Cuatrocientos kilos de axiomas
El segundo teorema de completud (o completitud o incompletitud) de Kurt Gödel, uno de los tres lógicos más importantes de la historia, demuestra que un sistema no puede probar su propia consistencia. En términos matemáticos es algo más complicado, pero su observación alcanza a todos los campos donde intervengan axiomas, como la filosofía. Por ejemplo, es en principio imposible determinar si nuestra realidad es real o si es una Matrix creada artificialmente. (Al margen: ¿cuál sería la diferencia?)
Soy consciente de que tenemos problemas más serios, no crean que no, pero el asunto me tuvo obsesionado durante varios años. ¿Es posible, como plantea Stanislav Lem en Vacío perfecto, que incluso las leyes de la física, el universo tal como lo percibimos y, en la suma final, este entramado terso y sin fisuras al que llamamos realidad no sean sino una fachada, una construcción, un arenero cósmico puesto ahí para mantenernos ocupados hasta que nos volvamos más civilizados?
Para empeorar mi marco teórico, nuestra generación ha visto nacer tecnologías que demuestran que la realidad no es monolítica; podemos simularla. Todavía hay limitaciones, pero los avances son pasmosos. En unas pocas décadas más será posible entrar en mundos sintéticos sin que haya la menor posibilidad de discernir su carácter de artificio. Sí, resulta un poco desesperante.
Uno de los terrenos donde la realidad ha sido más brutalmente sustituida por productos sintéticos sin que lo notemos es la música. Lógico. Este arte, de todos el más misterioso, ha estado ligado a la tecnología desde sus orígenes. Mientras que para el relato solo se requería la voz y cierto talento narrativo, la música fue evolucionando de la mano de nuestra destreza para construir maquinarias cada vez más precisas.
Compré mi primer sintetizador hace más de 40 años. Eso me condujo a aprender sobre formas de onda, filtros, armónicos, envolturas, generadores de ruido y osciladores de baja frecuencia. Hace unos días, para una nota grande que estoy preparando para el diario, probé un instrumento digital virtual que emula un piano con una perfección tan abrumadora que se oyen incluso los ruidos de los martillos al volver a su posición de descanso, los de los pedales y hasta la resonancia de las cuerdas que vibran por simpatía. No se trata de algo particularmente novedoso, pero me condujo de nuevo a la definición de qué es la realidad. ¿De verdad los 400 kilos de un gran piano se habían convertido en un poco de código intangible, en una entelequia?
Esa noche, más bien por casualidad, me crucé con unas conferencias deliciosas que Leonard Bernstein dio en la Universidad de Harvard, que fue su alma mater, en 1973. El asunto de esas clases, aunque apasionante para los músicos, no viene al caso. Pero en un momento el maestro hace algo que resulta revelador.
Cualquier oscilador (una cuerda, digamos) produce sonido al vibrar. Pero no vibra en toda su extensión nada más. También lo hace en frecuencias más altas: la mitad de su extensión, tres tercios, cuatro cuartos, y así. Esas frecuencias, llamadas armónicos, le conceden a cada instrumento su timbre propio y, a la vez, definen, por ejemplo, los intervalos que usamos en la música.
Bernstein explica esto, que es asunto bien conocido, y luego dice que va a probar de un modo práctico que una nota está realmente compuesta por la frecuencia fundamental más sus armónicos. Se sienta al piano, mantiene presionado un Do (pero sin que suene, solo para que la cuerda pueda vibrar libremente) y luego pulsa y suelta el Do de la octava anterior. Entonces, claro y distinto, sin que nadie haya tocado esa cuerda, queda sonando el Do cuya tecla Bernstein mantenía presionada. Giré 90 grados, repetí el ejercicio con el piano virtual y –confieso que para mi más absoluto alivio– el Do armónico nunca sonó. Un piano real seguía siendo real, y la simulación todavía mostraba fisuras axiomáticas. La pregunta es, claro, durante cuánto tiempo más esto será así.