Cuba y esa preocupante simpatía del Gobierno por algunas dictaduras
“Yo no sé lo que está pasando, pero terminemos con los bloqueos”, dijo el presidente Alberto Fernández cuando fue consultado por la situación de protesta social que vive Cuba estos días. Es difícil encontrar un pronunciamiento más inconsistente de parte de un presidente latinoamericano sobre un problema tan grave que acontece en la región, como si fuese necesario recorrer gateando cada uno de los 6895 kilómetros que separan a Buenos Aires de La Habana para enterarse sobre lo que allí sucede.
Fernández suele tener este tipo de declaraciones que lo ubican demasiado lejos de la estatura política que debería ostentar un líder, mucho más cuando se trata de pronunciamientos condenatorios relacionados a gobiernos que ponen en juego la libertad, la integridad y la vida de las personas, si estos son amigos o aliados de su espacio político. Vale recordar cuando señaló a la denunciada Formosa de Gildo Insfrán como un ejemplo a seguir. Su gobierno no reaccionó de la misma manera con hechos similares sucedidos en Colombia o durante el conflicto entre Hamas e Israel: pareciera que creen tener la autoridad moral para poder seleccionar cuál violación a los derechos humanos es buena y cuál no o por qué en el menú político del autoritarismo pueden existir dictaduras justas.
Así lo expuso el directivo para las Américas de Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, cuando señaló el “doble estándar” de Fernández y mencionó las diferentes posturas sobre Cuba, Colombia y Chile. “Es sorprendente que Alberto Fernández tenga una curiosidad por el tema de los derechos humanos tan selectiva y oportunista, porque sí está al tanto de las violaciones de derechos humanos por los carabineros en Chile, o las violaciones en Colombia, y, sin embargo, sorprendentemente, en el caso de Cuba parecería que lo único que le importa es la política exterior de Estados Unidos, el bloqueo”, dijo una de las voces más reconocidas en la lucha por los DDHH en esta parte del mundo.
No se trata de respaldar o criticar un modelo o un nuevo orden económico, se trata de derechos humanos, de derechos universales e inalienables. Valores por los que este Gobierno ha hecho muy poco, tanto en nuestro país como cada vez que su posicionamiento fue requerido en el mundo, como sucedió con la Venezuela de Maduro, la Nicaragua de Ortega o la Rusia de Putin y ahora con Cuba, a quienes se defendió con más tozudez que argumentos.
Sin olvidar que, como nunca se dio en democracia, existen informes de legisladores opositores, de distintos organismos de DDHH, sobre violaciones a los DDHH cometidas en territorio argentino sucedidas durante la pandemia. Esta semana, la diputada Karina Banfi presentó un informe donde habla de hasta 23 asesinatos ocurridos en hechos poco claros, con complicidad de fuerzas de seguridad, en 2020. Con mucha responsabilidad de parte de algunos gobiernos provinciales, pero con el acompañamiento silencioso del gobierno nacional.
Pero no sorprende. El gobierno argentino tiene debilidad por las dictaduras o los gobiernos autocráticos: nunca condenó institucionalmente en foros internacionales o en tribuna alguna, sus excesos ni sus formas, aun cuando estas conlleven flagrantes violaciones a la integridad humana, como la muerte, la tortura, el arresto, la falta de libertad, la persecución ideológica, la represión, el abuso de poder. Todos esos delitos suceden en Cuba hoy, como también acontecen en Venezuela y Nicaragua. Y los cometen los gobiernos, sus estados, sus fuerzas de seguridad; sin embargo, siempre existe una contextualización oficial que, de manera solapada, justifica que estos ocurran.
