Cuando los padres no ocupan su lugar
Muchos adultos, en lugar de auditar la calidad educativa, la capacitación docente o el estado de las aulas, acompañan a sus hijos al error desde posiciones ideologizadas
El Colegio Nacional de Buenos Aires tiene algunos atributos arquitectónicos extraordinarios. El color verde de los azulejos fue elegido, hace más de cien años, porque relaja la vista. Esta idea, que todavía hoy suena vanguardista, contrasta con otro de aquellos atributos extraordinarios, uno de un color más bien medieval: los túneles que lo conectan con distintas dependencias de la Manzana de las Luces. Ejercen una atracción fascinante; vinculan al alumnado con una tradición muy anterior a la actual, que es la de los jesuitas que fundaron el Colegio Grande de San Carlos y que remedia un poco la frustración que sienten algunos, como un amigo mío, que a los trece años le reprochaba a la madre que no lo hubiera mandado a Hogwarts, el colegio de Harry Potter.
El 24 de septiembre, cinco alumnos del colegio, que estaba "tomado" (y que continuaría así hasta el 27), entraron a la iglesia de San Ignacio de Loyola a través de uno de los túneles. Para ello, debieron forzar cuatro puertas. Hicieron pintadas y prendieron fuego un banco. Las restauraciones costarán unos catorce millones de pesos.
Mi abuelo, Juan Antonio Solari Brumana, era alumno del colegio mientras sucedía la Guerra Civil española. A la salida de clases se agarraban a las trompadas franquistas contra republicanos. Casi setenta y cinco años después de terminada la Guerra Civil, los alumnos escribieron en el piso de la iglesia: "La única iglesia que ilumina es la que arde", frase popular del anarquismo de aquella época. Tal vez el fantasma republicano de Juan Antonio poseyó a estos cinco chicos y los llevó a cometer un acto de vandalismo que, si bien podía repudiarse aun en la década del 30 (como podían repudiarse las trompadas), en aquel contexto por lo menos se podía entender.
Hay un reglamento vigente que contempla la expulsión de los alumnos y cuyas disposiciones fueron violadas sistemáticamente durante la toma en general y, sobre todo, durante el atentado contra la iglesia, como es obvio. Querría, sin embargo, sugerir una alternativa. El colegio, recogiendo una idea que está en ese mismo reglamento ("Cuando sea factible, se procurará ofrecer al alumno la posibilidad de sustituir la sanción por un trabajo reparador […] que le permita comprender las razones por las cuales su conducta afecta la convivencia en el Colegio"), no debería expulsar a nadie. El Buenos Aires (como cualquier escuela) debe funcionar como una institución pedagógica y humana de mayor alcance que la mera instrucción de contenidos y debe por lo tanto asegurar que sus alumnos sean personas civilizadas. Expulsados, la nueva institución los recibiría como una carga, para perjuicio, sobre todo, de ellos mismos.
Es cierto que esto desarticula por completo el sistema disciplinario vigente, que siempre tiene la expulsión como horizonte, pero no lo es menos que el espíritu moderno del colegio obliga a cuestionar la idea misma de sanción punitiva, si un esquema distinto puede dar mejores resultados para los alumnos y para toda la comunidad. Por lo pronto, no concibo nada más positivo que obligar a los alumnos a reparar el daño, colaborando en las tareas de restauración –si las autoridades eclesiásticas están de acuerdo–, y a recibir instrucción sobre el valor del patrimonio.
Los mejores rectores del CNBA fueron pedagogos que estaban en busca de métodos avanzados de enseñanza y de ordenamiento de la vida comunitaria. Amadeo Jacques y Juan Nielsen eran rectores científicos. Personajes de esta clase pueden impulsar un debate sobre el rol de las sanciones disciplinarias y su utilidad.
En términos más generales, es evidente que los alumnos desconocen la dimensión de la idea misma de autoridad y de obediencia a un pacto previo, como el reglamento del colegio que firmaron (junto a sus padres, dicho sea de paso) al ingresar. El sistema de castigos probó ser ineficiente, porque las tomas continúan aun cuando se las haya penalizado en varias oportunidades. Es como si los alumnos tuvieran que aprender de nuevo todo esto, como si se tratara de una materia más. Un abordaje que piense más en la comunicación entre las partes que en su subordinación (aunque ella sea objetivamente verdadera) quizás pueda favorecer ese aprendizaje.
También debe repensarse la injerencia de los padres en la comunidad educativa, cuestión que la toma expuso dramáticamente. El mismo espíritu de modernidad que a comienzos del siglo XX los marginaba deliberadamente, por considerar, como Ricardo Rojas, que el Estado laico era el responsable total de la educación de los chicos, a los que se debía rescatar del aparato reaccionario de la familia, hoy puede tomar otra dirección.
En la toma de la semana pasada, los alumnos protestaban contra una ley nacional vigente que, entre otras medidas, elimina más de 160 orientaciones (!) en títulos secundarios. Las desnaturalizaciones de la protesta son muchas. Los padres, que hubieran sido los indicados para señalarlas, las aceptaron, y llegaron incluso a dormir en el colegio con sus hijos, en un bizarro incesto ideológico. Primero: la reforma en cuestión no afecta al Buenos Aires ni al Pellegrini. Segundo: la toma se votó por un par de cientos de personas, en un colegio de más de dos mil, que no tienen por qué manifestarse para, sencillamente, ejercer su derecho a seguir teniendo clases. Tercero: tomar el colegio por "solidaridad" le hace daño a la causa de los otros colegios, por la inevitable concentración de la opinión pública en el Buenos Aires. Sus alumnos, muy enemigos de que se los considere una elite, ejercieron un paternalismo irritante.
No descarto a priori la legitimidad de una toma. Recuerdo una de agosto de 2001, en la que participaron docentes y alumnos, que fue respaldada por el entonces rector Horacio Sanguinetti y que combatía los recortes presupuestarios en educación que hubieran obligado a cerrar el colegio. Se trata, como se ve, de un último recurso, una medida de excepción.
Los padres, que podrían favorecer la modernización de la vida comunitaria en el Nacional, auditando la calidad educativa, la asistencia de los docentes, su capacitación, el estado de las instalaciones (es decir, lo que se hace en los países donde la intervención de los padres funciona), terminan asumiendo posiciones reaccionarias. Estas tomas no hacen más que incentivar a la gente a mandar a sus hijos a escuelas privadas, que aseguran más efectivamente el dictado de las clases. Conforme se multiplican, las tomas conspiran tanto contra la educación pública como el peor de los ajustes.
El proceder de algunos padres sólo se entiende desde una perspectiva fatalmente ideologizada. Como si hubieran atravesado otro túnel, el túnel del tiempo, en una de sus asambleas alguno llegó a decir: "Hemos perdido el miedo". Los sindicatos buscan su supervivencia en un Estado empobrecido y los alumnos hacen lo mismo que vienen haciendo desde hace décadas, aunque estén casi siempre equivocados. Los padres, en cambio, desaprovechan la posición de privilegio que les otorga la distancia, en un gesto de infinita irresponsabilidad.
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