Cuarenta años de democracia en la Argentina: conquistas imprescindibles y deudas profundas
¿Qué es la democracia? A 40 años de su recuperación, habiendo transcurrido ya la etapa democrática más extensa de la historia de la Argentina, con sus aciertos y deudas y en las puertas de un futuro que ya está aquí con más incógnitas que certezas, vale la pena reflexionar si hay solo una respuesta a esa pregunta en nuestra sociedad.
Sin duda, hay una dimensión objetiva en el concepto. Democracia proviene de la unión de dos términos griegos que dicen mucho de su naturaleza y la pretensión de un poder construido desde la base para poner un dique a las pretensiones autoritarias: demos (pueblo) y kratos (poder). De ahí que caracterice, en su raíz etimológica, a aquellas formas de gobierno basadas en el voto popular de la mayoría que bregan por la libertad y la igualdad de derechos de sus ciudadanos y ciudadanas.
No obstante, la democracia guarda también una condición subjetiva, atada a su valoración. Y es esta percepción la que parece haber entrado en crisis en diversos lugares del mundo, incluso en la Argentina. Su fracaso a la hora de dar respuestas contundentes a las urgencias sociales, de igualar el acceso a los derechos de manera plena, en lo formal y en la práctica, terminó por erosionar los pilares mismos que le dieron sustento y la convirtieron en “el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás”, al decir de Winston Churchill.
Tras cumplir 40 años ininterrumpidos, la democracia en la Argentina enfrenta desafíos como nunca. En muchas formas, atravesamos una época parteaguas. Las décadas que nos precedieron dejaron hitos, desde leyes de avanzada –como la identidad de género– y conquistas sociales de impacto internacional –como el derecho al aborto y el divorcio vincular– hasta el encuadre de las fuerzas armadas bajo el poder civil, la política de memoria y las condenas de los crímenes de lesa humanidad cometidos por los responsables de la última dictadura cívico-militar.
Sin embargo, las deudas sociales son un dolor agudo que degradan el tejido social, alimentan la polarización política y la violencia tanto simbólica como tangible. Hay una frustración lógica en buena parte de la sociedad argentina ante las promesas incumplidas que pueden sentirse como una traición. Y por esas hendijas se han colado voces que erosionan con pulso de artesano, los pactos históricos que forjaron nuestra identidad. Para las nuevas generaciones que nacieron y se criaron en democracia, la preservación del sistema por sí mismo no es condición suficiente para ponderarlo si detrás no hay un horizonte claro que les permita soñar con su autorrealización.
A ello se suma un dato no menor que dice mucho de nuestro presente: el acceso a la información hoy esta mediado por un algoritmo y no es un fenómeno menor. Nos informamos ya no solo sobre lo que queremos sino del modo que queremos, sin darnos cuentas que levantamos una burbuja a nuestro alrededor. La pluralidad de voces que caracteriza a las democracias y alimenta el debate público y nuestra formación política queda sesgada por una conversación monocorde. Las redes sociales desplazaron la arena de debate hacia nuevos escenarios digitales más parecidos al Coliseo Romano que a la polis griega, signados en gran medida por la violencia verbal y el sesgo de confirmación.
La teoría de la videopolítica de Sartori, sobre el poder de los medios en la construcción del mensaje político, amerita un nuevo giro con esta nueva posibilidad de segmentar ahora los mensajes y teledirigirlos a públicos específicos, a la espera de provocar una reacción. No es casual que la última campaña política en la Argentina haya sido la derrota de los candidatos tradicionales y la coronación del único que logró interpretar ese malestar social y tejer una percepción de su imagen a medida de cada sector social con una estrategia digital.
Lo llamativo de todo esto es que el capítulo argentino no se puede desprender de lo que sucede en otras partes del mundo y de la crisis de representación de los partidos tradicionales en otros lugares. Las opciones políticas que cuestionan los consensos democráticos con discursos disruptivos crecen incluso en países que no tienen problemas económicos, lo que prueba que las frustraciones no solo se explican ya por el bolsillo. Tienen raíces mucho más profundas.
Un camino sinuoso
En el contexto de estos 40 años de democracia, desde Amnistía Internacional Argentina convocamos a diversos referentes de nuestra sociedad a reflexionar sobre nuestro pasado y presente, con el desafío de valorar este sistema de gobierno pero también de pensar en conjunto sobre la realidad de los derechos humanos en nuestro país. Luego compartimos esos encuentros a través de un ciclo que llamamos “Voces que transforman” y que está disponible en Youtube y Spotify para quienes deseen escucharlas.
