Cynthia Ozick. La dama en el panteón de la literatura norteamericana
Cuentista, ensayista y novelista indiscutida, de 88 años, es autora de una obra tamizada por sus reflexiones sobre la vocación literaria y la identidad judía después del Holocausto; la publicación reciente de tres de sus obras en la Argentina es una oportunidad para (re)descubrirla
Como sabemos los lectores argentinos, los libros aparecen y desaparecen demasiado rápido de nuestras librerías. La avalancha de novedades termina empujando todo stock afuera de las mesas y los estantes más allá de su valor literario. Vayan a buscar, por ejemplo, las obras cumbres de Margarite Duras o David Viñas, de Virginia Woolf o José Donoso en su librería independiente favorita o una megatienda, por dar ejemplos aleatorios de escritores necesarios y que da gusto leer y releer.
Esta observación, o queja, apunta a señalar algo positivo y a advertir que ahora mismo los lectores o lectoras entusiastas están en condiciones de abastecerse con un puñado de los mejores títulos de una gran escritora estadounidense que, a los 88 años, aún persigue lo que ella misma ha reconocido como una condena tanto como un don o un regalo: el deseo de escribir, de ser escritora.
Estamos hablando de Cynthia Ozick, cuentista, ensayista literaria y novelista. Para sus lectores fieles no requiere ninguna introducción ni sonará como una exageración afirmar que es una de las mentes literarias más lúcidas y contundentes del último cambio de siglo. ¿Ya es ésta una categoría oficial? ¿Escritores que han publicado obras contundentes tanto en el siglo XX como en el XXI? Si lo es, Ozick está incluida.
Para los que están por inciarse en su escritura, están disponibles ahora en traducción al castellano sus formidables Cuentos reunidos (Lumen); su gran y extraña novela Los papeles de Puttermesser (Mardulce) y una colección fundamental de ensayos titulada Metáfora y memoria (Mardulce). Estos tres tomos, justamente en la tríada de géneros sobre la cual ejerce su maestría Ozick, son la mejor introducción posible a esta mujer de letras cuyas preocupaciones centrales son la naturaleza de la vocación del escritor y las influencias literarias, y el significado moral, político, filosófico y artístico del Holocausto y la identidad judía. En la obra de Ozick entran memorias de su infancia, paisajes de Nueva York, deseos cotidianos, viajes. En fin, la vida entera filtrada por el arte de una sensibilidad particular. Y además Ozick, hay que subrayarlo, es de la secta de escritores que quiere creer en la literatura como una religión absoluta, por encima –pero integradora– de todas las creencias y actividades humanas.
No se puede vivir sin poesía
Cynthia Ozick nació en 1923 en la ciudad de Nueva York. Su madre había nacido en Rusia de padres inmigrantes y su padre, también ruso, se fue los Estados Unidos a los 21 años para escaparse de la persecución zarista. Dueños de una farmacia, se instalaron en el barrio del Bronx cuando aún tenía un tinte agreste. La segunda hija de sus padres (tiene un hermano mayor de quien heredó a los ocho años el escritorio que aún conserva y sobre cual escribió la mayoría de sus obras), Ozick estudió en las escuelas públicas de la ciudad. En su año preescolar sufrió ataques antisemitas, entre otras cosas por no cantar las canciones navideñas. Fue gran alumna, activa en múltiples actividades en su escuela –sólo para mujeres–, todas vinculadas con escribir y editar. Dice que su inquebrantable vocación de ser escritora apareció en el mismo momento en el cual supo que era un ser consciente. O sea, en su primerísima infancia.
De niña se abastecía de libros entregados semanalmente por una biblioteca móvil. Era un camión verde que llegaba todos los viernes. Los niños venían en hordas y los bibliotecarios tiraban sobre el pasto cajas de libros y revistas. Tenían permiso de llevarse uno de cada uno y la pequeña Ozick siempre había leído su parte en el mismo día. Como muchas jóvenes con destino literario, entre las primeras lecturas que la impactaron estuvieron Jane Eyre de Charlotte Brontë y Mujercitas de Louisa May Alcott. A los 15 años leyó los poetas románticos ingleses y guarda esa memoria como una de las experiencias más impactantes de su vida. Ha dicho: "Vivir sin poesía es, en realidad, nunca haber vivido".
Estudió latín y también alemán. El segundo por una mera casualidad. A los alumnos castigados por reprobar álgebra se los mandaba a aprender la lengua de Goethe, Schiller y Heine. Ozick los leyó, fascinada, sin advertir en el momento una catastrófica ironía. Años después, este oasis de plenitud inconsciente se terminó cuando hizo el cálculo y se dio cuenta de que ese tiempo había coincidido con los cuatro años de la Segunda Guerra Mundial y, más desesperante para ella, con la vida de Anna Frank, quien para Ozick sería una de las grandes escritoras del siglo XX.
El alemán que tanto amaba de pronto le resultó fétido en la boca. En una videoentrevista disponible en YouTube, "Conversation with Cynthia Ozick", la autora dice: "Cuando miro para atrás hacía esos años y veo de 1942 a 1945 me quedo desconcertada por mi felicidad y por lo que pienso de las chimeneas en Europa de ese momento. Esta atrocidad del siglo XX, este evento transcendental del siglo XX, me ha atormentado y ha entrado en mi ADN."
