De héroes y humanos: versiones argentinas de Paul Gascoigne
Hoy, que el mundial nos abre otra vez la mente al fútbol (como dice Diego), los incidentes memorables de antaño se repasan en una programación sin fin que los va convirtiendo en folklore en cada país que participa. Una imagen ya icónica del mundial de 1990: a Paul Gascoigne, estrella del fútbol inglés, le tiembla el labio inferior; su cara roja al borde de estallar, sus ojos reventando con lágrimas que no brotan. Su compañero, Gary Lineker, se acerca y con gesto preocupado gira la mirada hacia el banco: con dos dedos señala sus propios ojos y en seguida a Gascoigne, indicándole a Bobby Robson, el DT, que lo mire, que lo observe, que lo cuide. "Gascoigne era un bomba de tiempo a punto de explotar" recuerda hoy Robson desde su impotencia "Pero yo qué podía hacer? Él estaba en la cancha y yo desde el banco no podía hacer nada".
En la cancha. Ese lugar sagrado, aislado, expuesto, donde nuestros héroes se construyen y se desmoronan para nuestro deleite y nuestras lágrimas. Donde son intocables, inalcanzables, y donde las reglas, las leyes y las verdades corresponden a otro código. Ni la propia fuerza de gravedad es respetada: los hombres vuelan, la pelota es reina y ama, y el pueblo proclama, insulta, detesta , adora y aplaude. Desde las tribunas perdonamos todo, o nada, pero el criterio de juicio es uno sólo: el desempeño de esa trama que la pelota nos narra.
Gascoigne personifica una tragedia en varios actos desarrollada como un reality antes de los reality: sufría de una condición conocida como síndrome de Tourette lo cual le provocaba exabruptos de agresión. Combinado con un alcoholismo sin límites, la llegada de la fama y el dinero solo exacerbaron los síntomas. Su mujer Sheryl, quien luego se hizo celebrity por las propias, contó los años de sufrimiento conviviendo con alguien con problemas de salud mental tan extremos, pero nunca dejó de quererlo y apoyarlo y acompañarlo. Con el tiempo llegaron el divorcio y la quiebra y las internaciones más agónicas. Todo se desarrolló en forma de libreto abierto, rigurosamente reportado, comentado, y difundido. Fuimos testigos en cámara lenta de cómo se estrelló, literalmente, la prometedora estrella.
Los argentinos hemos tenido versiones de Gascoigne en mayor y menor medida. Quizás no todas las características en un solo hombre, pero con certeza hemos visto talentos adorables desembocar en destinos imperdonables. René Houseman es el ejemplo más doloroso a mano, pero desde ya no el único. Como sociedad observamos insaciables, pero parece imposible actuar. "Qué podemos hacer nosotros?" Pareciera ser la respuesta colectiva "si ellos están en la cancha".
"Cuando yo era chico creíamos que los futbolistas eran seres angélicos" escribió Martín Caparrós en su columna del NYT hace unos días, "ni templaban ni tiraban ni ninguna de esas cosas raras. (…) en esos tiempos, los jugadores no eran esos (…) modelos de belleza y pedazos de sexo que parecen ser ahora, parecían seres más bien toscos y asexuados y pernipeludos que importaban sobre todo por lo que hacían dentro de una cancha".
¡Qué raro! Pensé enseguida. Cuando yo era chica, mis abuelas y mis tías, y las tías y las abuelas de mis amigas, nos contaban cómo eran los futbolistas y los poetas maridos, amantes, exmaridos; nos criamos sabiendo las realidades del amor y la convivencia casi por osmosis. Un ejemplo que viene al caso, mi mejor amiga en la escuela primaria, Irina, ahora tercera generación de un matriarcado de actrices de teatro que han servido a la industria nacional con la misma garra y horas de entreno que nuestros mejores futbolistas, tenía una tía, Pola Alonso. Una mujer formidable, bellísima, divertida, que siempre fue una inspiración para nosotras. Vivía en México con su segundo marido y para mi siempre era anecdótico que había tenido un primer marido -humano e imperfecto- como tantas de nuestras tías y abuelas. Había sido el Charro Moreno, de la legendaria máquina de River, tan festejado por su bohemia y su facha de malevo como por la perfección futbolística con la que se convirtió en una de las leyendas de nuestro fútbol más duraderas en el mundo.
