De Córdoba la docta a Córdoba la paria
Las afirmaciones del Presidente sobre esa provincia escriben un nuevo capítulo de las excentricidades del oficialismo
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Atención diplomáticos extranjeros que recién llegaron a Buenos Aires y quieren entender el destino que les tocó (o el que nos tocó a nosotros), sobre todo el clima preelectoral y el funcionamiento local del federalismo. Va un dato esencial para evitar confusiones: en Córdoba gobierna el peronismo, no la coalición opositora Juntos por el Cambio. El gobernador, que se llama Juan Schiaretti, es peronista. Se preguntarán por qué, entonces, se armó tanto lío con lo que dijo el Presidente, también peronista, cuando le reprochó a Córdoba comportarse como si fuera una provincia independiente, autónoma, descarriada, que siempre hace la suya. O algo así. Sobre lo cual el gobierno aseguró después que había sido una fake news.
Efectivamente hubo una fake news. La produjo el gobierno al decir que lo que se le atribuía haber dicho a Fernández sobre Córdoba era una fake news. Carlos Caserio, un ex montonero que fue funcionario de Menem, el senador por Córdoba que sucedió a Miguel Angel Pichetto en la presidencia del bloque peronista-kirchnerista, tuvo la amabilidad de reproducir en un tweet las palabras precisas del presidente sobre Córdoba. En el tweet Caserio presenta: “basta de mentiras, el gobierno nacional nunca discriminó a Córdoba. Acá pueden ver el video completo, sin recortes malintencionados, de las palabras del presidente @alferdez”.
El video muestra a Fernández hablándoles de pie a un grupo de dirigentes peronistas cordobeses que lo rodea. Les dice: “mi gratitud personal, yo sé que es un terreno hostil, pero hace falta de muchos cordobeses y cordobesas como ustedes para que Córdoba de una vez por todas se integre al país, para que Córdoba de una vez y para siempre sea parte de la Argentina y no esta necesidad de siempre parecer algo distinto”. A lo cual agrega que tiene la convicción de haber cumplido con la promesa de campaña de no discriminar a Córdoba.
Fernández no sólo cumple sus promesas de campaña sino que siempre es fiel a sí mismo: como de costumbre, su discurso luce enfático, contradictorio, enrededado y jactancioso. “Lo único que sé –cierran los dos minutos veinte que tuiteó Caserio- es que nosotros tenemos razón en lo que decimos”.
Para cuando sostuvo que no discriminó a Córdoba ya había dicho que la provincia no está integrada al país y que necesita de una vez por todas ser parte de la Argentina, lo que claramente supone entender que hoy no es parte de la Argentina. Diagnóstico secesionista poco habitual en un presidente, aún el presidente que antes ya había estado practicando –cacofonía inevitable- destrato con otros distritos. A la ciudad de Buenos Aires le dijo opulenta y le sacó una tajada de la coparticipación (pasó del 3,5 por ciento de los recursos transferidos al 1,4 por ciento). A Río Negro, acechada por grupos terroristas seudo originarios, le negó la Gendarmería. Con Córdoba hay una legendaria tirantez también relacionada con lo que la provincia aporta a la producción nacional y lo que la Nación le saca en impuestos (como lo explicó Sergio Suppo esta semana), aunque ningún presidente había dicho hasta ahora de una provincia que ella no era parte de la Argentina. O por lo menos no lo dijo sin mandarle al mismo tiempo la intervención federal. En el pasado las intervenciones se usaron muchas veces para someter a gobiernos provinciales de distinto color político. Eso no es nuevo. Lo nuevo es enojarse con una provincia entera sin que se conozca el objetivo buscado.
Un neocelandés, un austríaco o incluso un guatamalteco tal vez preguntarían por qué discuten en términos tan extremos el gobernador y el presidente siendo ambos del mismo partido. Bueno, miren, la cosa no es tan simple. Por empezar no es recomendable usar en estos análisis la palabra partido. El peronismo, en torno del cual gira la política argentina, no es un partido, tampoco una coalición como a veces se pretende.
Lo que sucede es que para la ley, sólo para la ley, el Frente de Todos sí es una alianza, aunque probablemente nadie más que el apoderado y los jueces electorales esté en condiciones de recordar quiénes la forman. Son 17 partidos. Entre ellos, el Frente Grande y el Partido Intransigente. Hay uno que se llama Partido Instrumento Electoral por la Unidad Popular. Fuera de las facciones peronistas el grupo más parcelado es el marxista: a falta de uno, tres partidos comunistas integran el Frente de Todos que hoy gobierna el país. Pero bajo la experimentada batuta vicepresidencial, que según normas ad hoc está por encima del nivel presidencial, el que no es peronista reconocido no pincha ni corta.