El texto más famoso de Ozick es un brevísimo cuento titulado "The Shawl", o "El chal". Publicado en The New Yorker el 26 de mayo de 1980, tiene poco más de 2000 palabras. Cuenta la marcha forzada invernal de tres días de un grupo de presos judíos hacia un campo de extermino. Rosa camina con su bebe Magda envuelta en una manta, invisible a los soldados nazis. Al final del cuento, Stella, la sobrina de Magda, le quita la pequeña frazada a la beba para abrigarse ella misma. Magda, de quince meses de edad, se escapa de los cuarteles en búsqueda de su manta. La madre se da cuenta. Va a buscar el chal porque su hija ya está llorando. Piensa que si se lo muestra, aunque sea a la distancia, flameante como una bandera, eso la consolará y podrá llegar a salvarla. La última imagen del cuento –la niña, un soldado nazi, una reja electrificada– es desgarradora.
Como el resto de su obra, este cuento fue escrito y publicado con plena conciencia del dictamen de Theodore Adorno: "No puede haber poesía después de Auschwitz". La imagen final viene de un testimonio de la enorme crónica El auge y caída del Tercer Reich (1960) del periodista y corresponsal de guerra, William L. Shirer. El cuento mismo fue escrito muchos años después de que la autora leyera a Shirer. Y a diferencia de cualquier otro texto de Ozick, siemore armados laboriosamente, casi sílaba por sílaba, "El chal" salió abruptamente de su conciencia en un trance fluido ininterrumpido. Dice que nunca tomó la decisión de escribir el cuento; apareció por sí mismo, ella simplemente tomo nota.
Ozick dejó "El chal" siete años en un cajón antes de presentarlo a The New Yorker. Luego publicó, en 1983 y en la misma revista, un segundo cuento, más largo, sobre la vida de Rosa como sobreviviente, años después en Miami, aún en posesión del chal, que retiene como un talismán contra la muerte de su hija. Los dos cuentos juntos se publicaron en formato de libro recién en 1989.
Todo esto sirve para demostrar la lentitud de los procesos de composición de Ozick. En este caso, por severos cálculos morales y para no caer en la frivolización de la atrocidad central del siglo XX. Pero en otros textos, por angustias meramente estéticas. Aunque tal vez en los mejores escritores –o los que intentan serlo– la moral y la estética son valores equiparables.
La sombra de Henry James
Aunque el judaísmo es central a la identidad y para la obra de Ozick, su maestro, su primera y más fuerte influencia fue el novelista Henry James. Extraña pareja. Si uno tuviera que imaginarse un autor diametralmente opuesto a Ozick bien podría ser James, miembro de facto de la aristocracia de Nueva York y Boston de la segunda mitad del siglo XIX, titán de la novela realista, absurdamente prolífico en el género epistolar, de crónicas de viajes, autobiografía y crítica literaria, aparte de la novela. Estilista exquisito de las bellas letras, analista del choque cultural entre Europa y los Estados Unidos, homosexual en un tiempo donde se tenía ocultar porque, entre otras cosas, era ilegal y se pagaba con la cárcel.
Si hay un trauma en la vida de Ozick tan monstruoso como el hecho del Holocausto es justamente la influencia de Henry James. En un ensayo titulado "La lección del maestro", incluido en Metáfora y memoria, Ozick cuenta que tras terminar una tesis de maestría sobre James y descartar seguir con un doctorado en letras para dedicarse a la literatura como autora se pasó siete años intentando escribir una novela digna de las obres cumbres de su maestro. Nunca la pudo terminar, nunca funcionó. Décadas después, ya consagrada, ya venerada por sus pares, ya firmemente incorporada en el firmamento de las letras de su país, la amargura de esos años –que ella insiste en considerar perdidos– arde.
Saber esto es extraño, porque Ozick no es una escritora resentida. Aun en obras cuya materia es horrorífica, su prosa es alegre y sólida, brilla y canta. Hasta su rostro, como lo podemos ver en sus fotos emblemáticas –con su amplia sonrisa, sus anteojos redondos de marcos negros espesos y su corte de pelo de Louise Brooks– parece ser el de una persona totalmente conforme con su vida y con su arte. Pero todo gran escritor tiene un motor secreto. El de Ozick tiene que ver con enfrentar insoportables pérdidas: la de una civilización frente al genocidio, pero también la pérdida de su propia juventud en un altar idealizado de la literatura. No se pierdan la posibilidad de leerla. Es una escritora necesaria.
Biografía
Nació en Nueva York en 1928, en una familia judía, de padres inmigrantes rusos. Creció en el Bronx, estudió literatura inglesa y se especializó en la obra de Henry James, cuya influencia sería tan fundamental como problemática en su vida de escritora. Es autora de cuentos, novelas y ensayos, alrededor de dos de sus preocupaciones centrales: la identidad judía y el trabajo del escritor. En español se pueden leer Cuentos reunidos, Los papeles de Puttermesser y la colección de ensayos Metáfora y memoria.