Cuarenta años de democracia
No descuidemos las reglas de juego básicas de nuestro contrato social; de tanto “pragmatismo” hemos abusado hasta el cansancio de la emergencia permanente, pagando altísimos costos en términos de seguridad jurídica
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La realidad económica y social empaña los festejos y el doloroso crecimiento de la pobreza que vemos en las calles en nuestros días no conmueve sino que también pone en cuestión aquella frase ilusionista de la campaña de 1983, en cuanto a que “con la democracia también se come, se cura y se educa…” que parecía convertir en magia algo que todos los libros, desde la Política de Aristóteles hasta nuestros días, consideran una forma de gobierno. Muchos aún nos emocionamos al recordar aquellos discursos de tono épico que concluían con el recitado del Preámbulo de nuestra Constitución, a modo de rezo laico y como prenda de unión para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres y mujeres del mundo que quisieran habitar el suelo argentino.
Desde el comienzo de la transición, el presidente Raúl Alfonsín instrumentó el Programa Alimentario Nacional (PAN) para que muchos padres de familia no vivieran la humillación de trabajar los treinta días del mes sin poder llevar el pan a sus hijos. Desde entonces, los sucesivos gobiernos debieron recurrir a distintos planes asistenciales que no pueden interrumpirse sin el riesgo de agravar el drama social. Es una realidad que describen con crudeza los trabajos del sociólogo Jorge Ossona y del sacerdote jesuita Rodrigo Zarazaga. Las demandas pendientes se acumulan en materia de salud, especialmente en nuestros hospitales públicos, como quedó comprobado durante la tragedia del coronavirus, que, como contracara, también exhibió la abnegación y el heroísmo de miles de médicos, paramédicos, terapistas y enfermeras.
La decadencia cultural y educativa representa la mayor falencia de nuestro tiempo y se contrapone a la obsesión sarmientina por “educar al soberano”. Se trata de un déficit que también se traslada al discurso público como base angular de la democracia. Como señala la filósofa española Adela Cortina, la construcción del discurso democrático en tiempos de posverdad y frente a la “cultura de la cancelación” requiere acordar un lenguaje que abarque los valores democráticos compartidos. El balance de los cuarenta años de democracia nos encuentra con varios déficits que se entrelazan en la “telaraña argentina” y que no hemos logrado desarmar en todos estos años. Se ha agravado así la situación de los más humildes, que miran con resignación el cíclico resurgimiento de procesos inflacionarios, al igual que el resto de sus compatriotas que luchan diariamente en su desesperanza.
Mientras la superposición de intereses corporativos obstaculiza el crecimiento económico, desde el subsuelo de las provincias los recursos naturales y energéticos atesorados esperan su explotación, que un mundo necesitado está demandando. Cobra de nuevo vigor el legado que José Ortega y Gasset enunció al visitarnos hace más de cien años: “¡Argentinos, a las cosas!”. En el debate público los economistas dicen que la culpa es de la política y los políticos dicen que nuestro problema es económico. También hay espacio para mirar el vaso medio lleno en lugar del vaso medio vacío. Desde hace cuarenta años tenemos alternancia y los ciudadanos concurrimos a las urnas sabiendo que de nuestras decisiones depende, en buena medida, la resolución de nuestro destino como nación.
Y no es que en estos cuarenta años no hayamos tenido problemas políticos, pero de todos ellos hemos salido votando. Aun así, en situaciones cruciales, aumentamos la participación y la concurrencia a las urnas en una demostración de entusiasmo cívico que se arraiga en nuestras tradiciones. Los domingos de elecciones tienen significado para los argentinos. Concurrimos con entusiasmo a votar en 1983 cuando se iniciaba la transición, y si bien hemos perdido parte de esa ilusión, no disminuyó el comportamiento cívico, como si la voz del presidente Roque Sáenz Peña siguiera diciendo: “Quiera el pueblo votar”. Quiso el pueblo argentino votar cuando en distintas circunstancias las elecciones debieron anticiparse en 1989 y en 2003, y quiso el pueblo votar para elegir a los convencionales constituyentes de 1994 y también para emerger de los graves acontecimientos de 2001/2002. De las grandes crisis los argentinos hemos salido votando.
Ahora atravesamos tiempos turbulentos en lo económico y social y hace rato que se habla de una pérdida de calidad de la democracia cuando se la mira desde el prisma del Estado de Bienestar, algo grave, aunque no exclusivo en nuestro mundo occidental. No cuestionamos el valor de la democracia como régimen político; por el contrario, la honramos. En todo caso hay quienes pretenden construir distintas nociones sobre ella, que van desde la democracia participativa hasta la democracia inclusiva, pasando por la democracia deliberativa. El problema es que todas chocan con el modelo representativo de nuestro sistema político, declarado en el artículo 1º de la Constitución nacional.
Seguimos creyendo que el sufragio es la mejor manera de resolver los problemas políticos o –al menos– de elegir a los candidatos mejor preparados para hacerlo. Es un bien preciado que hemos sabido valorar frente a pasadas experiencias autoritarias que tampoco mejoraron nuestra calidad de vida. Es más: vulneraron la dignidad de la persona humana, algo que de ninguna manera desearíamos repetir.
Desde esa mirada, la conclusión es que quien triunfe en las próximas elecciones deberá trabajar intensamente en el área económica y social, pero sin desconocer el marco de la política democrática representativa, republicana y federal. Esto vale tanto para el presidente como para el Congreso, aunque cabe también para una reflexión sobre el mejoramiento y el reforzamiento de nuestro sistema político-electoral que sigue funcionando a pesar de todo por tratarse de un sistema de creencias compartidas. Sin embargo, es un sistema que necesita aggiornarse.
Hace tiempo que los argentinos no votamos más por partidos sino por “espacios” integrados por diferentes partidos. Y así, mientras coexisten más de setecientos partidos nacionales y de distrito que concurren en alianzas transitorias, carecemos de reglas que regulen las coaliciones electorales y las coaliciones de gobierno. Hay que poner el foco en este tema como convocó a hacerlo el premio anual de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
No es un formalismo: recordando a Esteban Echeverría en su “Ojeada retrospectiva”, se trata de “…no salir del terreno práctico, no perderse en abstracciones, tener siempre clavado el ojo de la inteligencia en las entrañas de nuestra sociedad...”. No descuidemos las reglas del juego básicas de nuestro contrato social. De tanto “pragmatismo” hemos abusado hasta el cansancio de la emergencia permanente, pagando altísimos costos en términos de seguridad jurídica. Cuando hace pocos meses nos visitó Felipe González nos advirtió que, mientras los discursos políticos se han vuelto cada vez más antagónicos y agresivos, la sociedad demanda que se pongan de acuerdo para solucionar los grandes problemas que le preocupan.
Debemos cultivar la concordia y la tolerancia como pilares de la convivencia y la moderación política como regla y virtud del gobernante. Recordando a Cicerón en su tratado sobre el Estado, se hace de la concordia aquello que convierte en certamen lo que sin ella sería combate entre enemigos. Cuiden quienes hacen política competitiva merced a una Constitución pactada que la conversión del certamen en combate, de las cañas en lanzas, no erosione la concordia que mantiene unido al cuerpo político.
Profesor titular de Derecho Constitucional (UBA); presidente de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas; presidente de la Cámara Nacional Electoral