Cuando una sentencia es irregular
La doctrina y la jurisprudencia coinciden en que para admitir que un acto o decisión judicial pase "en autoridad de cosa juzgada" es necesario que sea un pronunciamiento válido y que no esté viciado en manera alguna que pueda dar lugar a su descalificación como acto propio del juez o tribunal que lo dictó. Un defecto así, de tamaña gravedad, puede ocurrir no sólo con las sentencias, sino también con todo acto jurídico en general. Así lo han entendido juristas de la talla de Henri Capitant, al sostener que es dable negar la validez ante la comprobación de "la inobservancia de algún requisito que acarrea la nulidad del acto". En lenguaje más frecuente y abarcativo, se emplea el vocablo "írrito" para fulminar lo que, con apariencia legal, esconde un acto inválido. Se trata de un vocablo que no resulta fácilmente comprensible para el común de las personas, por lo cual es menester explicar su aplicación.
¿Cuál es el efecto que acarrea el vicio de un acto judicial que adolece de la tacha de "írrito"? La conclusión es de pura lógica: se cae la fuerza de la "cosa juzgada" y, al derribarse esa cualidad, no puede invocarse el valor de un "derecho adquirido".
Hay supuestos de alta significación pública que comprometen la confiabilidad y credibilidad que deben motivar las instituciones y sus magistrados, y en estos casos corresponde hacer excepción (excepcionalísima) a la clausura de instancias que provoca el efecto de la "cosa juzgada". Algún tribunal tiene -en esos casos extremos- que corregir el vicio insanable que privó de validez al acto cuestionado. De última, el gravamen causado a la sociedad en estos casos podría abrir las puertas a la jurisdicción supranacional, en aquellos Estados que han adherido a un sistema de protección con garantías procesales para quienes sufren el agravio inferido por un acto judicial meramente aparente.
En su prolongada actuación, la Corte Suprema se ha fijado el deber de procurar con la mayor fuerza posible la consagración de la "verdad jurídica objetiva" por encima de los "ápices procesales", especialmente cuando se está ante casos que no sean una simple "cuestión baladí".
Siempre que subsista una legitimación procesal "activa", no habrá un efecto preclusivo final y definitivo mientras quede en pie la asignatura pendiente del "derecho a conocer la verdad", que forma parte del contenido ético que debe acompañar a la "seguridad jurídica" para que ésta no sea un cascarón sin contenido. En manos de los jueces, derribar el acto írrito es un acto de sanidad; no es una provocación ni deriva en un linchamiento; por el contrario, vale como remedio sanador para disipar escarnios que puedan enfurecer a la sociedad.
En homenaje a los precedentes judiciales, recordamos que la Corte Suprema presidida por Alfredo Orgaz, figura estelar del derecho que hizo posible el nacimiento de una garantía fundamental como el amparo, también exigió que el fallo de una causa sea derivación razonada del derecho vigente y no producto de la individual voluntad del juez; en consecuencia, las sentencias sin otro fundamento que la voluntad de los jueces son revisables en los supuestos en que las razones aducidas por un fallo se impugnan, con visos de verdad, por carentes de atributos. Si fuéramos a la jurisprudencia, encontraríamos que en el pulcro lenguaje de Orgaz no se habla de "acto írrito": se trata de "decisiones judiciales irregulares", basadas en la pura subjetividad del juez que las dictó. También con firma de Orgaz, el máximo tribunal completa su doctrina fundante afirmando -al aludir a la insuficiencia de pruebas- que las mismas razones existen con relación a los aspectos de hecho del juicio.
En síntesis: estos antiguos (pero no caducos) precedentes sentados por la Corte Suprema de Justicia de la Nación nos indican inequívocamente que el debido sustento de los fallos y demás actos judiciales es un camino ineludible para una sentencia no irregular.
Si media una sola probanza y ésta se halla cuestionada o es de dudosa verosimilitud, no cabe dar por finiquitada la cuestión sin más y dar por cerrada la sustanciación que fuera incoada sobre bases que hacían procedentes una más profunda investigación o, por lo menos, poner en juego la energía jurisdiccional indispensable para alcanzar la máxima certeza o certidumbre posibles. El juez no se limita a interpretar el derecho aplicable; por otra parte, y del mismo modo, los hechos y las pruebas exigen un pormenorizado análisis y evaluación. Como dice el refrán, "a los que les quepa el sayo, que se lo pongan". Algo que puede aplicarse a cualquiera de las intencionalidades actualmente en danza.
El autor fue ministro de justicia y conjuez ?de la Corte Suprema