Cuando sea grande
La historia de la ciencia es profusa en grandes talentos que se fueron demasiado jóvenes. Los matemáticos Évariste Galois (francés), Abel (noruego) y Ramanujan (indio) murieron a los 20, 26 y 32 años, respectivamente; Ada Lovelace, considerada la primera programadora, a los 37; la cristalógrafa Rosalind Franklin, una de las descubridoras de la estructura del ADN, a los 37, y el filósofo y polímata Blaise Pascal, a los 39.
Pero afortunadamente (y más en estos tiempos), lo contrario también es cierto. Rita Levi-Montalcini, la neurobióloga italiana que recibió el premio Nobel por haber descubierto el factor de crecimiento nervioso, siguió yendo diariamente a su laboratorio y al Senado italiano, donde tenía una banca vitalicia, hasta casi los 103. Un año antes de morir, en 2012, fue investida con un doctorado honoris causa de la Universidad Mc Gill, de Canadá. Víctor Yohai, el matemático argentino que la semana próxima recibirá el Premio Bunge y Born, una de las más prestigiosas distinciones a la actividad científica que se otorgan en el país, mantiene a los 79 la pasión y el entusiasmo que lo atrajeron a esta disciplina cuando era adolescente.
En estos días uno no puede menos que maravillarse ante un caso para el asombro, la admiración y hasta la incredulidad. Es el de Mario Bunge, físico y filósofo argentino radicado desde hace muchos años en Canadá, que el mes próximo cumple ¡99!, y que sigue trabajando y produciendo con el ritmo de vértigo al que nos tiene acostumbrados. Acaba de finalizar un extenso ensayo y de sumar un nuevo libro, Doing Science. In the light of philosophy (Haciendo ciencia. A la luz de la filosofía, World Scientific, 2017).
En una visita a Buenos Aires, después de la publicación de su extensa autobiografía (Memorias. Entre dos mundos, Eudeba y Gedisa, 2014), confirmó que es, sin duda, un prodigio. A los 19 ya había fundado la Universidad Obrera Argentina. Graduado de físico en la Universidad Nacional de La Plata, más tarde se dedicó a la filosofía y la epistemología, y escribió, entre otras obras, un tratado en ocho tomos (Treatise on Basic Philosophy). Le concedieron veintiún doctorados honoris causa y, en 1982, el Premio Príncipe de Asturias de Humanidades. Se jubiló como profesor a los 90?, solo porque ciertas dificultades auditivas hacían que sus clases ya no fueran tan dinámicas como le hubiera gustado.
Agudo y ameno al conversar, sorprende a quienes lo conocen por su memoria prodigiosa y las anécdotas de una precisión desconcertante (con fechas, nombres y todo tipo de detalles) con que salpica la charla.
Baste con mencionar que recordó su vida de casi un siglo sin la ayuda de libretas de notas ni correspondencia. "El pequeño archivo que tenía lo doné hace algunos años a la Facultad de Ciencias [de la universidad Mc Gill]. Nunca conservé cartas propias. No tenía tiempo", contó en esa oportunidad.
Proezas semejantes me hacen recordar una de mis historias favoritas, leída hace mucho en un librito diminuto. En el prólogo de la serie de grabados Cien vistas del Fuji, el artista japonés Hokusai escribió: "Desde los dieciséis años tomé la manía de dibujar la forma de las cosas. A los cincuenta años había publicado gran número de dibujos, pero todo lo producido antes de los setenta no debe tenerse en cuenta. A los setenta y tres creo haber adquirido algún conocimiento de la estructura verdadera de los seres naturales, animales, plantas, árboles, peces o insectos. Opino que cuando haya cumplido los ochenta habré progresado notablemente. A los noventa penetraré el misterio de las cosas; a los cien haré una obra asombrosa, y a los ciento diez, cuando dibuje, aunque solo sea un punto o una línea, poseerá el soplo de la vida". Y firmaba: "El viejo loco por el dibujo".
Ejemplos como estos hacen que uno no pueda menos que plantearse: "Cuando sea grande, yo también quiero ser así".