Cuando no importa qué se hace sino quién lo hace
La primera vez que llegué a Paraguay, el aeropuerto se llamaba Presidente Stroessner y estaba presidido por un gran mural con la imagen del general que gobernaba allí desde hacía muchos años. Es un recuerdo simbólico, que remite a innumerables hechos parecidos.
Los antiguos romanos, escamados por su experiencia monárquica, elegían cónsules cada año. Y, por las dudas, los elegían de a dos, para que ninguno tuviera preeminencia. En el otro extremo, Rafael Leónidas Trujillo, mandamás dominicano, gobernaba desde Ciudad Trujillo y era llamado licenciado, doctor, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva. Hitler exigió un juramento de lealtad personal, en tanto Mussolini, Stalin y Mao gozaban de una suerte de deificación cívica, con estatuas, homenajes y pleitesías por doquier.
¿Eran merecidos esos honores? El juicio queda, para cada caso, a cargo del lector; y mucho se ha dicho ya acerca de esos personajes y tantos otros semejantes. Lo que cabe destacar aquí es la paradójica relación entre sujetos y acciones.
En efecto, cualesquiera sean nuestros criterios de preferencia, algunas acciones (o decisiones, o políticas, o actitudes) nos agradan y parecen dignas de aprobación, en tanto otras se nos antojan condenables. Esto es enteramente normal.
A la vez, los autores de acciones que nos agradan pasan a agradarnos también (o viceversa), razonablemente a causa de esas acciones. Esto también es normal, aunque conviene advertir que dichas personas hacen, han hecho o harán muchas otras cosas además de las que motivan ahora nuestro agrado o desagrado, y tal vez no todas ellas concitarían en nosotros la misma reacción emotiva. Nos falta información o descuidamos la relevancia de los hechos; pero, al fin y al cabo, somos humanos y finitos.
Los problemas empiezan, sin embargo, cuando la reacción hacia las personas levanta vuelo y se despega de la reacción hacia los hechos. Dicho de otro modo, cuando no nos importa tanto qué se hace como quién lo hace. Ahí es donde los personalismos se desbocan: aprobamos a un individuo y, por lo tanto, aplaudimos cualquier cosa que haga o diga; desaprobamos a otra persona, y cualquier acción, afirmación o pensamiento de su autoría nos parece execrable.
Hay ahí, ante todo, una ocasión de contradicción: a menudo, una misma acción nos parece bien si la hace A y mal si la hace B; hemos olvidado que nuestras actitudes hacia A y B provenían de sus acciones, y ahora invertimos la ecuación para que nuestras actitudes hacia las acciones dependan del sujeto que las lleve a cabo.
Una actitud semejante llegaba al paroxismo en la década de 1970, en los llamados “años de plomo”. Cuando se conocía el asesinato de una persona, muchos pedían detalles antes de juzgar: si un amigo había muerto a manos de un enemigo, se indignaban; pero si un amigo había matado a un enemigo les parecía bien, o al menos decían “por algo será”. En tiempos de mayor normalidad, el fenómeno se manifiesta como una disfunción de la democracia: los partidos ya no proponen plataformas, sino se forman alrededor de líderes, por lo que la gente se ha habituado a identificar las facciones como Fulanismo o Menganismo.
Las personas y las ideas, pues, se hallan en conflicto. Lo mejor sería debatir las ideas, sin que importase quién las pusiese en práctica. Pero lo que hay es un debate sobre las personas, sin que importe mucho qué hagan. Algo está funcionando mal en nuestra mente colectiva.
Director de la Maestría en Filosofía del Derecho, UBA