Neruda, Picasso, Monzón y O.J. Simpson en distintos grados siempre fueron referentes de genios cuya vida personal no reflejaba esa belleza de la que eran capaz con su arte. El arte impera, y beneficia a la humanidad que el artista se desempeñe. En 1996, cuando la vida de Gascoigne dominaba el debate en los medios -"debe o no representar al país alguien que se comporta de este modo?"- un exfutbolista argentino comentó, un poco en chiste pero con mucha verdad detrás de su observación: "Ah, bueno…. si empezamos con boludeces no juega nadie".
Pareciera que nuestras únicas respuestas son el castigo o la absolución.
Lo difícil es salirse del formato binario de las respuestas: acusación, delato y repudio a alta voz vis a vis idolatría ilimitada sin cuestionamientos. Gascoigne debía jugar, claro, como todos los atletas de élite que están preparados y dispuestos a desempeñar su rol; aunque muerdan a veces, o insulten otras, y aunque sus vidas privadas nos parezcan torbellinos divertídisimos que no le desearíamos en carne propia a nadie, o -y esto quizás más difícil de digerir- aunque los sepamos capaces de comportamientos que como sociedad ya no toleramos más.
Nuestro Gascoigne tuvo varias encarnaciones entre El Charro y el Burrito, por citar dos ejemplos, pero sin duda su máximo exponente sigue siendo Diego (siempre Diego). Una de sus tantas veces al borde del abismo supo provocar el pronunciamiento de su compañero mundialista, Jorge Valdano "le hemos dicho tantas veces son un ídolo, sos un héroe, sos un dios" escribió en ese momento, "que nos olvidamos de decirle sos un hombre". Tras la derrota de Argentina ante Croacia fue Dalma Maradona quien con un simple tweet nos bajó a todos quienes no cruzamos con sus palabras a la tierra: "Te extraño dentro y fuera de la cancha", dijo. Sin aclarar a quien se dirigía, ese concepto tan simple me resultó la observación más completa y humana de todo lo que representan nuestros ídolos. Siguen existiendo fuera del campo de juego, no se acaban con el show - y su lado humano, vulnerable e imperfecto los acompaña también durante el partido. Partes de un mismo todo.
¿Será que los varones se crían menos expuestos a la realidad? Porque de algún lado sale este vaivén entre la idolatría y el deseo de muerte provocado en la cancha. Lo más saliente del griterío bestial, casi salvaje que desató la derrota ante Croacia es el altísimo nivel de testosterona. Las observaciones femeninas -que dicho sea de paso constituyen cerca de la mitad de la población mundial, asistencia a la cancha, televidentes, etc. Es un dato que no debiera precisar aclaración a esta altura del partido, pero por si acaso- no parecen oscilar tan extremadamente entre el amor y el odio.
Humanizar a nuestros héroes implica humanizarnos nosotros mismos frente a ellos. Los 90 minutos de suspensión de credulidad son tan válidos como esenciales para disfrutar del espectáculo. Pero cuando vemos a los protagonistas sufrir, literalmente luchar contra demonios ante nuestros propios ojos, una vez terminado el show es nuestro deber humano no seguir arengando como si el único propósito de toda su existencia fuera provocarnos una postura a favor en contra.
Ir abriendo un espacio para que las voces femeninas participen en igual medida podría ser un buen primer paso. Y ojo que no necesariamente quiero decir las voces de las mujeres; todos tenemos características femeninas y masculinas. Pero no podemos anclarnos en los viejos modos, continuar encasillando en angelicales o demoníacos, y convertirnos en testigos pasivos de la desintegración guiados solamente por el grito machirulo como si éste fuera el único portador de la verdad.
Falta un partido y quizás mas. Estos atletas van a necesitar ser parte de una sociedad sana que se anime a incorporarlos y a sostenerlos, cualquiera sea el resultado de su proeza deportiva. Pase lo que pase en la cancha.