En ese contexto, la historiadora Camila Perochena hizo foco en el voto como mecanismo de la democracia y señaló las particularidades de nuestra Argentina, donde el sufragio –aunque aún no masivo ni amparado en la privacidad de la Ley Saénz Peña– fue un temprano antecedente internacional. Nos recordó que la provincia de Buenos Aires, por caso, tiene sufragio universal masculino desde 1821, y eso es muy temprano en comparación con el resto del mundo: Francia lo tuvo en 1792 de forma temporal y recién lo restaura en 1848 y en Inglaterra será recién en 1914.
En sus estudios sobre la democracia, Schumpeter sostiene que el pueblo dirime su conducción a través del sufragio y la competencia de sus representantes por conseguirlo determina las reglas del juego democrático. ¿Pero se puede explicar la fragilidad de nuestra democracia con una regla meramente cuantitativa? La participación electoral, con sus vaivenes, se mantiene desde hace tiempo por encima del 70% a nivel nacional en la de las últimas décadas. Incluso el voto en blanco y el nulo se volvieron canales de expresión cuando primó la insatisfacción. Al contrario, todo parece indicar que la democracia debe medirse no por la oferta electoral y la concurrencia a las urnas sino cada vez más por lo que acontece en esos lapsos intermedios entre elección y elección.
Las posibilidades reales de desarrollarse o, como citó en este ciclo el periodista Iván Schargrodsky, de “realizarse”, entran en competencia con los derechos adquiridos que ya no son garantía de supervivencia suficiente para el sistema. Todo esto vinculado de forma irremediable a la ausencia de un norte en nuestro modelo de desarrollo económico. Si primero fue el agroexportador y luego el de sustitución de importaciones, la Argentina parece atrapada en su último medio siglo de vida en un bucle infinito de ciclos de stop and go que solo causan desilusión a un elevado costo social. ¿De qué otro modo se explica si no que en la Argentina del litio y Vaca Muerta casi la mitad de su población viva bajo la pobreza, en niveles superiores al pasado?
Para el politólogo Andrés Malamud, la crisis no es de la democracia sino de las capacidades estatales. Las dificultades que tiene el Estado para cumplir su función de hacer llegar la salud y la educación al último rincón de su territorio y de consolidarlas mediante un proyecto de largo plazo. Quizás en esas falencias haya que descifrar el porqué de la decepción de las personas adultas con el sistema que les prometió comida, salud y educación gratuita y de calidad. Pero también el descreimiento de los más jóvenes como la actriz Maite Lanata que nos confesaba, en nuestra charla, que su generación no siente el amor incondicional por la democracia que viven otras que la perdieron, un sentimiento peculiar por el sistema per se.
Y después hay un proceso de acumulación política, de sectores de todos los espacios que creen que el que tienen enfrente es una traba para el desarrollo nacional, apuntó también el periodista Iván Schargrodsky en nuestro ciclo de entrevistas. Una polarización que solo se puede desmantelar con la eliminación de esa traba. Eso es lo que denomina el empate catastrófico. Una “grieta” que en algún momento le fue útil a ambos lados hasta que alguien se paró sobre ella y la quebró pero, llamativamente o no, el que lo hizo no fue el que pudo recomponer a priori el diálogo sino todo lo contrario. La política en los altos mandos no es transformadora, nos comentaba Mario Pergolini. Y en algún punto las bases se alejaron demasiado de quienes tienen poder de decisión.
Hoy la demanda social es por resultados. Y lo que a priori suena como “irracional” cuando se contempla el oscuro abismo de posibilidades que se abre del otro lado del fracaso de las democracias no es un condicionante suficiente para convencer sobre las bondades del sistema a quienes nunca vivieron esos autoritarismos en carne propia o a quienes los atravesaron pero tampoco ahora encuentran un camino claro. Las sociedades se expresan no siempre como quieren sino como pueden y ante las falencias del presente, suena natural esa rebeldía contra la crisis que pone límites a sus posibilidades.
Revitalizar esta democracia que tantas alegrías nos dio a lo largo de estos 40 años implica volver a empoderarla para que vuelva a ser el sistema de las respuestas y no de las preguntas, de la ampliación de derechos y no de su cercenamiento y de las posibilidades más que de las incertidumbres. Y esta es una tarea colectiva.
Directora ejecutiva de Amnistía Internacional Argentina