De Agostini, el padre del sur argentino
Entregamos aquí fragmentos salientes de Monseñor Patagonia (El Elefante Blanco), el libro póstumo de Germán Sopeña
"Voy llegando a mi destino, Punta Arenas. ¿Cómo será esa ciudad casi en el fin del mundo? ¿Cómo será el colegio que me espera? ¿Y cómo serán esas montañas de Tierra del Fuego y de Patagonia que se adivinan desde la borda del barco?" Alberto María De Agostini, joven sacerdote salesiano de 26 años, podía repetirse estas palabras una y otra vez mientras el largo viaje desde Italia llegaba por fin a su conclusión, navegando lentamente por el riesgoso estrecho de Magallanes.
Apoyado en la borda, De Agostini no hace caso del aire frío. Está acostumbrado a los Alpes y recibe las ráfagas heladas casi con placer. Es como sentirse en su elemento. Y se inclina un poco más sobre el vacío, queriendo adivinar más allá de lo que alcanzan sus ojos. El primer contacto con los misterios de la Patagonia comenzó a atraparlo casi sin darse cuenta.
Los restantes pasajeros prefieren el reparo más confortable del interior de la cabina. Pero De Agostini sigue allí, bebiendo a la vez el aire marino y el viento que viene siempre del Oeste y choca con el continente. Su experiencia no lo engaña: esas masas de aire son las que también deben soplar en las alturas que imagina, ocultas por la distancia y las brumas del confín de dos océanos.
Aquel era un momento de múltiples preguntas y casi ninguna respuesta precisa. Y lo que De Agostini no podía imaginar era hasta qué punto el lejano final del continente sudamericano no era sólo de destino en ese viaje, sino que se convertiría, casi misteriosamente, en el gran destino de su vida.
Venía imbuido de la misión y el sueño del fundador de su orden, el ya célebre Don Bosco, que había tenido una noche la extraña revelación que lo llevaría a proponerse la epopeya de crear colegios y misiones en la casi ignota Patagonia para transmitir educación y fe cristiana en esas regiones.
Pero latía en el interior del joven De Agostini otra veta profunda, casi mística por la fuerza y la convicción, que lo acompañaría por el resto de su vida: la del explorador y amante de las montañas.
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Corría 1910. Y la Patagonia era, ante todo, una palabra evocadora de misterios. De Agostini, ordenado sacerdote en 1909, hablaba poco y reflexionaba mucho. Se diría que su personalidad y sus gustos parecían creados a propósito para integrarse naturalmente a ese mundo lejano, solitario, gigantesco y desconocido en gran parte.
El joven sacerdote traía consigo el deber cristiano de enseñar y transmitir la fe, pero incluía en su mochila espiritual lo que muy pronto lo elevaría a la categoría singular de sacerdote, explorador, geógrafo y eximio montañista a la vez.
Desde chico había conocido la pasión de la montaña. Nacido en Pollone, un pequeño pueblo piamontés, en el borde mismo de los Alpes, el 2 de noviembre de 1883, De Agostini se inició desde corta edad en el placer y el ejercicio de caminar por los valles rodeados de montañas. Aprendió así a descubrir las mejores sendas para buscar las alturas y a saber descansar la mirada desde lo alto para identificar lugares, ríos, poblados y, sobre todo, las cumbres circundantes.
Allí comenzó a forjarse, sin duda, su temperamento austero y reflexivo, su resistencia física casi incansable, y su mirada de águila escrutadora, capaz de ver a distancia y de captar lo esencial. Y si los hombres adquieren, con los años, hasta un aspecto físico y un aire indefinible que los identifica directamente con su actividad genuina, bien puede decirse que De Agostini, captado en esas fotos que lo muestran sereno, con la mirada penetrante y hasta con un rasgo aguileño en su cara delgada, se asemeja a los cóndores o a las águilas patagónicas, imbatibles por su poder de observación y su conocimiento de valles y alturas.
Era, también, el tipo de hombre al que no le hacen falta muchas palabras, porque descubre todo con los ojos. Y porque quiere descubrir siempre más, casi no tiene tiempo para detenerse en comentar el momento, porque aún no ha recogido todos los datos necesarios y por lo tanto correría el riesgo de hablar sin fundamento, antes de saber exactamente qué es lo que hay que decir.
Ese momento, el de contar, mostrar y explicar llegará a su tiempo. Para eso De Agostini sacará miles de fotos, acumulará datos desconocidos hasta su llegada, filmará con el arte de los grandes pioneros del cine y expondrá lo que sabe en su debida forma.
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"Vea el notable film del padre De Agostini sobre Tierra del Fuego en el cine habilitado en la escuela salesiana. Entrada libre y gratuita. Domingo próximo, a las 18 horas."
Era un domingo de 1940, en el pequeño pueblo de Colonia Piedra Buena, junto al comienzo de la larga desembocadura del río Santa Cruz en el Atlántico. Allí el cine era casi una novedad, y casi cualquier acontecimiento de carácter cultural giraba en torno del colegio salesiano local, donde el modesto salón de actos se transformaba en cine del pueblo.
