Cuando los dinosaurios leían libros
A José Vasconcelos -el caudillo cultural de la Revolución Mexicana y candidato presidencial en 1929- nunca le hubiera sucedido lo mismo que a Enrique Peña Nieto, presidente electo de México, en la pasada Feria del Libro de Guadalajara. El viejo filósofo no habría dudado un segundo a la hora de elegir sus libros de referencia. Habría citado con toda seguridad Las Enéadas , de Plotino; La República , de Platón, y cualquiera de las novelas de Tolstoi o Benito Pérez Galdós. Y, por descontado, no hubiera confundido libros y autores reconocidos. El incidente ocurrido en la última edición del foro más influyente del sector editorial en español, cuando el hoy presidente electo y entonces candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional (PRI) otorgó a Enrique Krauze la autoría de La silla del águila , del recientemente fallecido Carlos Fuentes, y no pudo citar más que la Biblia entre sus preferencias literarias, confirmó, como muchos ya se temían, que el futuro presidente de México y la cultura se llevan igual que el agua y el aceite.
La patética performance de Peña Nieto en Guadalajara, con balbuceos y silencios que hicieron sonrojar a sus acompañantes, mostró el verdadero rostro del joven político, más preocupado en cuidar su imagen de galán de telenovela que en cultivar el espíritu. Temerosos del regreso del PRI al poder, muchos intelectuales y artistas mexicanos hicieron causa común en favor de Andrés Manuel López Obrador, el obcecado candidato de la izquierda -quien, no nos engañemos, tampoco es un lector voraz-, y repudiaron públicamente al líder del PRI (no sólo por iletrado, sino, con mayor motivo, por su nefasta gestión como gobernador del populoso estado de México, donde la única cultura que avanzó en sus seis años de gobierno fue la del crimen organizado y la marginación social).
Juan Villoro, Sergio Pitol, Fernando del Paso, Lorenzo Meyer, José Emilio Pacheco? La lista de las voces críticas es extensa. El divorcio entre la intelligentsia mexicana y el otrora partido hegemónico quedó patente. El "nuevo" PRI que se reinstalará en Los Pinos en diciembre (un compendio del PRI más antidemocrático de antaño y una nueva camada de tecnócratas desideologizados) no parece muy interesado en los intelectuales. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que el dinosaurio leía, o por lo menos procuraba que las mentes más lúcidas del país se sintieran fascinadas por sus fauces de jade. El ogro filantrópico -la mejor definición del PRI, obra de Octavio Paz- no sólo se preocupó de fagocitar al movimiento obrero y campesino para mantener vivo el mito de la Revolución; también asimiló a su proyecto de partido-Estado a los intelectuales. Y muchos de ellos, hipnotizados por el mecenazgo magnánimo del régimen, aceptaron sin pegas las dádivas de ese monstruo rumboso.
En su ensayo Cuatro estaciones de la cultura mexicana , el historiador Enrique Krauze examina la relación entre la cultura y el poder en las distintas generaciones literarias mexicanas del siglo pasado. En la segunda promoción del 29, la de Octavio Paz, José Revueltas y Efraín Huertas, anida una fe ideológica en el marxismo que encaja a la perfección con el sexenio obrerista del general Lázaro Cárdenas (1934-40). "Los del 29 fueron los primogénitos de la Revolución. Imposible negarla o siquiera criticarla. Culturalmente, cabía aprovechar la estabilidad [?] Los revolucionarios institucionales del 29 contribuyeron como auténticos intelectuales orgánicos (en el sentido gramsciano) a consolidar, legitimar e incluso a encarnar el sistema mexicano", escribe Krauze. Años más tarde, bajo las presidencias de Manuel Avila Camacho (1940-46) y Miguel Alemán (1946-52), el régimen promueve la institucionalización de la cultura. Artistas e intelectuales de la talla de Vasconcelos, Diego Rivera, Clemente Orozco, Alfonso Reyes y muchos otros pasan a depender del Estado a través de instituciones como el Colegio Nacional, la UNAM o el Colegio de México, obtienen jugosas prebendas y viajan al extranjero. Reyes, emblema de la generación de 1915, llegaría a pedir públicamente el voto para Adolfo Ruiz Cortines (1952-58). "México se llenó de pequeños Malraux", se lamenta Ricardo Cayuela Gally, jefe de redacción de la revista Letras Libres, en su artículo "Los intelectuales y la democracia". Y explica así la relación de amor-odio entre la cultura y el poder: "En las sociedades iletradas, como era México, incluidos muchos de sus líderes, el escritor adquiere un aura mágica que le otorga una relevancia social enorme. Grave error [?] Los intelectuales deciden colaborar con el sistema y éste, con una perspicacia extraordinaria que explica en buena medida su longevidad, los incorpora sin exigirles una obediencia ciega".
