De José Enrique Rodó a Donald Trump
Ningún prosista latinoamericano ha merecido tantos estudios críticos, análisis y controversias como José Enrique Rodó, que nació en Montevideo el 15 de julio, hace 150 años, y murió en Palermo el 1º de mayo de 1917, a los 45 años. No digo el más leído, por cierto, pero en tiempos en que las comunicaciones no eran las de hoy, en aquel tiempo nuestro, aún envuelto en humos de guerras civiles y conflictos de fronteras, provocar una inspiradora corriente de pensamiento que recorría el continente no tiene parangón. En ese 1900 bisagra es que escribe un pequeño libro, Ariel, a los 29 años de edad, como un gran llamado a la juventud.
Tal resonancia tuvo en toda América, especialmente en los países del Pacífico, Chile, Perú y Ecuador, que fue el núcleo aglutinante de jóvenes intelectuales y políticos que, bajo el lema del “arielismo”, encontraron allí una proclama de civilización, una convocatoria a que nuestra América fuera el hogar de grandes ideales de espiritualidad y el reverdecer de nuestras raíces griegas y latinas, confrontadas a las del norte anglosajón. Hasta el movimiento de Reforma Universitaria de Córdoba, en 1918, reconocería el magisterio rodoniano, que en su país –nuestro país– tendría mucho más altibajos, porque el Rodó tres períodos diputado por el Partido Colorado, luego de ser un relevante sostén a las candidaturas de don Pepe Batlle, el formidable reformador, se había apartado de él en una de esas “internas” de las que tanto adolecen los partidos políticos. Cuando en 1920, retornen sus restos a Montevideo, retenidos en Europa por la guerra, una apoteosis consagratoria reconocerá, sin embargo, una resonante unanimidad.
El tiempo histórico de Ariel se comenzaba a configurar en torno a la irrupción de los Estados Unidos como gran potencia. Su guerra contra España, perdedora de Cuba, Filipinas y Puerto Rico en 1898, sacudía la conciencia de todo el mundo hispánico. Rubén Darío, corresponsal de la nacion, escribía desde España, con el acento pesimista y rebelde de esa generación que incluía a Baroja, Azorín, Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Valle Inclán y los dos Machado, entre tantos otros hoy no tan recordados. El propio Darío, estrella rutilante que llenaba teatros recitando sus exaltados poemas, escribirá su poema “A Roosevelt”, gritando “¡Viva la América española! Hay mil cachorros sueltos del león español”.
En ese clima, el meditativo Rodó, con su prosa atildada, escribe su célebre ensayo, a modo de lección, en que el “viejo y venerado maestro, a quien solían llamar Próspero, por alusión al sabio mago de La tempestad shakespeariana, se despedía de sus jóvenes discípulos”.
El alegato del maestro les convoca a “la plenitud de vuestro ser”. Les reclama amplitud: “Cuando cierto falsísimo y vulgarizado concepto de la educación, que la imagina subordinada exclusivamente al fin utilitario, se empeña en mutilar, por medio de ese utilitarismo y de una especialización prematura, la integridad natural de los espíritus, y anhela proscribir de la enseñanza todo elemento desinteresado e ideal, no repara suficientemente en el peligro de preparar para el porvenir espíritus estrechos…”.
Evoca entonces la “belleza incomparable de Atenas”, que “supo engrandecer a la vez el sentido de lo ideal y el de lo real, la razón y el instinto, las fuerzas del espíritu y las del cuerpo”. “Yo creo indudable que el que ha aprendido a distinguir de lo delicado lo vulgar, lo feo de lo hermoso, lleva hecha media jornada para distinguir lo malo de lo bueno”. Sin embargo, previene Rodó de que esa concepción estética de la civilización lleve al exceso elitista del maestro Renan, de una aristocracia intelectual omnipotente: “Desconocer la obra de la democracia, en lo esencial, porque, aún no terminada, no ha llegado a conciliar definitivamente su empresa de igualdad con una fuerte garantía social de selección, equivale a desconocer la obra, paralela y concorde de la ciencia, porque interpretada con el criterio estrecho de una escuela, ha podido dañar alguna vez al espíritu de la religiosidad o al espíritu de la poesía”.
Los Estados Unidos han llevado sobre esas bases una “grandeza que será objeto de perdurables asombros para el porvenir”. “Su grandeza titánica se impone así, aun a los más prevenidos por las enormes desproporciones de su carácter o por las violencias recientes de su historia”; “la voluntad es el cincel que ha esculpido a ese pueblo en dura piedra. Sus relieves característicos son dos manifestaciones del poder de la voluntad: la originalidad y la audacia”. Pero “menosprecia todo ejercicio del pensamiento que prescinda de una inmediata finalidad, por vano e infecundo”. Así, “el gobierno de la mediocridad vuelve vana la emulación que realza los caracteres y las inteligencias” y el “exclusivo cuidado del engrandecimiento material”, hace nacer una “plutocracia”, que recuerda “el advenimiento de la clase enriquecida y soberbia que, en los últimos tiempos de la república romana, es uno de los antecedentes visibles de la ruina de la libertad y de la tiranía de los césares”.
La escena grotesca del malón sobre la Casa Blanca fue punto culminante, resumen perfecto, de esas tendencias que Rodó intuía, con temor, en la sociedad estadounidense hace un siglo: la vulgaridad, la soberbia del rico, con la esperanza de que “el espíritu de aquel titánico organismo social, que ha sido hasta hoy voluntad y utilidad, sea también algún día inteligencia, sentimiento, idealidad”.