Cuando los hábitos se prohíben por decreto pasan a la clandestinidad
Ante la nueva ola de la pandemia, las soluciones se reducen a las mismas que no alcanzaron para atemperar los daños en la primera: restricciones públicas o responsabilidad personal
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La pandemia da una nueva vuelta y pone a prueba qué aprendimos en la primera. Sin embargo, ante el recrudecimiento de la peste, las soluciones se reducen a las mismas dos que no alcanzaron para atemperar los daños en aquella experiencia: restricciones públicas o responsabilidad personal. La polarización nuestra de cada día trata esas opciones como si fueran excluyentes, en lugar de coordinarlas para optimizar los resultados. En esa trampa caen los que entienden que las medidas gubernamentales tienen que ser drásticas, con el riesgo de perder la proporcionalidad entre los derechos que menoscaban y aquel que dicen proteger. O, por el contrario, en nombre de la responsabilidad individual se omiten mínimas pautas y controles.
La comparación fácil de países sincronizados en una pandemia globalizada propicia el error en el que caen hasta los analistas más sesudos cuando confunden eventos con contextos, suponiendo que todos son lo mismo. Un cierre total de las actividades comerciales no es igual en economías estables que en las que están en emergencia, como es el caso de la Argentina, con más de la mitad de su gente en condiciones marginales que no entienden de teletrabajo ni sueldo mensualmente acreditado. La opción de suspender las elecciones no tiene el mismo impacto en países con instituciones democráticas consolidadas que en aquellos de democracia de baja intensidad en los que el voto es casi el único ejercicio republicano. Los eventos pandémicos pueden parecer los mismos en Suecia o en Chile, pero los contextos argentinos son muy diferentes.
Las medidas que apelan a la responsabilidad individual tienen suerte distinta en países con tradición de cumplimiento de normas y de respeto al prójimo, que en aquellos en que una simple orden de mantener de distancia es una abstracción de libre interpretación. Si a veces esa instrucción se consigue materializar, es porque la responsabilidad personal es acompañada por un esfuerzo colectivo que señaliza el espacio público, instala barreras físicas y delimita aforos. Mejor, además, si hay alguien para orientar el cumplimiento. Cuando nada de esto existe, la misma gente que cumplía se amontona en comercios y transporte y usa la mascarilla como una bufanda de dudosa higiene.
Podría haberse sospechado que en el segundo país en muertes por accidentes de tránsito, según la OCDE, las reglas de convivencia en el espacio público estaban rotas. Y no solo por la tendencia a la anomia tan argentina sino también porque no existe un sistema adecuado para acatar las normas. Sin un diagnóstico sincero y fundado en la situación de cada jurisdicción, cualquier medida carece de legitimidad de origen. Podemos seguir discutiendo si la culpa de la catástrofe es de la ciudadanía irresponsable o del funcionario inconsecuente que insiste en decretar medidas irrealizables. Pero así se nos fue un año de cifras lamentables, que desde julio pasado no bajan de cinco mil contagios y nunca menos de cien muertos diarios, según Our World in Data. Mientras tanto, empezamos lo que no ni siquiera sabemos si es la segunda ola o la tercera, recurriendo a las medidas viejas sin haber usado el tiempo para preparar condiciones nuevas.
En la Argentina no se conocen estudios sobre el impacto en los resultados epidemiológicos de las medidas sanitarias. Pero hay mucha investigación científica sobre los fenómenos sociales que impactan en la Covid19 con datos empíricos y perspectiva comparada. Un estudio publicado en marzo en The Lancet Planetary Health, desarrollado por universidades de Estados Unidos, Países Bajos y Hong Kong analizó en 57 países la correlación entre los índices de infecciones y muertes por coronavirus y el apego a las normas. El resultado no los sorprenderá. Hacia octubre de 2020, los países más estrictos tuvieron mejores resultados que los más laxos. Los países con menos apego a las normas tuvieron 4,99 veces más casos (7132 por millón para los más laxos, frente a 1428 por millón de los más estrictos) y 8,71 veces el número de muertes (183 por millón frente a 21 por millón, respectivamente). Entre los primeros estaban países como Singapur, con 9825 casos y 5 muertes por millón y Taiwán con 22 casos y 0,3 muertes por millón. Entre los segundos, Brasil y EE. UU. tuvieron aproximadamente 24000 casos y 700 muertes por millón. Cerca de este grupo se ubicaba la Argentina con 20999 casos y 561 muertes por millón.
La aparente obviedad de que en sociedades más obedientes resulta más fácil establecer ordenamientos no parece tan obvia cuando, un año después, vemos que se pretende homogeneizar medidas en jurisdicciones muy diferentes. Aunque la norma sea la misma, no es igual la expectativa de cumplimiento en Hamburgo que en Mar del Plata, en Wuhan que en Formosa, como no es de igual acatamiento en la ciudad de Buenos Aires que en La Matanza.
Investigaciones previas en esta línea han permitido usar variables incluidas en barómetros para clasificar, por un lado, países más rígidos que son los que tienen sistemas de más control, con reglas y castigos muy estrictos, como China, Corea del Sur o Austria. En contraste, las culturas más flexibles como Brasil, España, Italia y Estados Unidos, tienen normas más débiles y son más permisivos con su cumplimiento. Las culturas más estrictas registran menores tasas de delincuencia y más sistemas de coordinación y autocontrol pero con menos libertad. Por otra parte, los países con menos orden, son sociedades con más tolerancia y un mayor margen de creatividad para la solución de problemas cotidianos. La Argentina comparte con Colombia el índice de laxitud en el cumplimiento de normas y la cuarentena más extendida del mundo. No es casual que obtuvieran similares resultados, con curvas de muertes acumuladas casi calcadas.
Hace más de una década, el impacto del Sars-Cov-1 generó cambios en los hábitos de muchos países asiáticos que los preparó mejor para enfrentar esta pandemia. Desde entonces sabemos que las enfermedades respiratorias matan anualmente cifras equivalentes a las de la Covid19. Pero más allá de institucionalizar la vacuna antigripal para 3,5 millones de personas de riesgo al año según el informe de 2019 del Ministerio de Salud, pocos hábitos quedaron de aquella epidemia. La sociedad no consolidó en esa década cambios que faciliten la higiene pública. Si hasta que llegó el coronavirus teníamos olvidado el lavado frecuente de manos. Ni desde la educación ni desde las campañas de salud se trabajó en cambios que convirtieran la higiene y la distancia en un hábito tan incorporado como el lavado de dientes.
Cambiar los comportamientos es improbable. Un cambio solo es posible cuando el perjuicio de mantener el hábito viejo es mayor que el costo de incorporar uno nuevo. O la inversa, cuando el beneficio percibido del cambio es claramente superior a la costumbre. La sanción de normas no alcanza para incorporarlos. Por eso no alcanzaron las 783 normas modificatorias del decreto 297 para garantizar el éxito de las medidas sanitarias. No se transformaron en hábitos porque solo se comunicó a partir de las restricciones. O con publicidades que en lugar de convencer al grupo infractor lo ridiculizaban. Cuando las costumbres se prohíben por decreto, no se abandonan. Apenas si pasan a la clandestinidad.