Cumplamos con la reforma de 1994: consejeros con “dedicación exclusiva”
La reforma constitucional de 1994 puso a cargo del Consejo de la Magistratura “la administración del Poder Judicial”, liberando así a la Corte Suprema y demás tribunales de tareas ajenas a su función jurisdiccional. De esa misión se sigue la atribución de “administrar los recursos y ejecutar el presupuesto que la ley asigna a la administración de justicia”.
Asimismo, le comisionó la generación de los reglamentos “relacionados con la organización judicial” y de los que “sean necesarios para asegurar la independencia de los jueces y la eficaz prestación de los servicios de justicia”.
Cuatro misiones de evidente relevancia institucional: administrar el presupuesto judicial y reglamentar las leyes de organización de la justicia y garantizar por la misma vía la independencia y la eficacia de los jueces.
La importancia y la complejidad de esas misiones determinan la necesidad de que los miembros del órgano tengan “plena dedicación”. Este principio, desde 1994 hasta la fecha, se viene incumpliendo, particularmente en el caso de los legisladores y de los jueces.
El concepto es que el Consejo de la Magistratura es un órgano permanente que requiere funcionamiento permanente, lo que significa trabajo constante. Las deficiencias que presenta el Consejo de la Magistratura –tanto en su configuración original como en la que acaba de ser declarada contraria a la Constitución por la Corte Suprema- tienen que ver, sustancialmente, con el incumplimiento de esta premisa.
No es imaginable que resulte eficaz un órgano que sesiona irregularmente (en el mejor de los casos una vez por semana, frecuencia raras veces cumplida). Las demoras en la sustanciación de los concursos y en la configuración de las ternas, así como la falta de ejercicio adecuado del poder disciplinario están fuertemente determinadas por esta irregularidad, aunque también esas falencias guardan relación con cuestiones de política menor.
En el caso de los jueces que integran el Consejo de la Magistratura, deberían pedir licencia en sus respectivos tribunales; en forma simultánea deberían explorarse otras alternativas, como la creación de la necesaria figura de jueces suplentes, para evitar que esas licencias determinen el agravamiento del problema de vacancias que afecta a todo el sistema judicial.
A su vez, el Congreso no debería enviar a legisladores sino a representantes de los órganos políticos que no sean “ni diputados ni senadores” (existen personas que exhiben especialidad en temas de organización y administración judicial, y no es difícil que entre ellos haya quienes gocen de suficiente confianza de las agrupaciones políticas). Creo que es insuficiente la solución de hacer optativa esta posibilidad, porque difícilmente se imponga a la rutina preexistente.
El resultado de que los diputados y los senadores vayan al Consejo una vez por semana –en el mejor de los casos- está a la vista, y es que el Consejo termina siendo administrado y manejado preponderantemente por quienes se dedican en forma permanente a esa tarea, que precisamente no son ellos.
Por otra parte, es imposible que quien tiene un mandato popular pueda dedicarse a tiempo completo a su función como consejero y, a la vez, representar debidamente a sus electores –cuyos intereses no se agotan en el adecuado funcionamiento del sistema judicial-, y mantener el necesario vínculo con sus bases.
Diputado Nacional