De Enrique IV a Lampedusa, las alternativas del kirchnerismo
Cuando no se han acallado los ecos de ese verdadero terremoto electoral que astilló los sillares de la arquitectura política kirchnerista, y aún resuenan los de la feroz e inaudita interna que dirimieron Alberto y Cristina Fernández a vista y paciencia de la sociedad, la incógnita de mayor peso que se recorta en el horizonte se reduce y se resume a la siguiente pregunta: ¿cómo habrá de administrar el Gobierno, de ahora en adelante, la crisis en la que se halla metido? Porque si bien cuanto ha ocurrido no puede interpretarse a la manera de un acta de defunción, que los votantes le hubiesen extendido al oficialismo en su conjunto, lo cierto es que la dimensión de la derrota electoral –sumada a la quiebra interna del Frente de Todos– lo obliga a poner las barbas en remojo y a pensar seriamente en una estrategia cuyo propósito excluyente sea llegar a los comicios de noviembre con alguna probabilidad, por remota que fuere, de salvar la cara y evitar así males mayores.
Si acaso hubiera sufrido un traspié de cierta consideración, pero no más que eso, la necesidad imperiosa de recalcular y decidir cambios en el rumbo que hasta el momento ha llevado no sería urgente. Sin embargo, la gravedad de la situación no admite dilaciones. Al no poder atemperar la fuerza de los vientos que, claramente, juegan en su contra, ¿estará dispuesto el kirchnerismo a modificar la dirección de las velas del navío que conduce? ¿Será capaz de hacer una lectura de la realidad dejando de lado sus prejuicios doctrinarios? ¿Primará en la Casa Rosada y en el Instituto Patria la cordura suficiente como para barajar y dar de nuevo o, por el contrario, se aferrarán sus principales figuras a las convicciones enarboladas desde siempre, se envolverán en la bandera argentina y redoblarán la apuesta, sin importarles demasiado las consecuencias? Un análisis en clave realista respecto del escenario en el que están parados y del panorama que enfrentan debería convencerlos de la conveniencia de archivar cualquier fantasía ideológica. Pero en movimientos como el kirchnerista, poco dados a la flexibilidad en materia de ideas y, de ordinario, aferrados a concepciones que consideran dogmas de fe, morir con las botas puestas está bien visto.
Los perdedores de las tres semanas atrás no tendrán más remedio que elegir una de estas alternativas a efectos de seguir adelante y esquivar los múltiples obstáculos que se les presentarán en el camino que les falta recorrer. Conviene enumerarlas. Por un lado, podrían emular a Enrique IV de Navarra, cuyas indisputables observancias hugonotas no le impidieron, con objeto de poner fin a los enfrentamientos religiosos de Francia, convertirse al catolicismo y dar lugar al desde entonces célebre dicho: “París bien vale una misa”. Si el ejemplo pecase de extemporáneo, cabría traer a comento el giro que en 1952 produjo Juan Domingo Perón al convocar a Alfredo Gómez Morales para asumir la cartera de Hacienda y enterrar el programa populista de 1946. Hay una segunda posibilidad, que se corresponde con la cita literaria de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, hallable en su novela El gatopardo: “Hace falta que algo cambie para que todo siga igual”. Si este fuera el camino elegido, asistiremos a una simple cuestión de maquillaje. Los retoques y afeites mostrarán un rostro pintarrajeado, con polvos y colores distintos de los conocidos, aunque el fondo permanecerá igual. Por fin existe una tercera vía vertebrada con arreglo al criterio de cerrar filas, cavar trincheras y radicalizar el discurso y la acción de gobierno.
Dependiendo de la lectura que el kirchnerismo efectúe de los resultados de los comicios, de la idea que tenga sobre la relación de fuerzas posterior a su descalabro en las urnas y de la psicología de los protagonistas es que tomará uno u otro camino. Los tres, como es lógico que así sea, presentan riesgos serios que sería inútil desestimar. Al mismo tiempo, cualquiera de las opciones requiere, a los fines de ser llevadas a la práctica, que se den determinadas condiciones y que la suerte haga su parte. Con esta otra particularidad fundamental: elegido el derrotero, no cabe dar marcha atrás y desandar los pasos para seguir una senda diferente. Los tiempos, en atención a unas elecciones decisivas que se sustanciarán en menos de cincuenta días, no son neutrales.
Llegados a este punto, echemos una mirada más de cerca a las alternativas. Hasta el momento, en ninguna de las ocasiones en que sufrió un revés de envergadura –y fueron varios– Cristina Fernández estuvo dispuesta a hacer un ejercicio de pragmatismo, distinguiendo con claridad las metas estratégicas que se había fijado de los instrumentos coyunturales susceptibles de ser utilizados por razones de necesidad y urgencia. Que fines y medios van siempre de la mano y que la receta para conseguir sus objetivos es inmodificable resultan verdades de índole canónica, entronizadas en el altar del kirchnerismo. Por lo tanto, una deriva hacia la ortodoxia económica, o algo semejante, no figura en los planes gubernamentales. Su derrotero histórico lo coloca a buena distancia de cualquier batería de medidas –financieras, sociales y específicamente políticas– que pusiera en tela de juicio los mandamientos populistas en los cuales sus mandantes creen a pie juntillas.
A estar a sus antecedentes, la segunda dirección parece ser, al menos hasta conocer los guarismos del 14 de noviembre, la más segura. Pensar que en un contexto como el presente y arrastrando el presidente de la Nación y su ministro de Economía semejante descrédito, podrían hallarse en condiciones de sincerar tarifas, alivianar el cepo, atemperar el control de precios y reconocer los errores cometidos durante la pandemia sería una muestra de ingenuidad. Nadie cree seriamente en una salida por el estilo. En cambio, la idea de disimular sus pujos hegemónicos, expresar en público que escuchará con atención y respeto la voz del pueblo soberano y prometer modificaciones en todos aquellos aspectos en los que hubiera fallado resulta un discurso fácil de desarrollar para Alberto Fernández.
El kirchnerismo no se ha apartado nunca de la senda que le fijó su fundador y es experto en repetir, sin solución de continuidad, el mismo libreto. Todo hace suponer, pues, que acentuará más aún los rigores del cepo cambiario y que inundará de billetes el país tratando de recomponer, en dos meses, una calamitosa situación económica y social, en buena medida responsabilidad suya. Solución, esta, de patas cortas, destinada al fracaso. Pero descartada la aplicación de un plan económico serio, solo le queda al Gobierno escoger entre el escalamiento de la crisis o el gatopardismo.
Convocar a una cruzada que tuviera como propósito “ir por todo” significaría un salto al vacío que, si desea recomponer su imagen y dar batalla en noviembre, no se halla en condiciones de ensayar. Llevar la actual situación a los extremos requeriría una fuerza de choque de la cual carece. La calle ya no le pertenece en su totalidad y no ha podido domesticar a la Justicia, como hubiese deseado. Por lo tanto, la prepotencia deberá, al menos de momento, archivarla y abrazarse a los faldones del conde de Lampedusa. Después, solo Dios sabe hacia dónde podrá salir disparado con una nueva derrota a cuestas y un ajuste económico de proporciones astronómicas por realizar.