Antiguos residentes aún lo recuerdan. "De Agostini venía cada tanto y siempre tenía tiempo para dar una conferencia, charlas para los alumnos, y mostraba fotos y películas", relata Ana Baleta, que conoció a De Agostini en aquellos años y mantiene fielmente grabada la imagen del sacerdote-explorador y apasionado por la Patagonia.
"Lo conocí, justamente, en el colegio salesiano de Piedra Buena. Hablaba bien el castellano, casi no tenía acento italiano. Era sereno como buen salesiano, y se notaba de inmediato su afán de misionero. Siempre quería enseñar algo, despertar la curiosidad de la gente. Muchas veces venía con el padre Federico Torre, que lo ayudaba con las fotos y las películas. Y también venía a Piedra Buena para encontrarse con otro colaborador que lo ayudaba mucho en los viajes, Amadeo Zampieri, que había sido cura pero al parecer se arrepintió y prefirió quedarse en Piedra Buena trabajando como administrador de una estancia cercana, de la familia Mc Kenzie. Zampieri es el que aparece en esa foto que vimos el otro día en el diario La Nación , junto a De Agostini ya viejo, con su cámara fotográfica, en Tierra del Fuego."
-¿Y cómo eran sus charlas?
-Apasionantes. Porque él hablaba de todo, no sólo de las montañas y los glaciares. Era un maestro natural.
-¿Venía mucho a Piedra Buena?
-Sí. Yo lo vi muchas veces. Creo que organizaba sus viajes desde esta zona, con el apoyo de las estancias de los Menéndez Behety y los Braun Menéndez. Ellos lo ayudaban para el transporte de sus equipos, a veces desde Piedra Buena y a veces desde Puerto Santa Cruz.
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Su afán era siempre didáctico y motivador. Mostraba lo que todos veían por primera vez con el inocultable deseo de inyectar a jóvenes o adultos la pasión por las montañas, por lo desconocido y por las maravillas de la naturaleza.
Todos sus documentos fotográficos y fílmicos son, aún hoy, impresionantes y casi únicos. Desde las imágenes del cabo de Hornos a bordo de un frágil barquito hasta sus audaces fotografías aéreas de los hielos y glaciares tomadas desde un pequeño avión en 1931, De Agostini acumuló una extraordinaria biblioteca gráfica sobre la Patagonia, con imágenes virtualmente únicas hasta entonces y que muy pocos -y a veces nadie- lograron repetir después.
Los afortunados espectadores de ese día en Piedra Buena -como los de cualquier otro caso similar durante muchos años- podían luego preguntar o comentar con el propio De Agostini lo que habían visto. La ocasión servía para despertar, acaso, un interés impensado en algún joven estudiante. Y también, en todo caso, para cumplir, a su manera, con su propio destino sacerdotal. Tras maravillar al público con imágenes patagónicas nunca vistas, De Agostini podía recordar, como era su deber, que allí podía verse la mano de Dios.
Sin plantearse dilemas innecesarios, De Agostini había descubierto a Dios en la naturaleza y viceversa. No tenía mejor explicación posible para transmitir la fe que mostrar el misterio de los ríos, las montañas y el mar. Y cuando ponía en marcha su proyector de cine blanco y negro en pueblos o ciudades de la Patagonia, en Buenos Aires, en Santiago, Chile, o en Italia, lo que hacía, en realidad, era decir lo que su mente pensaba todo el tiempo: "¿Quieren ver a Dios, saber de su misterio infinito? Miren la naturaleza, la geografía, las cumbres nevadas: allí está todo".
Y en la Patagonia, además, encontró todas las evidencias reunidas: montañas majestuosas, glaciares que hablan del pasado, ríos impetuosos, el mar austral de mil matices y las grandes soledades, donde es más fácil advertir cuán pequeño y frágil es cada ser humano, pero cuánto puede albergar en su mirada y sus reflexiones, a la vista de tales monumentos naturales.
Al colocar una cruz y una bandera argentina, por primera vez, en la cumbre del monte Olivia, en Ushuaia, en 1913, o al hacer lo mismo en la cumbre del cerro San Lorenzo (Santa Cruz), en 1943, De Agostini no sólo tenía la satisfacción de haber alcanzado una extraordinaria meta como montañista, sino que estaba plenamente consciente de haber cumplido con su verdadero destino, el de descubridor de montañas y el del misterio de la creación al mismo tiempo.
Si no hubiera sido sacerdote salesiano, si no hubiera sido montañista de alma, quién sabe cuál otro habría sido su destino. Como joven italiano del terrible siglo XX, quizá lo esperaba un final de guerras atroces. Lejos de las dos contiendas mundiales, impotente frente a los delirios totalitarios que costaron millones de víctimas, De Agostini, afincado en la Patagonia, cumplió allí el gran destino de su vida: descubrir, mostrar, enseñar.