Cuando se cumplía a rajatabla el precepto sarmientino de “educar al soberano”
En momentos en que uno de los graves problemas de gran parte de los alumnos argentinos radica en la dificultad para interpretar simples textos, se añoran los tiempos en que la educación era meta principal de los gobiernos
- 6 minutos de lectura'
Se aproximaba el primer centenario de la Revolución de Mayo y el país que apenas medio siglo atrás había sido prácticamente un desierto se aprestaba a celebrar el milagro de una prosperidad sin límites. En tan pocas décadas había multiplicado su población, sembrado su inmenso territorio de medios de transporte que unían a centenares de nuevos pueblos y ciudades, abierto teatros y otros centros de cultura que competían con los primeros del mundo, levantado grandes hospitales e inaugurado bellos parques. Sobre todo, había perseverado en la idea de llevar la instrucción pública al máximo nivel, mediante nuevas universidades, institutos politécnicos y escuelas normales, luego de asegurarse que hasta en los más pequeños y remotos núcleos de población se cumplía a rajatabla el precepto sarmientino de “educar al soberano”.
Para 1910, no pocos de los hijos de inmigrantes que habían llegado a la Argentina con las manos vacías eran notables profesionales, ejercían el periodismo, brillaban en el plano científico, generaban industrias y daban lustre a sus apellidos, que en ciertos casos fueron incorporados con el paso del tiempo a las respectivas nomenclaturas urbanas.
Era comprensible que los gobernantes quisieran mostrar al mundo el producto del esfuerzo colectivo, de los logros de cada uno de los habitantes, desde los más encumbrados hasta los más modestos.
Y también lo era que las primeras naciones de la Tierra decidieran sumarse a los festejos del centenario a través de sus presidentes, embajadores extraordinarios, delegaciones militares y primeras figuras de la cultura mundial.
España quiso ser representada por una integrante de la Casa Real y vino la infanta Isabel de Borbón, la célebre Chata, tía de Alfonso XIII, que recibió múltiples agasajos y estuvo junto al presidente José Figueroa Alcorta en el gran desfile militar y en la Parada Naval del Centenario.
En su comitiva se hallaban varios periodistas, entre ellos Alfredo Escobar y Ramírez, marqués de Valdeiglesias, director del madrileño diario La Época, que luego de enviar puntualmente sus notas sobre aquella magna y polifacética celebración decidió reunirlas en un libro titulado Viaje de su alteza real la infanta doña Isabel a Buenos Aires, mayo de 1910.
Más allá de la crónica que hizo de aquellos sucesos, corresponde señalar la admiración que despertó en él la visita a algunas escuelas de la ciudad de Buenos Aires. Sensación que seguramente le hubiesen suscitado no pocos establecimientos de otras ciudades argentinas.
Acompañado por el exministro de Relaciones Exteriores y de Justicia e Instrucción Pública, además de legislador y periodista brillante, Estanislao S. Zeballos, cuya cultura e inteligencia causaron profunda admiración a su colega hispano, salieron a recorrer algunos establecimientos. Entraron en la Escuela Sarmiento, “un verdadero palacio griego”, según el marqués de Valdeiglesias, pero no pudieron asistir a ninguna clase porque se estaba efectuando una exposición sobre la enseñanza en el territorio de Misiones, donde los alumnos de la Escuela de Artes y Oficios que habían realizado los trabajos recibían “instrucción análoga a la de los niños alemanes”.
Se dirigieron a “otro palacio, también escolar”. “En el momento de llegar nosotros [expresa el periodista], una maestra bien trajeada, linda y simpática, daba clase a sus alumnos sobre la importancia de las fiestas del Centenario”. Le sorprendió a Valdeiglesias la capacidad expresiva de aquellos chicos: “Nos explicamos por qué brotan en este país tantos oradores”. Concluida la lección, los niños, formados de dos en dos y “cantando un himno escolar” se detuvieron ante la cantina del establecimiento, “donde individuos de una sociedad titulada La Copa de Leche los obsequia, diaria y gratuitamente, con un vaso de tan nutritivo líquido”.
Escobar, que venía de una España pobre y sacudida por sucesivos infortunios, reflexionaba que en su país –”dado por desgracia al chiste y la chirigota, y donde tantas cosas útiles y respetables causan risa”– quizá parecería ridículo ver salir a los niños de una escuela “marcando el paso, capitaneados por una profesora de veinte abriles, tocada con un sombrero cloche”. En cambio, subrayaba, en la Argentina, cuanto tendía a despertar en los chicos amor a la bandera, “es mirado con respetuosa consideración”. “Esto, que es lo corriente en Alemania y en los Estados Unidos y que la República Argentina imita en sentido altamente patriótico, puesto que el amor a la patria arranca en la escuela, ha empezado a ponerse tímidamente en práctica en algunas escuelas de España”.
Y agregaba: “Hablamos con algunos niños de las escuelas por nosotros visitadas. Vestían todos ellos con gran aseo, tenían el color de la salud y parecían educados con esmero. La impresión que nos produjeron, no pudo ser mejor. La mitad, por lo menos, eran hijos de españoles; había también niños alemanes, italianos y algunos rusos; pero la verdad es que de la escuela todos salen argentinos”. Valdeiglesias recorrió con Zeballos otros colegios. Además, despertaron su admiración los gimnasios de distintas sociedades donde los alumnos practicaban gratuitamente diversos deportes.
Concluyen las páginas dedicadas a la instrucción pública en el país que festejaba jubiloso su primer centenario, con estas reflexiones: “La tercera etapa de la educación juvenil –el servicio obligatorio– pudimos apreciarla al contemplar las tropas el día de la revista militar y cuando marchó el presidente de Chile. Fácilmente se comprendía que aquellos jóvenes altos, fuertes, limpios, que componen los regimientos argentinos, no habían adquirido su apostura y marcial gentileza en los cuarteles; tenían más sólido fundamento: arrancaba su origen en la escuela”.
Aludía el periodista a la pujanza económica de esta tierra, por entonces próspera y hasta opulenta, ubicada entre las primeras del orbe, ejemplo de la vieja Europa y meta de los que anhelaban un porvenir mejor, donde la primera privilegiada era la educación a través de escuelas regidas por el sentido de la responsabilidad y la libertad, y de universidades en las que se formaban investigadores y profesionales tan bien capacitados como imbuidos de sensibilidad social.
Frente a esta visión optimista hubo quienes, como el jurista Adolfo Posada, señalaron el riesgo que corrían los argentinos de considerarse, “el ombligo del mundo”, actitud que no iba a ayudarlos a mantener y superar los logros obtenidos.
Sin embargo, cuando se oye decir que uno de los graves problemas de considerable parte de los alumnos argentinos radica en la dificultad para interpretar simples textos; cuando se desestima con ligereza el mérito; cuando se consideran discriminatorias las calificaciones y superfluos los esfuerzos, no se puede sino añorar los tiempos en que la educación era meta principal e inclaudicable de los gobiernos. Y no solo en los ya remotos días del Primer Centenario, sino en nuestra niñez, cuando era un orgullo obtener una buena nota, cuando los niños jugábamos sin temor en los recreos, cuando el guardapolvo nos igualaba a todos y los padres eran celosos colaboradores y no enemigos de los maestros.
Expresidente de la Academia Nacional de la Historia