Cuba significó para varias generaciones el sueño de construir una sociedad más igualitaria, con cimientos encajados en una revolución armada, no en elecciones libres, lo que hacía hasta comprensible y justificable para muchos el primer derramamiento de sangre luego de derrotar a la dictadura de Batista. Que Cuba pasó de ser el “cabaret de los yanquis” a un modelo que tiene el mejor sistema de salud y la mejor educación, donde todos comen, era la oración más repetida por parte de millones de jóvenes que crecieron romantizando la revolución cubana. Un amor platónico, una admiración por esas formas que a la vez resultaban impracticables en nuestras vidas, un romance que los hizo cargar una culpa eterna, esa misma que impedía ver la prostitución infantil en el malecón de La Habana, el hacinamiento en lugares poco habitables, la homofobia en las acciones policiales, el maltrato, la opacidad de una sociedad derrumbada moralmente y entregada al designio de una causa que ya no le pertenecía. Y la violencia política.
Romantizar la revolución cubana fue mucho más que un error político y terminó siendo un gesto de complicidad con una dictadura.
En Cuba existen 200 cárceles, muchas de ellas de máxima seguridad, para poco más de 11 millones de habitantes. Gran parte de los reos que las habitan son opositores al régimen. Cuando falleció Fidel Castro, el líder carismático más importante del siglo pasado en esta parte del mundo, se calculó que durante los 57 años que se mantuvo en el poder habían fallecido y desaparecido unas 10.000 personas, la mayoría de ellas ejecutadas o asesinadas extrajudicialmente, entre ellos, los fusilados una vez culminada la revolución. Se exiliaron 2,5 millones de cubanos, en su mayoría arrojándose al mar en balsas precarias. En los últimos años, el régimen castrista intensificó la persecución a opositores. En 2003, en la recordada “primavera negra”, detuvieron a 75 personas, luego condenadas a 28 años de prisión. En 2010 fueron 2974 los arrestos por motivos políticos y en 2015 superaron los 8500. Todos estos datos son aportados por activistas opositores a distintas ONGs que defienden los DDHH.
Ayer, mientras activistas de Prisioners Defenders denunciaban ante el Alto Comisionado de DDHH de Naciones Unidas “una lista parcial de 162 potenciales desapariciones forzosas” ocurridas durante la represión de estos días, en el Granma, el órgano oficial de difusión del Partido Comunista, destacaron el apoyo que tiene el gobierno cubano en estas horas de protestas, de parte del dictador, Nicolás Maduro y del presidente Alberto Fernández.
Cuesta creer que Alberto Fernández no sepa lo que está pasando allí, pero, ante la duda, culpe a un bloqueo hoy relativizado por varios analistas. Para Frank Calzón, politólogo cubano y activista por los derechos humanos, “gran parte de lo que el gobierno de Cuba llama bloqueo es mentira. EE.UU. le vende a Cuba todo lo que necesita, pero le exige que el pago sea al contado. Las grandes mentiras del castrismo ya nadie las cree”, dijo esta semana en medio de las protestas. Pero tengamos en cuenta que los miles y miles de cubanos que salen a las calles a protestar, aun sabiendo que como en Venezuela o Nicaragua se exponen a una cruel represión de las fuerzas de seguridad, no marchan contra el bloqueo, marchan pidiendo libertad.
Cuba parece despertar de ese letargo que la mantuvo detenida en el tiempo, aquella famosa trova cubana, liderada por Silvio Rodríguez, ya no es tan influyente en los jóvenes como lo fue décadas atrás. Hoy existen en Cuba raperos, traperos, blogueros, influencers que agitan desde otro lugar. Ahí están, entre otros músicos, Gente de Zona, December Bueno, Maykel Osorbo, El Funky representando a un nuevo movimiento de artistas que propone dejar atrás la consigna castrista “Patria o Muerte” y cambiarla por una que represente una nueva era: “Patria y Vida”.
Estos músicos grabaron una canción que se convirtió en un himno para la insurrección, que dice en su verso más destacado: “Mi pueblo pide libertad, no más doctrinas. Ya no gritemos patria o muerte, sino patria y vida”. Un lema que gana adeptos, porque Cuba necesita dejar atrás la opción “muerte” como parte de una falsa disyuntiva y aferrarse a la vida.
Lamentablemente, el gobierno argentino eligió el camino contrario al que toman las democracias más consolidadas del mundo, aquellas que nunca dudan en estar siempre del lado de los que defienden la vida en libertad.