¿Cuántos algos no se habrán hecho bien?
Basada en pactos, no en imposiciones, la democracia sacraliza el sufragio; un aforismo acaba de quedar pulverizado, es el que decía que el peronismo unido jamás será vencido
- 6 minutos de lectura'
La palabra “algo” no tiene plural. Significa “cualquier cosa indeterminada”. O “cantidad indeterminada, generalmente reducida”. ¿Reducida?
“Algo no habremos hecho bien”, dijo Alberto Fernández en el cénit de su discurso de ocho minutos destinado a reconocer la derrota ciclónica. ¿Cuántos algos no se habrán hecho bien?
¿Insistir en un relato épico, tanto pandémico como económico, que al ciudadano medio le resulta impalpable? ¿No tener plan y jactarse de no tenerlo? ¿Encerrar a la gente y hacer cumpleaños en Olivos? ¿”La foto” de la fiesta, como analizan sesudamente algunos kirchneristas? ¿La pátina autoritaria? ¿Zigzaguear una y otra vez con todos los temas y todas las palabras? ¿La inflación y la pertinaz caída del poder adquisitivo del salario? ¿El manejo fallido de la economía? ¿Haber armado una estruendosa coreografía de lucha contra el hambre para después agrandar la pobreza y fingir que el hambre se esfumó? ¿Abrazar la causa del cierre de las escuelas con un fervor digno de la ley 1420? ¿El vacunatorio vip? ¿La ramplona ideologización de las vacunas? ¿Las infinitas promesas sanitarias incumplidas? ¿La impudorosa búsqueda de impunidad judicial personalizada? ¿Maldecir a Macri cada dos palabras como única explicación de los graves problemas del país? ¿Llevar la campaña a extremos de frivolidad como si lo importante ya estuviera resuelto? ¿Machacar con eslóganes antidiscriminatorios y discriminar sin pudor? ¿Fatigar con la inclusión y excluir? ¿Burlarse de la desesperanza colectiva que dramatizan los jóvenes que emigran? ¿Abandonar la construcción real de un futuro asequible?
“Escuchamos el veredicto de la gente con atención”, asegura ahora Fernández. Encomiable evolución cívica de un presidente que con el fin de contestarles a los que habían ganado la calle para criticarlo prometía movilizar a la gente de bien. Pero como las boletas electorales no traen un espacio para que el votante escriba lo que siente (y mejor si no lo expresa de prepo, porque en 2001 por hacerlo hubo récord de impugnados y anulados), los votos hay que interpretarlos. Tarea que seguramente sería más eficaz si no hubiera que hacerla bajo estado de shock.
Acabamos de celebrar las segundas PASO consecutivas con sorpresa disruptiva bajo el poncho. En 2019, PASO presidenciales, los ganadores y perdedores estaban al revés, pero la neutrónica sorpresa tampoco reconoció fronteras ideológicas, lo que no hablará bien de los encuestadores, pero peor habla de los gobernantes. Se entiende que nuestros gobernantes le hagan gastar carradas de plata al Estado para contratar encuestas: necesitan saber qué siente, qué le duele, qué piensa el pueblo, parece que un Covid metafórico les atrofió el olfato. ¡Auscultan mal a la sociedad, esencia de su trabajo! Y, lejos de rescatarlos, los encuestadores arrullan a sus contratistas con números exprimidos a encuestados telefónicos refractarios.
La regocijante danza del sobre, ese impúdico alarde de centralidad que Cristina Kirchner hizo el domingo cuando fue a votar en Río Gallegos (voto que a los contribuyentes les costará decenas de miles de dólares, ya que la misión requirió de un avión oficial para que la vicepresidenta cumpliera con el deber cívico que otras veces se salteó), quedó de prueba: la líder del oficialismo, la madre del proyecto, no tenía idea de lo que se le venía. El mismo grado de información con el que candidatos y funcionarios bailaron poco después de las 19 para festejar el triunfo. Antes, eso sí, desparramaron elogios para el corajudo presentismo en las urnas, que resultó el más bajo de toda la democracia.
Estos criterios valorativos probablemente sean de la misma escuela que los que los llevaron a convencerse de que estaban cuidando al pueblo del Mal, una simbiosis del coronavirus y Macri. Eran los vacunadores salvadores: lo demostraban estadísticas propias. Gambeteadores magistrales del impacto de la pandemia sobre la economía. Vamos, ya llega la felicidad de nuevo.
¿Algo habremos hecho mal? Una generosa paleta de disgustos, por decirlo amablemente, seguramente dificulte el empeño auditivo de Fernández, quien asegura querer escuchar las urnas. ¿Cómo hará el Gobierno, que por lo menos hasta las siete y media del domingo esperaba ser aplaudido, para saber a toda prisa de qué “errores” se quejó la sociedad a los gritos? ¿Las desvirtuaciones también son errores?
Porque una cosa trajo la otra. Cristina Kirchner descubrió hace tres años que para zafar de las garras de la Justicia no le bastaba con ser una senadora con fueros ni la líder de la facción más grande del peronismo, necesitaba volver al poder como fuera. Y para eso el peronismo debía rejuntarse. De manera concomitante Alberto Fernández volvió a invertirse, lo mismo que Massa, gimnasia para la que les sobra musculatura. Entonces ella pergeñó, después del suceso de la república matrimonial, un nuevo tuneo del sistema político institucional: deslumbró a sus admiradores (y a unos cuantos antikirchneristas también) armando una fórmula contra natura, en la que el vicepresidente, único caso en el mundo, escoge al presidente, para luego subordinarlo, contrariando por igual el orden jerárquico, el sentido común y la Constitución.
Cualquier electrodoméstico viene con instrucciones en las que el usuario es advertido de que si altera el mecanismo de fábrica, si le mueve un tornillo, como mínimo pierde la garantía. Los constitucionalistas comparan el sistema político con un mecanismo de relojería, no solo por las premeditadas renovaciones desfasadas de representantes, sino por el equilibrio de poderes y contrapoderes. ¿Por qué habría de ser inocua la alteración del diseño constitucional original, negada antes con ira, ahora hasta teatralizada en los actos de campaña como si la república fuera un stand up?
Este es uno de esos momentos en los que quienes proponen abandonar el encorsetado presidencialismo y pasar a un sistema parlamentario lucen sabios. En el parlamentarismo los cambios de humor social permiten reconfiguraciones casi instantáneas para poder seguir adelante.
El asunto es bastante más complejo. Ni el parlamentarismo funciona sin un sistema de partidos robusto ni la decadencia argentina se revierte mágicamente cambiando reglas. Pero es cierto, inquietantemente cierto, que el presidencialismo, sobre todo combinado con la grieta, que es lo que hay, carece de dispositivo para procesar huracanes electorales en medio del río. La grieta, plantación de la lógica en la que el adversario pasa a ser tratado como enemigo, es una patología de la democracia que aniquila la búsqueda de acuerdos, justo lo que le hará falta al Gobierno para seguir gobernando.
Cuando a un presidente le quedan dos años para terminar y no tiene posibilidades de continuar, tampoco su sector político, se habla de pato rengo (lame duck, porque le cuesta mucho nadar hasta la otra orilla). Pero Fernández, por su debilidad intrínseca, ya era un pato rengo antes de perder las elecciones intermedias. ¿Será un pato sin patas? Basada en pactos, no en imposiciones, la democracia sacraliza el sufragio, aunque tampoco parece bueno aferrarse a aforismos del tipo “el pueblo nunca se equivoca”, que casi siempre gustan más a los ganadores. Otro aforismo acaba de quedar pulverizado. Es el que decía que el peronismo unido jamás será vencido.