Pero el matrimonio de conveniencia no siempre se mantuvo. Como una prueba más de ese México de máscaras indescifrables, algunos intelectuales de la llamada generación del Medio Siglo, con Carlos Fuentes y Elena Poniatowska a la cabeza, pondrían los cimientos de la primera gran ruptura de la sociedad con el PRI: la que protagonizará la siguiente generación (1968), cuyo padrino es el más iconoclasta y mordaz de los pensadores mexicanos del siglo pasado: Carlos Monsiváis. La crítica al sistema se radicaliza. Ya no basta con una simple reforma; los universitarios del 68 reclaman el entierro del fósil, el fin de la era jurásica. Pero el monstruo se revuelve. Tlatelolco es su respuesta: una represión despiadada que sepulta cualquier esperanza de cambio.
Algunos escritores alzan su voz contra el PRI: José Revueltas, desde la trinchera de la calle; Octavio Paz, renunciando a su embajada en la India. Al autor de El laberinto de la soledad lo honra ser el único funcionario que arremete contra el presidente Gustavo Díaz Ordaz (1964-70). Pero la mayoría calla o asiente. Dos años más tarde, con la llegada al poder de Luis Echeverría (1970-76), el ogro se relaja, promueve una agenda reformista y trata de ganarse a los intelectuales integrándolos en proyectos oficiales, como el viaje a la Argentina para conocer a Perón, el tristemente célebre "avión de redilas", en la acertada expresión acuñada por Gabriel Zaid, uno de los escasos ensayistas que nunca lamió la bota del poder. La estrategia de Echeverría rinde frutos. Fuentes (agasajado con la embajada en París) y Paz no escatiman elogios al mandatario y pasan por alto su responsabilidad en la matanza de Tlatelolco en su calidad de ministro de Gobernación.
Los jóvenes intelectuales del 68 se conjuran contra esos hermanos mayores fascinados de nuevo por el poder. Una frase atribuida tanto a Fuentes como al antropólogo Fernando Benítez ("Echeverría o el fascismo"), en la que defienden al presidente como "mal menor" para México, desata la guerra dialéctica. El duelo entre Monsiváis -partidario de crear comisiones de la verdad para investigar las matanzas de 1968 y 1971- y Paz -entregado al oficialismo- alcanza momentos de gran tensión narrativa. Con el tiempo, algunas de las plumas más corrosivas del 68 también caerían bajo el influjo de la chequera cultural del gobierno de turno. Pero esa generación pasará a la historia como la progenitora de lo que Jorge Volpi ha llamado "el espíritu de Tlatelolco", el primer quiebre entre la sociedad mexicana y el PRI. Como un río subterráneo, su influencia y la del vigoroso movimiento estudiantil fue filtrándose lentamente en amplias capas sociales, especialmente en el Distrito Federal, baluarte de la izquierda desde finales de los años ochenta.
Emulando a Echeverría, otro zorro de la política, Carlos Salinas de Gortari (1988-94), volvería a acortar la distancia de los intelectuales frente al príncipe. Ahí están los casos de Héctor Aguilar Camín, pluma mordiente del 68, o del último Paz. Gran encantador de serpientes, Salinas fue capaz de crear con una mano el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), refugio dorado para miles de artistas, y de reprimir violentamente con la otra el levantamiento indígena de Chiapas.
Antes de morir, Fuentes criticó con vehemencia la ignorancia de Peña Nieto: la encarnación del peor PRI. Escritores jóvenes pero consagrados, como Villoro o Volpi, y otros con un futuro promisorio en la literatura mexicana, como Yuri Herrera o Fabrizio Mejía Madrid, también manifestaron públicamente su aversión al regreso del PRI. Pero ese rechazo del mundo de la cultura no impidió que Peña Nieto ganara las elecciones presidenciales el pasado 1º de julio por 6,6 puntos de diferencia (más de tres millones de votos) frente a López Obrador, que no tardó en impugnar los comicios alegando la "compra masiva" de votos por parte del PRI. El Tribunal Electoral del Poder Judicial se pronunciará en septiembre sobre la demanda de la izquierda y si, como parece previsible, la rechaza, declarará a Peña Nieto presidente electo de México. La cultura en la región más transparente se resentirá sin duda. El dinosaurio del siglo XXI ya no lee ni se siente obligado a seducir a los intelectuales. Plotino, Tolstoi, Pérez Galdós? ¿serán a partir de ahora personajes secundarios de alguna telenovela mexicana?
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