Cuando Simenon entrevistó a Trotski
Por Néstor Tirri Para LA NACION
Un día León Trotski supo que el espacio para su lucha política en Rusia se había acabado. Fue hace 75 años, el 10 de febrero de 1929, cuando abandonó para siempre su país, rumbo al exilio. Había sufrido una suerte de ostracismo previo en Alma Ata, condenado por su máximo adversario, un Josef Stalin ya dueño total del poder, y luego expulsado del país. En Odessa, una nave lo conduciría a Constantinopla junto a su mujer, Natalia Sedova. Turquía fue la primera etapa de un periplo que habría de concluir en 1937, en México. Allí, en su casa de la zona de Coyoacán, el estalinista español Ramón Mecader le dio muerte, en agosto de 1940.
Hacia 1933, el narrador belga Georges Simenon, residente en París, también inicia una serie de viajes que lo llevarán, como periodista, a Rusia, Africa y algunos países mediterráneos, con un plan de notas y entrevistas. En una de esas recorridas llega a Constantinopla (hoy, Estambul) en busca del otrora hombre clave de la revolución bolchevique y fundador del Ejército Rojo. Una mañana, el teléfono despierta al joven belga y un secretario de Trotski lo cita para el día siguiente a las 4 de la tarde en Prinkipo, una de las cuatro islas que asoman a una hora de Constantinopla, donde se ha recluido el ex dirigente ruso de origen judío. Simenon le ha enviado tres preguntas por escrito, porque así lo exige Trotski; éste las responderá, también, por escrito.
La entrevista se publicó en un periódico poco después, pero sólo a fines de 2003 -en ocasión del centenario del nacimiento de Simenon- fue rescatado por primera vez en formato de libro, por la editorial italiana Adelphi. El documento, hoy apenas una curiosidad, trasunta, sin embargo, un inédito instante de la cotidianidad de una figura histórica, casi como si se exhumaran viejas fotografías de un hombre que pautó una de las líneas políticas de su siglo. Por lo demás, revela la visión trotskiana del status político internacional de esa incipiente década, cuando hacía apenas unos meses que Hitler se había encaramado en el poder y ya nada sería igual en la convulsionada Europa. Cuesta imaginar al escritor que, años más tarde, durante la ocupación nazi en París, fue denostado por su indiferencia política (cuando no por su presunto silencio cómplice), fascinado en 1933 por la figura del revolucionario ruso.
Ya en la isla, un coche a caballo conduce al periodista hasta la casa del exiliado. "El aire, el agua, las hojas, el cielo -describe Simenon, en quien ya despuntan los rasgos del sagaz escritor-, todo es tan calmo que, al pasar, tengo la sensación de interferir los rayos del sol. También yo me muevo como en ralentí, sin frenesí, sin curiosidad, me atrevería a decir." Un policía merodea por ahí. El secretario que recibe al visitante se manifiesta atónito por la complacencia de su maestro en acceder a la entrevista, ya que los periodistas han sido ahuyentados una y otra vez. También informa al recién llegado sobre la rutina en Prinkipo: Trotski se dedica a pescar y a leer, y sólo va a Constantinopla por consultas médicas.
Lo acompaña a la casa, por fin. En el interior, Simenon advierte que las paredes están tapizadas de libros en todos los idiomas; sobre el escritorio reposa Viaje al fondo de la noche , de Louis-Ferdinand Céline, el mismo que años más tarde deslumbraría a Cortázar. Simenon repara en el libro y el secretario le informa que esa novela ha impactado al dueño de casa ("La literatura francesa es la que mejor conoce", le aclara).
Aparece Trotski y le extiende la mano. A estas alturas del artículo, Simenon, en una sutil elipsis, se ahorra la descripción del personaje, porque cientos de textos e imágenes ya han dado cuenta de sus rasgos. Sin embargo, apunta: "Me bastaría poder trasuntar la impresión de calma y serenidad que tuve, la misma calma y la misma serenidad que transmiten el jardín, la casa, el ambiente".
