Culto y desprecio del cuerpo
Entre los modos de vida y costumbres que se van imponiendo, con mayor rapidez y extensión en algunos ambientes, puede advertirse una estimación doble, alternativa y contrastante del cuerpo humano: se le rinde culto y se lo desprecia. Al hablar de culto no me refiero al cuidado que corresponde brindar a la salud corporal y al uso de los arbitrios científicos, al arsenal de medios que hoy nos ofrecen la medicina y otras disciplinas para conservarla y gozar de ella plenamente. Esto es lo natural, lo que corresponde; por ejemplo: buena dieta, deporte, vida sana y demás recursos. Así habrá sido siempre, según se podía. El apóstol Pablo dice, de paso, en su Carta a los Efesios: "Nadie menosprecia a su propio cuerpo, sino que lo alimenta y lo cuida". Tampoco censuro el razonable deseo de lucir elegante, de realzar la belleza física y disimular los defectos. Reconozcamos, con todo, que se cae frecuentemente en exageraciones: a muchas y muchos ya no basta la cosmética abundante; se extiende, entre quienes están en condiciones de pagarlo, la inclinación al recurso quirúrgico. La entrega al culto del cuerpo tiene grados y localizaciones; depende de niveles culturales y sociales: desde la obsesión por atraer la admiración, la mirada ajena, la cámara y la circulación de la propia imagen por Facebook, hasta el extremo del narcisismo patente en las cirugías "íntimas" femeninas y en el agrandamiento artificioso del "adminículo" masculino, siempre con fines placenteros. A las musculaturas varoniles monstruosamente abultadas por los aparatos se suma ahora, también en ellos, la moda de la depilación. En esta categoría excesiva se podría incluir el atletismo del placer sexual, que compite sospechosamente con el eros y desplaza por completo el afecto de amor.
Si así se estima al cuerpo, ¿queda adentro algo más que vacío? Aquí se plantea la gran cuestión antropológica, la verdad del hombre, y del cuerpo en él. Cornelio Fabro, en un aforismo de su Libro de la existencia y de la libertad vagabunda, apunta: "Nuestro cuerpo es una cosa admirable, vale más como complejidad y belleza el cuerpo humano que toda la naturaleza tomada en su conjunto. La belleza del cuerpo humano trasciende cualquier valoración, porque debe servir a un espíritu". Y en otro pasaje: "La realidad del cuerpo es la realidad de la vida que circula a través de todos los órganos de la vida. Es todo, como es todo la conciencia, como es todo el alma". Estos términos aluden a la unidad de lo que somos, carne y espíritu, finitos, relativos, temporales, y a la vez absolutos, eternos. La mortalidad del hombre es la mortalidad de su cuerpo. He aquí el límite de nuestro modo de ser en el mundo, no la destrucción definitiva de nuestro ser.
Existen zonas ambiguas entre el culto y el desprecio, por ejemplo el encarnizamiento, el maltrato al que el cuerpo es voluntariamente sometido por razones narcisistas y hedonistas en tatuajes invasivos y en cirugías reiteradas y de incierta eficacia estética; lo inspira una autorreferencialidad enfermiza. Culto y desprecio responden, además, diversamente, a una "lógica de dominio sobre el propio cuerpo" que pretende "cancelar la diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la misma", como señaló Francisco en la encíclica Laudato sí. El desprecio ideológico del cuerpo aparece en las diversas expresiones de la teoría de género. Suele llamársela perspectiva, pero no se limita al ángulo de visión, al enfoque según el cual se observa la realidad humana en su bipolaridad varón-mujer, sus relaciones recíprocas y las proyecciones de éstas en la cultura, la organización familiar y social, en el pasado y en la actualidad. Se trata de una hipótesis antropológica que menoscaba el valor decisivo de las diferencias biológicas entre mujeres y varones; sostiene, en efecto, que la femineidad y la masculinidad son construcciones culturales inducidas, determinadas socialmente por la educación.
Simone de Beauvoir fue, probablemente, la primera en plantear así las cosas; en El segundo sexo afirma que "no se nace mujer, se llega a serlo". Según ella, la mujer es un producto elaborado por la civilización, "un producto intermedio entre el macho y el castrado". La filósofa norteamericana Judith Butler plantea una subversión de identidad, teoriza que el género es una construcción cultural independiente del sexo; en consecuencia "hombre y varonil podrán ser referidos sea a un cuerpo femenino, sea a un cuerpo masculino; mujer y femenino, sea a un cuerpo masculino, sea a uno femenino". Si se afirma la construcción, se afirma también la posible deconstrucción y reconstrucción. La negación de la diferencia sexual va acompañada de la libertad de elección individual; se ha alterado la definición del ser humano y su relación con la naturaleza. La reciente ley 14.744, sancionada por la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires, establece con carácter obligatorio la educación sexual integral en todos los niveles del sistema educativo; según esta disposición, a los niños, niñas y adolescentes bonaerenses habrá que ayudarlos "a formar su sexualidad a partir de su libre elección". No seríamos mujeres o varones, sino entidades neutras que podrían decidir una o más veces en el curso de la vida qué identidad de género asumir y qué hacer con el propio cuerpo. En Facebook se habilitó la función "género personalizado": se pueden elegir 54 identidades de género y surgen continuamente nuevas categorías. El cuerpo ya no cuenta en la persona, y el vínculo con el otro, que resulta un objeto circunstancial, es limitadísimo, sin compromiso. En una dimensión de "sexualidad líquida" no cabe el amor.
Considerando el desarrollo y aplicación de la teoría de género, sus consecuencias y los experimentos fallidos, se impone la necesidad de llamar a las cosas por su nombre. Al comienzo de la Biblia, en el Génesis, se lee que Dios creó al ser humano (ha-adam) a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón (zakar) y mujer (neqebah). Este pasaje no es sólo un venerable texto religioso, sino también un dato científico: él y ella son iguales y diferentes: iguales en dignidad y derechos, pero diferentes, complementarios, y por eso sus cuerpos se ajustan el uno en el otro (y sus almas también).
Arzobispo de La Plata, miembro de número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas