De cómo visité París sin proponérmelo
Caía la tarde sobre el Egeo. Tras varios días de trabajo intenso, descansaba, tomaba café y charlaba con tres periodistas, dos australianas y un inglés. El inglés me ayudaba con la pronunciación de las australianas. Un rato después, de mala gana, junté mis cosas y me tomé un taxi al Eleftherios Venizelos. Volvía a casa. O eso creía.
Encontré el mostrador de Air France desierto. Me llamó la atención. "Estaré llegando temprano", especulé, y me acerqué a la empleada. Con alguna suspicacia tomó mi reserva, la leyó, me miró, volvió a la documentación, me devolvió los papeles y soltó:
-Your plane has just left.
Ah, caramba. Despistado incorregible, había leído mal la hora del vuelo y ahora estaba varado en Atenas. "Tu avión acaba de irse." Respiré hondo y calculé mis opciones. Pocas, casi seguro. Recorrí los mostradores de líneas aéreas de las que jamás había oído hablar y pregunté por vuelos a París. Me ignoraron o se rieron. Una chica me dijo que no, que nada.
Volví a Air France. Me informaron que a las 6 de la mañana salía el otro vuelo diario a París, que me acercara, que quizá tuviera suerte. Les agradecí y fui a un pequeño quiosco que había cerca de la salida, en el que podías contratar un hotel y donde te aconsejaban compartir el taxi con otras personas, para reducir el costo. Me tocó viajar con la azafata de una línea aérea griega. La noté rara. Afligida.
-¿Estás bien? -le pregunté.
-No. Mi avión se prendió fuego al carretear en Creta, hace unas horas, estoy en shock.
No supe qué hacer. Ella sí. Me abrazó y se puso a llorar a moco tendido. Intenté confortarla y le fui sacando información. No había habido víctimas y ahora regresaba a casa de sus padres. No podía hacer mucho más por ella. Tal vez le hizo bien llorar, porque se bajó del taxi casi sonriendo. "¿Algo más, Torres?", me pregunté, camino de mi hotelito.
Al día siguiente la suerte se puso de mi lado y un pasajero faltó a la cita. Quizá se quedó tomando café hipnotizado por el Egeo. Muy pronto volaba de regreso a París. Pero quedaba un problemita. Mi conexión a Buenos Aires despegaba en 14 horas.
Después de verificar 356 veces que el horario estaba bien, decidí que no iba a pasarme 14 horas sentado a 25 kilómetros de una ciudad que siempre había querido caminar. Al menos, caminar. Así que cambié dólares por francos y busqué una salida. Encontré dos. En una había varios uniformados de guardia, dándome la espalda. La otra estaba desierta. Salí por ahí con mi mochila al hombro y me encontré con una parada de micros. Dos minutos después llegó uno que decía Al Arco del Triunfo. Me subí, pagué el pasaje y 40 minutos después me apeé ahí donde arranca Champs-Élysées. Era otoño y se nublaba, lloviznaba y volvía a salir el sol. En un café devoré una baguette inmoderada. Luego enfilé para el Louvre. Quería llegar al Louvre.
A la altura del Grand Palais se largó a llover. Para guarecerme, me senté en un banco, junto a una viejita, al reparo de los castaños de Indias.
-Tiempo loco -dijo la viejita, señalando el cielo.
Le contesté Oui, pero ni me miró. Cuando escampó seguí viaje. En el puente de la Concordia pude ver el Sena de frente y lo saludé. A lo lejos se divisaba la Torre Eiffel. Me di cuenta de que estaba muerto de sueño. No era parte del plan, pero me dormí una siestita en un banco al lado de L'Orangerie. Fue la siesta más top de mi vida, lejos.
Una hora después me despertó un cuervo, indignado. Me puse de nuevo en marcha. Atravesé las Tullerías, pasé por la Place du Carrousel y tenía el corazón en la boca al acercarme al Louvre. No había sacado entradas ni me alcanzaba el tiempo, pero fui hasta la puerta del palacio y le prometí volver. Tardaría diez años y seis meses en cumplir con mi palabra.
Al atardecer tomé el micro de vuelta. Me dejó en la misma puertita huérfana. Los uniformados seguían de guardia, dándome la espalda, despreocupados. Todo esto ocurrió en septiembre de 1999, en un mundo que ya no existe.