Trotski le presenta unas hojas escritas a máquina, con las respuestas a las preguntas del periodista. El entrevistado irá comentando esas respuestas. Hablan largamente de Hitler; Simenon advierte que es un asunto que lo preocupa mucho y percibe en el otro una profunda inquietud. Ahí entroncan con la respuesta a la primera pregunta, que apunta a la cuestión racial, si será predominante en la fase inmediata del proceso político del momento o si prevalecerán problemas económicos o militares.
"No, no creo que la raza vaya a ser un factor decisivo en la fase que se avecina -reza la respuesta que ha redactado-. La raza es una cruda materia antropológica (heterogénea, impura, mixta), una materia a partir de la cual el desenvolvimiento histórico ha creado esas semielaboraciones históricas que son las naciones... Quienes decidirán las especies de la nueva época serán, sobre todo, las clases y los grupos sociales y las corrientes políticas que generan. Naturalmente, no niego que las cualidades y las características distintivas de las razas tengan un significado, pero en el proceso evolutivo pasan a un segundo plano respecto de la técnica del trabajo y del pensamiento. La raza es un elemento estático y pasivo, mientras que el dinámico es la historia. ¿Y cómo puede un elemento relativamente inmóvil determinar por sí el movimiento y el desarrollo? Todos los caracteres distintivos de la raza se desvanecen frente al motor a explosión, por no decir ante la ametralladora."
La siguiente pregunta roza, implícitamente, la situación dictatorial que ha determinado el destierro de Trotski; más aún, si la instauración de las dictaduras del momento condicionará el futuro de los pueblos. La respuesta: "No creo que los Estados se dividan bajo la égida de las dictaduras, por un lado, y de las democracias, por el otro. Más allá de un círculo de políticos de profesión, las naciones, los pueblos, las clases no viven de la política. Obviamente la afinidad entre ciertos regímenes estatales cuenta y puede facilitar las alianzas. Pero las que deciden son las consideraciones materiales: los intereses económicos y los cálculos militares".
El último punto del cuestionario de Simenon suena un poco vago. Le pregunta si considera posible una evolución gradual o si habrá un estallido violento e inevitable, y cuánto podrá durar la actual incertidumbre. Trotski ha detectado a qué apunta la preocupación del belga. "El fascismo, y en particular el nacionalsocialismo alemán -sentencia-, conllevan en sí un riesgo de guerra en Europa bastante evidente. Tal vez me equivoque, ya que en este momento vivo alejado, pero me parece que no se tiene suficiente conciencia de este peligro. Y en una perspectiva no de meses, sino de años (aunque no de decenios), considero absolutamente inevitable que la Alemania fascista desencadenará una guerra. Y es éste el problema que la Europa de hoy debe disponerse a afrontar."
La contundencia del pronóstico -que el devenir histórico confirmaría poco después- produce un silencio. Por lo demás, el cuestionario previsto se ha agotado. "¿Tiene otras preguntas?", dice Trotski, con aire paciente. "Una sola, pero no quisiera resultar indiscreto", responde Simenon, y apunta que su interlocutor sonríe, al tiempo que le hace un gesto con la mano para que prosiga. El escritor ha leído que el exiliado recibió a emisarios rusos, quienes lo habrían invitado a regresar a su patria.
La sonrisa de Trotski, al responder, se amplía. "Es falso, pero sé de dónde viene la información: de un artículo que escribí hace un par de meses para la prensa norteamericana. Dije que, habida cuenta de la actual situación política rusa, estaría dispuesto a servir de nuevo a mi país en caso de que se encontrara en peligro." "¿Volvería al servicio activo?", le pregunta Simenon, y la respuesta es un sereno gesto afirmativo.
Uno de los ayudantes de Trotski trae unas redes para la pesca del atardecer. El visitante comprende que la entrevista ha concluido.
Por la noche, en el Regent, donde se hospeda, Simenon repara en un anuncio: el restaurante del hotel recibe a las damas de la emigrada aristrocracia rusa, a las que agasajan con vodka, blinis y balalaikas. El escritor calcula que a esa hora Trotski ya ha regresado de la pesca y que se ha entregado al sueño; una vaga sonrisa irónica recorre su pensamiento al confrontar esos exilios de rusos que convergen allí, en Turquía, destinos tan disímiles como el de las damas y el del revolucionario.