Esto es lo primero que debería saber un diplomático extranjero acreditado en Buenos Aires para poder entender lo demás: en la Argentina, en todos los órdenes la normativa va por un lado y la realidad por otro, desdoblamiento agravado cuando se trata de políticos, que son, paradójicamente, los que fabrican las leyes. A los que serían partidos se los llama espacios, aunque la palabra espacio no aparece en ningún texto legal.
El más espacioso de los espacios es el peronismo. Que tiene también una versión partidaria, el PJ, casualmente presidido por el presidente Fernández, todo lo cual tiene escasa importancia. Importa poco la organicidad: toda institucionalidad argenta es de bajas calorías. El peronismo funciona como una cultura política más litúrgica que orgánica. Movimiento en el que coexisten las más variadas expresiones ideológicas, inventariarlo no sería difícil si no fuera porque esas expresiones además de diversas son dinámicas. Las mismas personas pueden actuar como neoliberales una década y autopercibirse progresistas en la década siguiente para denunciar por apátridas a los neoliberales de la década anterior que destruyeron al país. La política se tutea con la metafísica. Para mayor complejidad, en el seno del peronismo se desarrolló este siglo el kirchnerismo, que a ratos funciona como una facción interna dominante y a ratos como una fuerza externa adosada, la cual a su vez desplegó su propio apéndice, la Cámpora.
Las mismas personas pueden actuar como neoliberales una década y autopercibirse progresistas en la década siguiente para denunciar por apátridas a los neoliberales de la década anterior que destruyeron al país
Perdón a los lectores nativos que incorporaron estas extravagancias de la argentinidad por el método vivencial junto con la Cindor y el alfajor de chocolate, pero estamos tratando de imaginar las dificultades de comprensión de un observador de afuera interesado particularmente en el detalle de un presidente que cinco días antes de una elección dice que una de las provincias más grandes, de las más ricas, de las más influyentes, no está integrada al país.
El contador Schiaretti, quien en su juventud perteneció al peronismo de izquierda y con el menemismo fue secretario de Industria y Comercio, exhibe un perfil más economicista que el promedio de los gobernadores. Podría describírselo como un productivista. En su condición de político tal vez merece ser catalogado de peronista nato, es decir, un pragmático. Y como todo buen cordobés, cordobecista. Amparados en el provincialismo visceral, precisamente, sus juegos de cintura guardaron cierta naturalidad a lo largo de los años. En distintos momentos Schiaretti se acercó o se alejó de los Kirchner, aunque la impronta antikirchnerista de Córdoba no dio para mucho, y luego tuvo etapas en las que se entendió muy bien con Macri.
De Fernández pareció tomar distancia, pero los diputados cordobeses, determinantes para un oficialismo ajustado, favorecieron en más de una ocasión a la Casa Rosada. Ahora Schiaretti convirtió el distanciamiento en confrontación abierta porque terminó de advertir en las PASO que un fuerte triunfo de Juntos por el Cambio ahogaría su fuerza provincial. A los ojos de alguien no avisado parece el más férreo opositor del interior, entre otras cosas por lo que Córdoba, una de las ocho provincias que el domingo renuevan senadores además de nueve diputados, significa en la política y en la historia.
Cuando Alberto Fernández habla de la necesidad de Córdoba de parecer siempre algo distinto se refiere al pertinaz antikirchnerismo de los cordobeses (y de las cordobesas, aclararía él). Singular no sólo por ser esta provincia uno de los cuatro mayores distritos del país sino por llevar 22 años en manos peronistas. Fernández no debe ignorar que Córdoba “la docta” no pareció destacarse en la historia sino que se destacó. Lo hizo de de mil maneras, desde la Reforma Universitaria hasta el Cordobazo, desde el gobierno de Amadeo Sabattini en plena época del fraude al polo industrial y el sindicalismo revolucionario, también desde la cuna del golpe del 55 hasta el Navarrazo (el golpe de estado policial convalidado por el presidente Perón, que desalojó al gobernador peronista Ricardo Obregón Cano y al sindicalista Atilio López, sustituidos por un interventor).
Pero el fastidio presidencial es con una Córdoba personalísima que se diferencia por sostener al peronismo provincial y rechazar al kirchnerismo nacional, vaya herejía. Si Fernández entiende que para integrarse a la patria hay que votar al Frente de Todos, lo más probable es que el domingo crea estar viendo la República de Córdoba.