De Galileo Galilei y otras mentiras
Cualquier profesor universitario puede hacer la prueba de preguntar a sus alumnos cómo terminó su vida Galileo Galilei. Muy probablemente, la mayoría responderá que murió en la hoguera, torturado, encarcelado hasta su muerte o cosas parecidas. En cambio, si en el estado actual de nuestra educación se lanzara la misma pregunta en un colegio secundario, es probable que la mitad de los estudiantes no sepan quién era Galileo.
La cuestión es que la prueba fue hecha, y no precisamente en la Argentina. Una encuesta lanzada hace años por el Consejo de Europa entre estudiantes de ciencias de todos los países de la Unión Europea reveló que casi el 30% de ellos creía que Galileo había sido quemado vivo en la hoguera por la Iglesia. Y, más asombrosamente, el 97% estaba convencido de que había sido sometido a torturas. Ni siquiera fue real la famosa frase que, según la leyenda, Galileo habría lanzado desafiante contra los jueces eclesiásticos: “Eppur si muove”.
Así lo muestra el escritor Vittorio Messori en su libro Leyendas negras de la Iglesia. Allí destaca que aquel supuesto desafío del “sin embargo se mueve” fue inventado en 1757, en Londres, por el periodista Giuseppe Baretti y nunca fue pronunciado por el científico pisano.
Galileo murió en su cama, de muerte natural, nueve años después de aquel famoso juicio, que tuvo lugar en 1633; no pasó un solo día en la cárcel y nunca fue torturado. En realidad, tras la sentencia, agradeció a los cardenales que lo evaluaron, ya que no se le impidió seguir con su trabajo de investigación. Durante el proceso, se alojó, a cargo de la Santa Sede, en una residencia de cinco habitaciones con vista a los jardines del Vaticano y servidumbre personal. Terminada la causa, se hospedó en la estupenda Villa Medici, en la región de la Toscana; después, en el Palacio del arzobispo de Siena –quien lo había ayudado y apoyado en sus estudios– y, hasta su muerte, en la villa Il Gioiello (La Joya), siempre rodeado de atenciones y en excelente trato con los más altos dignatarios de la Iglesia.
La sentencia le había impuesto la penitencia de rezar siete salmos una vez a la semana durante tres años, oraciones con las que él continuó voluntariamente hasta el final de sus días, ya que era un católico practicante y convencido. Tanto lo fue que, en 1629, cuatro años antes del juicio, cuando la Universidad de Pisa, su ciudad de origen, recortó sus honorarios, el papa Urbano VII le otorgó una pensión para que pudiera continuar sus estudios con autonomía.
Aun frente a semejante panorama, muy diferente al del relato divulgado, y tal vez por eso mismo, cualquiera podría preguntarse –como se hizo durante tanto tiempo– por qué fue juzgado un científico por un tribunal eclesiástico y con qué motivo se le impuso una pena, por leve que fuera.
La falla más difundida en la comunicación de nuestro tiempo es la aplicación de las categorías actuales a los hechos ocurridos hace siglos. Ya resulta bastante difícil comprender los acontecimientos y hasta el sentido de las palabras de hace unas pocas décadas con los cánones de hoy. Pero la pretensión de juzgar con esos mismos parámetros la historia de hace 400 o 500 años es una verdadera insensatez.
Está claro que se cometieron barbaridades en nombre de la fe. Hasta Juana de Arco, después declarada santa por la Iglesia, murió en el fuego de la Inquisición. Pero lo que se escribió, se dijo y se repite hasta el cansancio acerca del motivo del enjuiciamiento de Galileo no resiste el menor análisis.
De acuerdo con el relato, Galileo habría sido juzgado por sostener que la Tierra gira alrededor del sol. ¿De verdad? El clérigo polaco Nicolás Copérnico había lanzado la misma hipótesis un siglo antes que Galileo. Llamamos “giro copernicano” a esa revolución en la astronomía y no “giro galileano”. Y aún hoy denominamos “giro copernicano”, como una metáfora, a un cambio agonal de perspectiva sobre lo establecido.
Pero el sacerdote católico y astrónomo Nicolás Copérnico no fue perseguido por ese descubrimiento o, al menos, no fue perseguido por la Iglesia. Fue, en cambio, vapuleado por los protestantes de la época, lo mismo que el profesor luterano Johannes Kepler, quien descubrió las leyes del movimiento de los planetas en nuestro sistema solar y que terminó enseñando en la entonces católica Universidad de Bolonia.
Tampoco se puede juzgar al protestantismo con las categorías de nuestro tiempo. La interpretación literal de la Biblia formaba parte de la columna vertebral de la Reforma. Cualquier teoría que pusiera en tela de juicio la lectura lineal de los textos sagrados significaba en ese tiempo una conmoción de los cimientos de la fe. Lo que resulta llamativo es que haya sido la Iglesia Católica la que cargó con la culpa de la oposición al sistema heliocéntrico y que el “caso Galileo” se haya tomado como símbolo de esa supuesta confrontación entre la religión y la ciencia.
Pero entonces, una vez más: ¿por qué fue juzgado Galileo? La respuesta la dio entre nosotros el padre Javier Bocci, en su libro El proceso romano a Galileo Galilei, en el que analiza pormenorizadamente todas las instancias de aquel famoso y nunca bien contado juicio.
Galileo no se conformaba con ser un científico, sino que se consideraba a sí mismo un filósofo e incluso se creyó intelectualmente preparado para incursionar en la teología. En ese contexto, pretendió que las Sagradas Escrituras fueran interpretadas y se sometieran a los cambiantes y no siempre acertados descubrimientos científicos, por expresarlo en términos extremadamente simples y resumidos.
¿Era aquello para un juicio? No a los ojos de hoy. Veamos cómo se juzga en el futuro a la nueva inquisición que se levanta en nuestro tiempo contra todo aquel que cree y practica coherentemente su fe. Una nueva inquisición que quema en las llamas de la cancelación y de la infamia a todos aquellos que se atrevan a pronunciar una palabra contra los dogmas de una agenda mundialista en la que están escritas las nuevas tablas de lo “políticamente correcto”.
Esta moderna inquisición no se ejerce desde un solo tribunal, sino desde una amplia red de organismos internacionales, organizaciones de la sociedad civil y comunicadores, con su feminismo radicalizado, sus políticas de género, su indigenismo prepotente, su ateísmo militante, su sostenida defensa de quienes atacan y su constante condena a quienes se defienden. Sus procedimientos no necesitan de la lógica ni aceptan el principio de no-contradicción; sólo resulta suficiente con sujetarse al catálogo. Por eso pueden clamar hasta por los mínimos derechos de los culpables mientras proclaman sin pudor la muerte de los inocentes. No hay libertad de expresión para la moral tradicional.
A pesar de todo, hay una buena noticia. Este fantasma que sobrevuela occidente sólo tiene poder contra los temerosos. La mala noticia es que los temerosos son demasiados. Para ellos, un cuaderno en el que escriban mil veces “¡Y qué!”, hasta que pierdan el miedo a las izquierdas.
Resulta imperiosa una alianza de las religiones tradicionales y de las fuerzas políticas conservadoras en el mundo, en defensa propia y de las sociedades prooccidentales. Esa corriente ya está fluyendo sobre la Tierra y la Argentina forma parte de ella.