De incendios y de vísperas
Por José Miguel Onaindia Para LA NACION
Hace cuarenta años, cuando la publicación de una novela aún ocasionaba impacto en la opinión pública, Beatriz Guido produjo una gran controversia con su libro El incendio y las vísperas. Mis recuerdos de infancia traen imágenes con discusiones de adultos y la tapa de ese libro, cuyo título inquietante apenas comprendía. Años más tarde, corroboré por lecturas y relatos el disturbio ocasionado por la autora, cuya magnitud queda demostrada por la decisión de Arturo Jauretche de dedicarle un capítulo de un ensayo para denostarla.
En las vísperas del aniversario de la reforma constitucional de 1994, la noticia de un incendio ocurrido en la provincia de Catamarca hace que evoque el título de aquel libro y lo conecte con los acontecimientos recordados en estos días. La crónica periodística informa que, en la mencionada provincia, una bomba incendiaria explotó en la Cámara del Crimen de la Segunda Nominación y destruyó expedientes e instalaciones. Desconozco cualquier otra circunstancia del hecho, pero la escueta noticia adquiere un valor simbólico luego de sucesivos hechos de violencia contra instituciones republicanas. Hemos visto en una escasa fracción histórica de tiempo, encender urnas el día de un comicio, arder mobiliario de legislaturas, desaparecer en las llamas bienes donados para mantener el diálogo entre culturas.
Esta sucesión de desgracias y el incendio lejano en las vísperas del aniversario, demuestran el fracaso de aquella iniciativa y la fragilidad institucional en la que estamos sumergidos. La práctica constitucional errónea ha impedido que los elementos positivos de la modificación tuvieran efecto y ha exacerbado los vicios que el nuevo texto tiene.
Por esa situación, los objetivos proclamados por los hacedores de la reforma quedaron convertidos en una expresión de insatisfechos deseos.
El tema es vasto, pero quiero limitarlo sólo a dos aspectos mediante la confrontación entre fines y resultados. Con el lema "atenuación del sistema presidencialista", la ley de declaración de la reforma constitucional (N° 24.309) agrupaba modificaciones que, esencialmente, intentaban lograr ese objetivo mediante la introducción de la figura del jefe de gabinete. La incorporación de este funcionario tenía como objetivo prioritario asegurar la gobernabilidad del sistema, en aquellos casos en que el partido del presidente careciera de mayoría parlamentaria. La terminación ante tempus del primer gobierno de la transición democrática aconsejaba la adopción de medidas para solucionar crisis futuras.
Y la crisis llegó en el segundo gobierno nacido bajo el imperio de la reforma, y la institución demostró la ineficacia para resolverla. Ni gobierno ni oposición ni sociedad civil vieron en el jefe de gabinete y en la formación de un gobierno de coalición una salida para evitar el colapso. El tardío llamado presidencial no logró impedir que los nuevos instrumentos constitucionales fueran reemplazados por un helicóptero.
Tal vez la modificación más trascendente introducida hace diez años fue el otorgamiento de jerarquía constitucional a declaraciones y pactos de derechos humanos, que amplían y complementan las cláusulas de nuestra Constitución histórica. Esta extensión de derechos y las garantías incorporadas para asegurar su goce, alentaban la esperanza de la mejora del ejercicio de estas facultades, restringidas o brutalmente abrogadas durante prolongados períodos de nuestra historia reciente. En este aspecto, también nos esperaba un guiño mordaz. El notorio deterioro de la calidad de nuestras instituciones, la deformación insistente de la forma de gobierno, fueron proporcionalmente acompañadas por la caída abrupta del nivel de vida de grandes segmentos de población. Marginalidad y pobreza redujeron a mínima o nula expresión la posibilidad de ejercicio de los derechos humanos de sectores mayoritarios de la ciudadanía, y alejaron así de la realidad cotidiana el estricto cumplimiento de las nuevas normas que gozan de jerarquizado reconocimiento. Nada más ajeno al ideal de una sociedad democrática, porque el hambre y la indigencia son la materia con que se forman los autoritarismos.
Así como Beatriz Guido meditó por medio de la ficción sobre las circunstancias que condujeron a aquel incendio surgido de la intolerancia, el incendio que anticipó el aniversario de la reforma constitucional nos permite meditar sobre el significado del hecho y la urgencia de resolver las causas profundas que nos llevaron al abismo. Puede ser que al menos sirva para observar -con palabras que usó Julio Cortázar- que nada está perdido, si advertimos que todo está perdido y hay que volver a empezar.