Cuando los que se van no dejan de venir
En memoria del profesor Primitivo Ignacio Pérez de Arenaza
LAUSANNE, Suiza
Hace unas semanas tuve la oportunidad de entrevistar a Françoise Dastur, probablemente la filósofa francesa más importante de los últimos treinta años. Dastur me dijo que si había algo para destacar en estos tiempos de pandemia y confinamiento era la posibilidad que ha tenido gran parte de la población mundial de dejar de correr apresurada, y hasta de detenerse. Es que solo entonces, fuera del circuito de la acción automatizada, conseguiremos preguntarnos: ¿qué estoy haciendo de mi vida?; ¿es esto de lo que se trata?; ¿realmente es esto lo que me llama para seguir adelante?
Este año que se acaba hemos tenido que hacernos cargo, cada quien a su manera, del quiebre del funcionamiento habitual de las cosas. El desmantelamiento de este circuito supuso experimentar la ausencia en carne propia, quizá como nunca antes. Me refiero concretamente a la ausencia de aquellos con quienes tejíamos nuestro mundo cotidiano, colegas, amigos y familiares, pero también a la ausencia que conlleva la muerte de nuestros seres queridos más cercanos.
La historia de la civilización occidental debe ser pensada a partir de la presencia y no de la ausencia. Encantado por la maravilla de lo que se le presenta ahí delante, el ser humano creó el pensamiento filosófico primero y luego sus secuelas: la teoría, las ciencias y las técnicas. Hemos querido captar íntegramente esa "presencia", nombrarla, explicarla, dominarla. La misma disposición anima el descubrimiento, o el invento, de Dios, siempre omnipresente. En esta línea, Aristóteles ya se había propuesto interpretar el tiempo como sucesivo, lineal y mesurable. Es decir, el tiempo concebido desde el presente, como sucesión de ahoras. Su propuesta tuvo un éxito rotundo; su interpretación del tiempo como duración se volvió la forma "correcta" de concebirlo. Hoy diríamos que se volvió viral, como esta pandemia que parece hacernos signos por fuera del culto de la presencia.
Occidente privilegió, desde el principio y cada vez de manera más aguda e insistente, la presencia y el presente, descartando cualquier otra experiencia del pensar que pudiera menoscabar la avidez, la sed, del hombre por lo actual.
Así, este modo fundamental de la presencia y el presente nos permitió la disponibilidad generalizada y el achicamiento de todas las distancias. Todas las distancias en el tiempo y en el espacio se encogen cada vez más. Hoy llegamos casi a una suerte de inmediatez espacio-temporal. Hace un rato apreté la tecla return después de unos segundos de búsqueda; virtualmente, apretar la tecla quiere decir conseguir, acceder, disponer. Que mañana tenga en mis manos el libro que deseaba es una minucia al lado de este poder de disposición generalizado. Internet se impone como la cima de la supresión de todas las distancias. Ya domina el conjunto entero de todas las comunicaciones posibles. El ser humano recorre los más largos trechos en el más breve tiempo. Deja atrás las más largas distancias y pone ante sí la totalidad de las cosas.
Podemos preguntarnos, sin embargo, si esta supresión de las distancias trae consigo alguna cercanía. Martin Heidegger, que nunca se convenció de la necesidad excluyente de la presencia y del presente, dice que la cercanía no consiste en la pequeñez de la distancia: "Lo que, desde el punto de vista del trecho que nos separa de ello, se encuentra a una distancia mínima de nosotros? puede estar lejos de nosotros. Lo que, desde el punto de vista del trecho que nos separa de ello, está a una distancia inabarcable, puede estar muy cerca de nosotros".
Pero entonces ¿qué es la cercanía, si sigue estando ausente a pesar de la reducción de las distancias que nos propone nuestro mundo hoy? Más aún ¿qué es la cercanía cuando estando ausente permanece también ausente la lejanía?
En el mundo prepandémico todo parecía querer persistir en la presencia. Aún hoy la abolición de todas las distancias tiende a la uniformidad, donde nada está lejos ni cerca, como si no hubiera distancia alguna. Lo terrible no es la ausencia de los que se van, ni de los que no estarán más entre nosotros. Lo terrible es el modo como todo es presente, "el hecho de que a pesar de haber superado todas las distancias, la cercanía de aquello que es sigue estando ausente", como señala Heidegger.
El ser humano, cuando abandona la confusión del dominio, del presente, de la duración y de todo aquello que es mesurable, permite que las cosas comparezcan en la cercanía. Estar lejos no es nunca mera distancia. La proximidad no es entonces la preeminencia de lo inmediatamente accesible sobre lo lejano. La proximidad es lo que abraza y libera el horizonte, siempre abierto, en el que estamos sin cesar preparados para acoger lo que nos acontece.
Proximidad y lejanía se corresponden mutuamente en una relación no medible. Porque la proximidad esta enteramente habitada por la tensión que suscita le irrupción posible de lo que se reserva en la lejanía. Es así que lloramos a los que se van, que, sin embargo, no dejan de venir. No están presentes, están ausentes estando cerca y lejos a la vez.
Y los que aún quedamos seguimos yéndonos.