Cuando un maestro exige, nos ayuda a crecer
"Dale, tirate, yo estoy acá por cualquier cosa, ¡vení tranquilo!", me dijo Julito.
¡Qué miedo tenía! Tirarme a la pileta en la parte profunda me asustaba, pero él estaba convencido, ¿qué me podía pasar? Julito eligió a tres chicos, asumía que íbamos a "sobrevivir" en lo hondo, depositó la confianza en nosotros, nos transmitió la idea de que íbamos a poder y él lo garantizaba.
Y me largué. Recuerdo que casi no me tuvo que sostener, solamente estaba allí, como me había dicho. Yo estaba en lo hondo y me sentía un rey, había podido solo, creía, lo había logrado.
Varias décadas después, pienso en las cosas que nos animamos a hacer cuando el maestro transmite el mensaje "podés, largate que te ayudo". Sentí muchas veces ese mensaje en mi educación, el peso de la palabra de un maestro, que me llevaba a creer que podía y a sentir que me acompañaba.
En eso reside una de las claves del rol docente: la exigencia como invitación a avanzar, con la condición del esfuerzo. El mensaje buscaba garantizarme que podía, si me esforzaba, y que contaba con su apoyo.
Es muy fuerte el peso que tienen esas relaciones y lo que implican para los chicos. Me vino a la memoria ese episodio con Julito en la pileta y con él, todo lo que significaron esas voces fuertes, simbólicas, de autoridad: mis docentes.
Me quedé pensando en la idea de inclusión que manejamos hoy, que podría traducirse como "no importa lo que hagas o dejes de hacer, pero quedate"; nos limitamos a rogarles: "¡No te vayas, por favor!".
¿Un mensaje de este tipo ayuda a los chicos? La experiencia muestra que tampoco los retenemos así. Es obvio que no se transmite el "podés hacerlo, si te lo proponés", sino todo lo contrario. La exigencia debe acompañarse de apuesta, invitación a poder, a partir del esfuerzo. Cuando eso pasa, los efectos son maravillosos.
La experiencia de Julito me había vuelto un héroe, había podido porque él me había ayudado, pero era yo quien había tomado el riesgo de tirarme, yo lo había logrado. Él me dejaba el mensaje de que yo podía, su empujón me impulsaba, pero el logro era mío. Y me lo decía Julito, alguien a quien yo respetaba. No sé qué defectos podía tener, pero para mí Julito era un modelo.
Hace unos años, me vino a visitar una alumna de la escuela que había dirigido, a la que había visto por última vez cuando terminó quinto grado. El motivo explícito era consultarme acerca de un tema de la universidad, un pedido de orientación. Pero cuando empezamos a charlar, fue al punto que le interesaba: la separación de sus padres. Me comentó lo que había pasado, cómo se había sentido, lo que había implicado en su mirada del papá, y finalmente me dijo que en medio de esa situación penosa había pensado en llamarme y no se había animado.
A esta altura de mi vida, volví a pensar en el impacto que tienen para un chico los mensajes de un docente; pensé en el valor de la exigencia y la contención para generar ese vínculo. Ella buscaba a ese director que la escuchaba, la acompañaba, le exigía y la apoyaba.
Probablemente estemos ante un error cuando transmitimos a los chicos el mensaje de que los apoyamos, "más allá de lo que hagan". Ni nos piden esa incondicionalidad ni les sirve que sea así. Necesitan de adultos significativos que les exijan y los acompañen, y que crean en ellos. Terminemos con la idea de retenerlos sin normas ni exigencias. No les sirve.
Necesitan saber que pueden, que deben esforzarse y que estamos para acompañarlos y guiarlos, para que, efectivamente, puedan.
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