De ciberestrellas y otros simulacros
Por José Luis Sáenz Para La Nación
El cine de Hollywood está a punto de lanzar al mercado a su nueva estrella: "la doctora Aki Ross", algo así como un gólem virtual creado por computación, que protagoniza un film que se anuncia como un avance tecnológico sin precedentes. Para su realización, la industria cinematográfica invirtió cien millones de dólares, que sin duda ha de recuperar con creces, dada la moda o afición actual por este tipo de novedades. Antes del promocionado estreno, la supermujer virtual o estrella cibernética ya fue presentada en sociedad a través de una revista sexy como chica de tapa, donde semidesnuda en biquini logró desplazar a las más cotizadas modelos de carne y hueso. "El primer deber en la vida es ser tan artificial como sea posible", aconsejaba Oscar Wilde a los jóvenes en 1894. Y un siglo después se está alcanzando el objetivo.
Pero por cierto esa tentación de crear o aparentar crear otros seres humanos al margen de la antiquísima y por ende no tan meritoria procreación natural tampoco es nada nuevo. A lo sumo varían los métodos empleados para el simulacro.
Ya desde los tiempos de Grecia y Roma clásicas se intentaron rudimentarios autómatas movidos por mecanismos interiores de relojería. Alberto Magno, o sea, el doctor universalis San Alberto de Colonia, además de las paráfrasis aristotélicas creó en el siglo XIII un autómata de bronce que saludaba, abría la puerta, decía algunas palabras, y por sobre todo le dio al insigne dominico fama de mago o hechicero. También Descartes creó en el siglo XVII un autómata con figura de mujer, su "hija" Franchina, que asustó tanto al capitán de un barco que ordenó arrojarla al mar. Pero eran juegos, es decir, el entertainement de entonces.
Mecanismos de relojería
El siglo XVIII conoció al mecánico francés Jacques de Vaucanson, que además de máquinas de tejer creó un flautista, un fauno de madera que ejecutaba hasta doce piezas distintas con su flauta, movía los dedos y tenía en la boca una válvula con forma de lengua que administraba la entrada del aire. Al morir, Vaucanson tenía en preparación un autómata en el que se veía todo el mecanismo de circulación de la sangre.
Más curioso aún es el caso de Wolfgang Kempelen, que creó un "jugador" de ajedrez que sentado ante un tablero llegó a disputar partidas con el mismísimo Napoleón I y con Catalina II, aunque no faltó algún escéptico que dijese que adentro se escondía una persona. Aquel barón de Kempelen también compuso una máquina de hablar con la voz de un niño de cuatro años. Y detengamos aquí esta enumeración, pues sería interminable.
Al margen de los mecanismos de relojería, y ya no como juegos, tenemos célebres casos de magia y de fantasía. Mágicos o milagrosos como el gólem creado por el rabino Judá León, en la Praga del emperador Rodolfo II, por medio de fórmulas cabalísticas. Y de literatura fantástica como el del Frankenstein de Mary Shelley, que en 1818 propuso un monstruo con retazos de cadáveres y corriente eléctrica, gestado por alguien también "sediento de saber lo que Dios sabe" (como diría Borges de su antecesor, el rabino).
Ahora, a falta de magia o milagros, los autómatas mecánicos han dado paso a los autómatas electrónicos que privilegian lo que se ve, es decir, la imagen, verdadera protagonista de nuestra época a través de los medios de comunicación. Así se largan al ciberespacio estas autómatas sensuales, creadas por computadora, que servirán con comodidad al cine, la moda y la publicidad sin pretender sueldos ni hacer problemas de cartel. Según el director del film, el japonés Hironobu Sakaguchi, no son "ni dibujo animado ni artistas en vivo, sino algo intermedio". Es decir, ni reales ni fantásticas, sino virtuales. Simulan existir, pero son solo una mera imagen de algo que ni siquiera es real.
Para obtenerlas, se captan movimientos usando actores que contribuirán a generar la ficción, pero que desaparecerán una vez que se aíslen sus movimientos en el programa de la imagen virtual. Todo contribuirá así a que esa imagen, ese cibergólem, llegue a hablar, llorar, correr, hacer el amor, y todo lo que se quiera, excepton una cosa: ser, existir.
Aunque todo parezca juego
De todos modos, sabemos que nadie es o existe en una pantalla, que allí solo está su imagen. Pero antes sabíamos que era la imagen de alguien que existía. Ahora ya ni eso. Y así se va borrando la frontera entre lo real y lo artificial en la cultura de masas.
Tuvimos algunas figuras pioneras, como Michael Jackson, que al mismo tiempo era hombre y mujer, negro y blanco, como un permanente mutante, de una maleabilidad de imagen que parecía reinventarse a cada nueva aparición, como un ser virtual y no humano.
Si pensamos que la tecnología informática también retoca digitalmente la imagen de los seres reales, llegamos a la enajenante conclusión de que hay más capacidad hoy para fabricar supercherías que para detectarlas. Claro que por ahora todo no pasa de entertainement . Pero entretanto este juego nos habitúa a ver como existente lo que no existe. Para colmo, en un mundo como el actual, donde la imagen termina siendo más importante que la realidad misma, y quizás por eso se divorcia a ambas.
Son muchos los que hoy se desviven por la imagen hasta olvidarse de leer o pensar: total, eso no es imagen, no se ve, no existe. Así seguimos asistiendo a la deificación de la imagen, la gran privilegiada. Aunque esté vacía. Aunque todo parezca juego.
Recordemos las sensatas palabras de Norbert Wiener, que, desde el campo de la cibernética, nos alertó: "Dejemos al hombre las cosas que son del hombre, y a las computadoras las cosas que son de ellas, en una política tan apartada del adorador de artificios como del hombre que ve tan solo blasfemia y degradación en el uso de ayudantes mecánicos para pensar".