Cuidado que cierro la puerta
El colectivo, transporte nacional por excelencia, donde coincide toda la sociedad y es manejado por un señor con camisa celeste
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Un pasito más que entramos todos a ese mundo de 20 asientos que es el colectivo y que conecta los destinos más recónditos, desde Lugano hasta Barrancas de Belgrano; desde Puente Alsina hasta Estación Benavídez; desde Puerto Madero hasta Lomas del Mirador. Y con aclaraciones para todos los gustos: Rotonda de Alpargatas, Fábrica de Ford, Semi rápido por autopista, Metrobús, ¡Vamos a la Feria del Libro! El pasajero se sube y va. Puede ir lento, porque el colectivero aceleró mucho, se pasó del horario y ahora tiene que hacer tiempo; o rápido, porque viene demorado, entonces acelera y hace que los semáforos sean opcionales.
Arriba va el país: la señora que agarra al nene, a la mochila, a la maqueta y relojea que el de atrás no le abra la cartera; el que va subrayando el libro de Rolón; la que viene de compras con tres bolsas y ya siente que el queso pide heladera a los gritos; los tres repetidores del secundario que van copiándose la tarea en los asientos del fondo; los perdidos que advierten cómo el colectivo no hace el recorrido que dice Google Maps; y el punga de siempre que está esperando para arrebatar un celular y correr. Si no hay ningún punga a bordo, el punga es usted.
El colectivo es para viajar, cierto, pero cuántos van comiendo, escuchando música, estudiando para la facultad, chusmeando redes sociales y durmiendo. Las ofertas de colchones en 12 cuotas, con resortes, con base de espuma o promocionados por Sergio Goycochea jamás podrán estar a la altura de ese colectivo que va despacito, en invierno, casi vacío, por la calle empedrada, con los rayos del sol calentando el ambiente. Ese colectivo en el que uno apoya la cabeza contra la ventanilla y se entrega a la confianza de despertarse en la parada, aunque quizás abra los ojos y esté en la terminal, atrás del Mercado Central, a la madrugada, robado, atado al asiento, graffiteado y lamentando haberse quedado dormido.
Muchos piensan que el colectivo es un objeto, un aparato inanimado que no tiene vida propia, pero es más bien como la tetera de la Bella y La Bestia y huele el miedo a no llegar, la desesperación del que está apurado y la temperatura del que sube muerto de calor. Aparecerá cuando el pasajero que espera en la parada encienda un cigarrillo; olerá que la SUBE no está cargada; pasará por la vereda contraria a la que uno espera; vendrá lleno cuando haya cansancio y vacío cuando el viaje sea por unas cuadras; sus asientos ocupados se liberarán cuando uno esté en la otra punta y aparecerán embarazadas por doquier cuando uno esté a punto de sentarse; y siempre pero siempre cambiará de recorrido para peor.
Al volante va lo mejor que hizo la vieja, que es el pibe que maneja. Nació con la camisa celeste puesta y sus primeras palabras fueron: “Hay lugar en el fondo”. Es chofer, psicólogo, GPS humano y justiciero. El registro de conducir lo habilita a manejar colectivos de pasajeros y a bajarse a las piñas si la situación lo amerita. Los hay de dos tipos: los que permiten que otro pasajero salve al que subió con la SUBE descargada y los que no.
Algunos de ellos son del ramal humanista y acercan el colectivo al cordón, esperan al que viene corriendo a lo lejos con la mano levantada y siguen de largo cuando ya hay gente colgada del estribo. Permiten vendedores ambulantes y dejan bajar por la puerta de adelante a las jubiladas con changuito.
Dice la leyenda que no hay choferes jubilados. La mayoría está en el Borda, caminando en círculos, fumando, repitiendo frases como: “Suba, señora”, “Ya escuché el timbre” y “No voy por Rivadavia”.