Las cajas del Dakar están acomodadas en un estante bajo el televisor. Florencio pinta uno de estos instrumentos musicales cada año. Logo en rojo, nombre en amarillo y año en verde; son los colores de la bandera nacional. Empezó en 2014, cuando el rally llegó a Bolivia; la caja de 2018 todavía se está secando en la única ventana de la casa, que da a un generoso alero de chapa. Más allá, los sembradíos, los cerros, los animales, la vida agrícola y pastoril a 3300 metros de altura.
Florencio no alcanza la treintena. Nació y vive en una de las comunidades que rodean al pueblo de Tarabuco, en el departamento de Chuquisaca. Ahí nomás, al frente de su casa de una habitación y una ventana que comparte con su esposa y sus tres hijos, tuvo lugar el combate de Jumbate. Fue en marzo de 1816, entre tropas realistas y guerrillas indígenas locales; Florencio cubrió la pared exterior, la del alero y la ventana donde se seca la caja del Dakar 2018, con un mural que recrea la batalla que ganaron "nuestros abuelitos".
Durante un tiempo hizo visitas guiadas al campo de hostilidades. Se ataviaba con las prendas que distinguen a un tarabuqueño de cualquier otro grupo étnico: montera de tipo español, pantalones blancos de tres cuartos, poncho con gradaciones de colores vivos, sandalias de cuero. Ya no. La changa se acabó con los recortes municipales. En su perfil de Facebook nunca viste ropas tarabuqueñas; va de paisano y se presenta como investigador mineral y arqueológico. Trabaja con maquinaria pesada para el gobierno departamental; aprendió a usar la retroexcavadora como migrante en el Gran Buenos Aires. Cava zanjas, pavimenta rutas, despeja caminos, lo que le manden.
Ahora Florencio fuma sentado en la cama que también es sillón, en el dormitorio que también es recibidor. Las cajas, bajo el televisor, están flanqueadas por un afiche de Evo Morales y por otro de la Virgen de Copacabana. La casa no tiene baño y tampoco tienen baños públicos en la comunidad. Para orinar hay que ir atrás del gallinero y, para lo otro, un poco más lejos. Pero la casa sí tiene una antena de Entel que se conecta con el satélite Tupac Katari y sintoniza Fox Sports. Ahí pasan los resúmenes del Dakar, explica Florencio, con la mejilla henchida por el bolo de coca. Luego se lamenta porque este año el gobierno no lo llevó a bailar el Pujllay a la competencia. Más recortes, menos changas.
Tótem y política
Las publicidades dominan aeropuertos y terminales de buses. También el teleférico paceño, las autopistas y avenidas, oficinas gubernamentales, diarios y folletos: "Vive la pasión Dakar en el corazón del sur". El primer monumento oficial que se encuentra en Bolivia si se ingresa por Villazón, a excepción de un carretón de la batalla de Suipacha más bien relegado, es un monolito dedicado al Dakar. Ni Bolívar ni Azurduy; el Dakar. El mismo tótem, mucho más grande, se yergue en el Salar de Uyuni; ya se volvió la fotografía obligada.
Las tiendas de souvenirs ofrecen todo tipo de baratijas conmemorativas. El logo está en camionetas costosas de élites adineradas y en cacharros desvencijados destinados al transporte público. Los tótems de piedra o de telgopor inundan plazas y alcaldías. En cualquier ciudad o pueblo pueden verse grafitis y murales. En 2015 un muchacho hizo un esténcil del beduino en la puerta de su casa de la callejuela paceña Melchor Jiménez. En diciembre lo borró porque su madre es enfermera.
El Dakar es un hecho político para fijar agenda, un soporte propagandístico partidario, un blasón del gobierno nacional para azuzar el más rancio patrioterismo deportivo. Esta edición estuvo precedida por una huelga de personal de la salud que duró más de 40 días. Ciudades como Sucre y Santa Cruz se empapelaron con carteles caseros de "Yo apoyo a mi médico". En las protestas callejeras los manifestantes cantaban: "No queremos Dakar, queremos hospitales". El presidente y sus ministros denunciaban que los médicos querían tumbar al Dakar para tumbar al gobierno. Luego venía la represión: había que despejar el camino para competidores y cámaras de televisión.
Un sastre de la calle Bustillos, en Potosí, colgó un afiche con el beduino tachado; dijo que se cansó de que haya más circo que pan. Un encumbrado funcionario de Santa Cruz, de pie en el hall de la Casa de Gobierno, bajo el críptico eslogan departamental de "Ni te imaginás", aseguró que no pensaban auspiciar ese capricho de Morales. En la Plaza 14 de Septiembre de Cochabamba, frente a un camioncito con música de Los Kjarkas y la consigna "No es no", se juntaban firmas para que se respete el referéndum que rechazó la re-re-reelección de Morales; junto a la firma, algunos agregaban "No al Dakar".
Muchísimos se agolparon en los puntos de partida y llegada, aplaudieron, ondearon banderas, vivaron al presidente. Un funcionario de Oruro repitió la muletilla: "¿Como somos indios no podemos tener Dakar?".
Desplazamientos
El Rally París-Dakar nació en 1978 como puesta en escena de las aventuras de exploración colonialista del periodo de entreguerras. Los corredores salían de París y marchaban 10.000 kilómetros a campo traviesa hasta Dakar, capital de Senegal. Los guiños narrativos resultaban traslúcidos: el viajero que abandona el centro urbano y cosmopolita de la moderna civilización europea para sumergirse en el territorio exótico y subalterno de las antiguas colonias africanas.
El viaje suponía un desplazamiento por un espacio cultural discontinuo y estanco. Se dejaba un universo concluso y cerrado ("París") y se ingresaba en otro universo igualmente concluso y cerrado ("África"). En 2009 la aventura colonialista encontró un nuevo espacio homogéneo y subordinado: "Latinoamérica". Por supuesto, esta versión esencialista de la cultura es una falacia, pero como espectáculo audiovisual de otredad funciona de maravillas.
Ahora el Dakar terminó. Florencio coloca huevos envenenados sobre los postes del gallinero porque sus perros saquean los nidos por las noches. No quiere matarlos, dice, sólo escarmentarlos. La caja de 2018 ya está seca. Descansa junto a las demás, entre los afiches de Morales y de la Virgen, en la casa con el mural de la batalla de 1816 y la antena satelital de Entel que lleva las trasmisiones de Fox Sports al tarabuqueño que aprendió a usar retroexcavadoras en el Gran Buenos Aires.
La identidad social colectiva de un grupo étnico originario nunca es homogénea, estanca ni conclusiva como en el show deportivo y político del Dakar. Es compleja, inacabada, contradictoria, en permanente transformación y negociación. No está detenida en algún tiempo histórico idealizado; tampoco se acopla a las expectativas de los centros hegemónicos de producción discursiva. No lo hace, ni tiene por qué hacerlo.
Florencio se viste y baila para celebrar, recordar o divertirse, para ganarse unos pesos gracias al turismo, el gobierno o el partido político. El Dakar, la meada matutina tras el gallinero, Facebook, la memoria de los abuelitos, el empleo gubernamental, las migraciones, el arraigo y el desarraigo, las changas, las estrategias de supervivencia, las convicciones, las oportunidades: todo forma parte de un universo coherente, aunque jamás cerrado, esencialista ni uniforme. El vestido y el baile, lo que se ve al costado de las tarimas donde los dignatarios reciben a los corredores, es una de las formas que adopta esa cultura compartida. Pero no la agota, ni la subsume.
Motores y política
En enero de 2010 el presidente Evo Morales fue al cine. Hacía décadas que no pisaba una sala, así que se trató de un pequeño gran acontecimiento. Eligió, o su hija eligió por él, Avatar, el tanque hollywoodense de James Cameron. A la salida de la proyección, Morales comentó que la película era "una profunda muestra de la resistencia al capitalismo y la lucha por la defensa de la naturaleza". Pudo haber dicho cualquier cosa. Elogiar los efectos, la música, la trama, la dirección; sin embargo, sumó la película a su narrativa política: la baratija pochoclera de la gran industria cultural estadounidense representaba, para él, su propia "lucha por la protección de la Madre Tierra y contra el capitalismo".
Algo así ocurre con el Dakar. A comienzos del siglo XXI el discurso público hegemónico de Bolivia se sumó a los movimientos antiglobalización, explotó el vínculo entre medio ambiente y cultura indígena, ensayó variados gestos anticapitalistas y antiimperialistas y privilegió el relato de la descolonización. Hasta se creó un Viceministerio de Descolonización y el reloj de la cúpula del Congreso tiene los números invertidos y gira hacia la izquierda como "una clara expresión de descolonización", según un diputado. Incorporar al Dakar en esta narrativa y darle el estatus de gesta patriótica es, por lo menos, una proeza de la retórica política contemporánea. "Queremos alzar nuestra voz de protesta, ante un gobierno de mentalidad y accionar colonizados, que mediante el presidente Evo Morales gestionó el paso del Dakar por territorio nacional, convirtiéndose en cómplice de un evento impulsado por empresas automovilísticas, petroleras, transnacionales poderosas y entidades bancarias", proclamó en 2014 el colectivo feminista Mujeres Creando. El antropólogo y sociólogo de origen aimara Esteban Ticona señaló en 2017 que el Dakar es "una muestra de que el colonialismo sigue siendo un fortín en el mundo" y se preguntó cómo enfrentar "estas formas de colonización deportiva", cómo "apostar por la descolonización". En diciembre, la escritora cruceña Liliana Colanzi aprovechó la contundencia del tuit: "Ministerio de Culturas dejó de financiar a la FIL La Paz, redujo en 25% el premio nacional de novela, quitó representación boliviana en FIL Guadalajara, Buenos Aires y Frankfurt, y en cambio reforzó apoyo al Dakar. Descolonizame los ovarios".
A su vez, a comienzos de 2017, el entonces ministro de la presidencia y actual embajador en Cuba, Juan Ramón Quintana, sostuvo que el Dakar es "un acto de descolonización"; que quienes protestan contra la competencia están pagados por la embajada de Estados Unidos, que son los Almagro y los Pizarro modernos, "rufianes, sicarios políticos, lacayos del imperio", unos "colonizados" que no quieren que el pueblo boliviano se llene de orgullo nacional. Vaya, ¿y por qué no? Si Avatar es una muestra de resistencia al capitalismo, entonces el Dakar puede ser un acto de descolonización. O cualquier cosa que se necesite que sea.