Dante, creador de la comedia humana
Tal vez sea la imagen virtual de Borges leyendo la Divina Comedia en edición bilingüe, a bordo de un tranvía, camino de su trabajo. O el difuso recuerdo de lo que decía el ruso Osip Mandelstam: que la terza rima es una manera de respirar y Dante Alighieri, el mayor director de orquesta del arte europeo. O lo que aseguraba otro poeta, Ives Bonnefoy: que, dado que el protagonista se duerme en las primeras líneas, conviene leer el poema como si quien canta se estuviera perdiendo en la selva selvaggia del inconsciente. Por todo eso a Dante se lo puede sentir como alguien mucho más próximo a nosotros que el rígido poeta medieval por el que se lo tuvo durante casi todos los años que nos separan de su muerte (pronto, en septiembre, serán nada menos que setecientos). Dicho de otra manera: la mejor forma de acercarse a la Divina Comedia es perdiéndole el miedo. La erudición no es un punto de partida; en el mejor de los casos debería ser un punto de llegada.
"Sería interesante imaginar cómo retrataría Alighieri a nuestros contemporáneos, él, que no dudó en enviar a tal o cuál rincón del abismo a tantos discutidos de su época"
Sin obviar las dificultades teológicas y escatológicas del libro, fue Erich Auerbach uno de los críticos que mejor supo dejarlas por un rato entre paréntesis. En Dante als Dichter der Irdischen Welt (1929), un libro anterior a su clásico Mimesis, definió sorpresivamente al toscano como “poeta del mundo secular”. La contradicción del adjetivo recuerda que la cualidad “divina” del título fue un agregado posterior de Giovanni Boccaccio. Para Auerbach, Dante atraviesa en su obra el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso para, en ese movimiento, retratar por primera vez en la historia a la gente de manera de verdad individual: aunque están construidas con todos los datos concretos de su paso por la tierra, dice Auerbach, las muchas almas con que se cruza Dante “muestran una concentración y actualidad que seguramente no le revelaron nunca a nadie en su vida mortal”. La Divina comedia es entonces también una colosal comedia humana.
Sería interesante imaginar cómo retrataría Alighieri a nuestros contemporáneos, él, que no dudó en enviar a tal o cuál rincón del abismo a tantos discutidos de su época. El Inferno es, de los tres libros, el más estremecedor y poblado. Están Paolo y Francesca (adúlteros, aunque símbolos del amor), pero también Ugolino royéndole la nuca a Ruggeri por toda la eternidad y, entre tantos más, los violentos del séptimo círculo.
Arno Schmidt no le tenía simpatía a Dante: decía que sus cantos infernales habían previsto, sino inventado, los campos de concentración. La frase del escritor alemán –reflejo del natural odio que le despertaba la atroz Segunda Guerra de la que le tocó obligadamente participar– es una transpolación polémica. De todas maneras me permite entender porque desde hace tiempo prefiero la expiación del Purgatorio a los brutales castigos del Inferno y también – dicho sea de paso– a la luminosa beatitud del Paradiso. ¿Por qué? Por los personajes que habitan ese monte, tanto más amables y distraídos, tanto menos pasionales y tóxicos. En el Purgatorio está el escultor florentino Belacqua, encarnación de la pereza con el que tanto se identificaba Samuel Beckett. La descripción enlentecida con que saca la cabeza de entre las piernas para observarlo a Dante (ver el canto IV) preanuncia en una línea, se diría, toda una tradición moderna. También están más adelante en la obra los poetas, que son legión: su amigo Guido Guinizelli le señala a Dante con el dedo al miglior fabbro, Arnaut Daniel, que le responde durante un puñado de versos en provenzal. Es un homenaje admirativo, que paraliza el aliento y que, dada la condición de extranjero de Daniel, no contradice lo escrito antes en unos versos del canto XI. Ahí Dante había anunciado la revolución poética que él mismo produciría: después de la gloria de la lengua de los dos Guidos (Guinizelli y Cavalcanti) quizá ya nació, dice sin nombrarse a sí mismo, “chi l’uno e l’altro caccerà del nido” (“quien a uno y otro echará del nido”). ¿Hay algo más contemporáneo que esa seña encriptada, puesta ahí para nuestro asombro de hoy?