de carbono que están alterando el clima del planeta. Al mismo tiempo, la declinación de los indicadores de crecimiento económico es una calamidad que derrumba los mercados y amenaza con la ruina de las hasta hace poco triunfantes naciones desarrolladas, a la vez que deja en la calle a millones de sus ciudadanos. Si lograsen retomar un crecimiento económico sostenido sería, al menos en las actuales condiciones, a costa de intolerables incrementos en las emanaciones de residuos dañinos al medio ambiente. En otras palabras, cuanto más nos esforzamos en aumentar el consumo y estimular la economía, cuanto más nos esforzamos en la dirección del crecimiento y lo que hasta ahora habíamos considerado "el desarrollo", peor es el resultado en términos ambientales y más rápidamente nos encaminamos a la catástrofe del cambio climático. Ese es el sentido trágico de nuestra actual encrucijada.
La situación es trágica, también, porque hay pocos indicios de que estemos en condiciones de cambiar la estructura fatalista de los acontecimientos. No se vislumbra aún un paradigma económico que pueda suplantar al de la pura productividad, que rige todavía las decisiones económicas y sociales de las naciones. Lo que es aún peor, tampoco hay un avance significativo en lograr un acuerdo global sobre las medidas conjuntas y coordinadas que son necesarias para llevar adelante una política global efectiva. Es decir, una que no consista en el aislacionismo, el "sálvese quien pueda" que parece guiar a Estados Unidos y China, los mayores productores de gases de efecto invernadero.
Se trata de una situación que parece sin salida debido a las asimetrías radicales entre los factores de decisión, que son nacionales, y los problemas del cambio climático, que son globales. Se trata de un caso inverso a la "tragedia de los pastoreos comunes" enunciada por Garrett Hardin, donde la maximización del beneficio de cada pastor termina por depredar la pradera común. Su solución histórica fue la privatización de los campos, donde cada pastor debe administrar cuidadosamente el suyo. Nuestra situación es exactamente inversa, porque el planeta es el espacio común que recibe unas emanaciones privatizadas en la soberanía de las naciones. Cuanto mayor es la actividad económica de una nación, más contamina la pradera común atmosférica; sin embargo, sus gobernantes consiguen mayor cantidad de votos. En la Argentina, como en Estados Unidos, los observadores políticos han llegado a la conclusión de que las elecciones dependen ya no del discurso de los candidatos o sus políticas de largo plazo, sino, casi exclusivamente, del crecimiento de la actividad económica.
Si la continuidad en el poder de los políticos depende del voto popular, y éste depende tan claramente de la actividad económica, entonces es lógico que resignen las mejores políticas ambientales por un nuevo mandato.
Un ejemplo de este problema estructural lo constituye el intento de la primera ministra de Australia, Julia Gillard, de llevar adelante una política de prevención del cambio climático mediante un impuesto a las emisiones de dióxido de carbono, para alentar su reducción a partir del año próximo, y que sería reemplazado en 2015 por un esquema basado en un mercado de emisiones. Se trata de la mayor iniciativa de este tipo en el mundo, después de las llevadas adelante por la Unión Europea, pero desde febrero pasado desató tal furiosa reacción de la oposición que las encuestas de popularidad de la jefa de Estado cayeron a niveles negativos, poniendo en duda la continuidad del proyecto.
Gillard había prometido, durante su campaña en 2010, que no avanzaría con los impuestos a las emisiones, que ya habían provocado la caída de su predecesor, Kevin Rudd. Las encuestas revelaban que un 72% de los australianos piensan que Australia debería tomar medidas unilaterales sobre cambio climático. Sin embargo, la oposición al impuesto, que elevaría el costo de los productos australianos, especialmente los mineros y siderúrgicos, subió del 44 al 60%. Como comentó un lector en el diario The Australian: "Al final del día, lo único que harán los impuestos al carbono es reducir mi capacidad de darle de comer a mi familia, mientras que no servirán en nada para mejorar el clima mundial".
Como están hoy planteadas las cosas, cualquier acción unilateral de una nación para mejorar su performance ambiental va en contra de la competitividad de sus productos, que inevitablemente serán más caros. Es que los beneficios de las menores emisiones de una nación benefician a todas las naciones, pero los mayores costos para sus productos, menores exportaciones y menor oferta de empleo deberá afrontarlos esa nación sola. Por otro lado, los esfuerzos de cada país por reducir sus emisiones nocivas sólo producirán beneficios tangibles para sus ciudadanos si los demás países hacen lo propio al mismo tiempo. Por esa razón es necesaria la acción concertada y simultánea de todas las naciones. Si ese consenso no avanza, es improbable que pueda conseguir detenerse o, al menos, suavizarse el cambio climático.
Entretanto, Europa y Estados Unidos están pensando en cómo mantener un crecimiento económico compatible con las deudas que han contraído con el futuro. Las naciones emergentes como China, la India y Brasil por ahora piensan en cómo multiplicar su economía, si es posible a tasas superiores al 6% anual.
Unos y otros tienen prioridades que no incluyen ya no el largo, sino ni tan siquiera el mediano plazo. Sostenible es una palabra elegante que se agrega después de la palabra crecimiento, pero, por ahora, es sólo un signo de autocompasión que ayuda a postergar el momento de decidir conjuntamente qué haremos para detener el cambio climático.
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El autor es doctor en Arquitectura y profesor en la Universidad de Palermo