De la batalla electoral a la batalla cultural
Las últimas elecciones fueron, sin duda alguna, un paso importante para el Gobierno, pero no garantizan que no sean un intento más de nuestra reiterada historia: iniciar un nuevo ciclo, que diez años más tarde, culmina en otra crisis que hace que volvamos a lo mismo que juramos dejar atrás. Si continuamos sin resolver las contradicciones fundamentales que tenemos los argentinos, la probabilidad de que este nuevo esfuerzo que hacemos pueda caer, como otras veces, en una nueva frustración es alta. Por eso debemos avanzar, independientemente de los resultados electorales, en dar una batalla cultural que cambie determinadas estructuras mentales asimiladas por una mayoría calificada de la sociedad, para intentar solucionar los problemas de fondo, más que los de forma.
Los argentinos somos contradictorios casi por definición. Llevamos años escuchando y repitiendo que la crisis va a llevar años resolverla, pero a los pocos meses de asumir un nuevo gobierno le pedimos que mágicamente la resuelva. Esta impaciencia intrínseca de nuestra gente es sólo la punta de un iceberg de contradicciones que la Argentina lleva años sin resolver, como sí lo han hecho vecinos como Uruguay, Chile, y demás países latinoamericanos que, aún sin tener las capacidades productivas de nuestra patria, han avanzado de manera notable en sus desarrollos económicos y sociales. Esta impaciencia de la gente condiciona a la política, a los dirigentes sociales y a los periodistas y termina llevando a quienes les toca ser gobierno u oposición, a elegir los caminos más cortos y demagógicos para llegar o mantenerse en el poder, abandonando las metas a mediano y largo plazo que definitivamente hagan del país lo que realmente podría ser.
La primera gran contradicción que debemos resolver es si priorizamos el mercado externo o el interno. Esta contradicción, es a mi humilde criterio una falacia importante, ya que todos los países del mundo cuya capacidad de producción de determinados bienes es superior a su consumo deben priorizar el comercio exterior, impulsando las áreas en las que demuestra tener mayor competitividad por sus recursos humanos o naturales. Sin embargo, cuando se propone exportar, por ejemplo, carne vacuna, producto que tiene valor agregado y genera fuentes de trabajo genuinas, nos preocupa el valor de la carne en góndola. ¿No somos capaces los argentinos de reemplazar la carne vacuna, como lo hizo Uruguay, por otras (que dicho sea de paso son más saludables) a cambio de generar divisas y trabajo para muchos compatriotas?
La segunda contradicción es si se debe promover la inversión externa o la interna. Ahí surge, casi naturalmente, un chauvinismo barato que dice que la inversión externa es inconveniente. Sin embargo, no aparecen los inversores domésticos, ya que el empresariado nacional casi nunca invierte a largo plazo, y si lo hace, es con la rentabilidad asegurada por el Estado, cerrando la competencia externa y haciendo que los argentinos paguemos caro una calidad inferior a la que el resto del mundo ofrece. Es obvio que cualquier país debe promover en primera medida la inversión interna, pero lamentablemente nuestra clase empresarial, en general, prefiere y encuentra el camino más corto en la volátil “bicicleta financiera” antes que en la sustentabilidad de inversiones competitivas a nivel externo, por lo cual quedamos siempre esperando la inversión externa que casi nunca llega, compitiendo en ello con otros países emergentes que ofrecen mejores condiciones de estabilidad financiera y macroeconómica que nosotros.
La tercera contradicción y de mayor profundidad es sobre la estructura impositiva y el gasto público, verdadero mal de nuestros años de inestabilidad. Son muchos los argentinos a los que no les importa que el Estado gaste más de lo que recauda, sin importar si el financiamiento del déficit es a partir de mayor deuda externa o mayor inflación. Pero en vez de solicitarle al Estado que gaste menos, los unos piden que recaude más, los otros que emita el dinero suficiente para financiar una estructura deficitaria que lejos de brindar servicios eficientes, sigue gastando más de lo que invierte, robando más de lo que hace y subsidiando más de lo que la sociedad productiva está dispuesta a pagar. Los pocos que exigen que, como en cualquier hogar de nuestro país, se gaste solamente lo que se ingresa, y se tomen créditos sólo para financiar inversiones que permitan bajar los costos operativos y no los gastos corrientes, son tildados de neoliberales derechosos, por citar epítetos que no falten a la buena urbanidad.
Más que una batalla electoral, la Argentina necesita una batalla cultural que logre cambiar en el gobierno, en la oposición y fundamentalmente en la gente, conceptos arraigados como los de que la inflación es buena, que es viable un keynesianismo (a la criolla) perpetuo y que el fomento a cualquier precio del mercado interno es la solución a nuestros males.
Deberemos entender los argentinos que no hay éxito sin sacrificio previo, que mientras más exportemos, más trabajo genuino vamos a generar, aunque debamos importar lo que no podemos producir con eficiencia. Que racionalizando los gastos del Estado, podemos disminuir impuestos, verbigracia, el IVA e ingresos brutos, haciendo más accesibles los bienes y servicios para los consumidores. Que eliminar la evasión y el trabajo en negro también es la mejor forma de hacer sostenible en el tiempo el mercado interno. Ergo, resulta crucial que el debate acerca de nuestro futuro debe hacerse sin prejuicios ni discursos para la tribuna, pensando por una vez que lo trascendente es más importante que las urgencias del corto plazo.
Humberto Benedetto
Parlamentario del Mercosur por Córdoba