Cuando los chicos empuñan un arma
Si bien en la Argentina los niños violentos son todavía la excepción y no la regla, el número de menores internados en institutos o detenidos por robo u homicidio va en aumento. Bajar la edad de imputabilidad penal no ataca la raíz del problema
EN la Argentina ningún civil está autorizado a portar un fusil automático, como el utilizado en la reciente matanza de Arkansas. En nuestro país la ley no permite a ningún menor de 21 años la tenencia legal de un arma. Sin embargo, los chicos argentinos tienen el acceso potencial a 1.600.000 armas que poseen legalmente 650.000 civiles y a otras tantas pistolas, revólveres, carabinas y escopetas del mercado negro.
Con motivos muy distintos de los de los niños asesinos de Arkansas, las armas de fuego han llegado aquí a manos de menores, sirvieron para asaltos y en algunas oportunidades mataron.
"Los chicos violentos no son un paradigma en la Argentina, sino una excepción", se preocupa en aclarar Carlos Eroles, director de la carrera de Trabajo Social de la Universidad de Buenos Aires, apenas se le plantea un paralelismo con la matanza de Arkansas. En cambio, María Lourdes Molina, psicóloga del Consejo Nacional del Menor y la Familia, prefiere advertir el incremento del número de chicos internados en institutos de menores y de detenidos por portación de armas, generalmente desde los 13 años.
En honor a la verdad, la única estadística oficial sobre delitos cometidos por menores fue elaborada por la Suprema Corte bonaerense. Según ese relevamiento que contabiliza causas abiertas, entre 1990 y 1995 se incrementaron en un 19% los homicidios (de 172 a 205), en un 92% los daños (de 446 a 859) y en un 15% los robos (de 4947 a 5687). Sólo bajó la apertura de causas por violación.
Entre abril y mayo de 1996 hubo cuatro casos de chicos que fueron armados a la escuelas en Chubut, y el gobierno provincial tuvo que instalar detectores de metales en la entrada de los establecimientos educativos. Cuatro meses después, un adolescente asaltó y mató a un farmacéutico en el barrio porteño de Saavedra, mientras dos niñas de 8 años le hacían de campana.
Al año siguiente, en Burzaco, un chico de 14 de años, que estaba harto de las amenazas de las patotas del barrio, decidió hacer justicia con sus propias manos. Sabía que su padre, un suboficial de la Gendarmería, guardaba un arma en el ropero y entonces esperó que éste saliera a realizar un trámite para robársela. Asustado, llevó el arma al colegio, se le escapó un tiro y mató a un compañero.
Unicef Argentina encargó hace poco una encuesta a Graciela Römer para preguntarles a jóvenes de 10 a 25 años de ciudades de todo el país sobre la violencia. Este sondeo reveló que el 22% de los chicos fue agredido físicamente alguna vez en un lugar público. A su vez, 26% había sido víctima de compañeros del colegio, 11% de otro chico conocido, 11% de una patota, 10% de un amigo y sólo 18% de un desconocido. El 35% había sido agredido en la escuela o a la salida, 29% en la calle y 15% en una discoteca.
Las noticias de niños violentos todavía son esporádicas y por eso llaman tanto la atención, pero sobre todo la "sensación térmica" de la gente acerca de la inseguridad llevó a que se replantee qué hacer con los adolescentes delincuentes.
La ley 22.278 establece que los menores de 16 años son inimputables. No van a la cárcel. Por eso, muchas bandas lideradas por mayores utilizan chicos. Tampoco son punibles los menores de 18 que hayan cometido delitos de acción privada -como calmunias e injurias- u otros que se repriman con penas privativas de la libertad que no excedan los 2 años. No obstante, la ley dice que no se puede aplicar penas a quienes no hayan cumplido los 18 años.
¿Qué es lo que ocurre entonces con los jóvenes delincuentes? Los menores de 16 años van a un instituto llamado de admisión, donde se realiza un informe social, familiar y psicológico del chico. Los institutos de admisión son relativamente abiertos y los internos comparten las habitaciones con otros chicos. Con el informe psicológico y social, el juez de menores determina si vuelven con su familia, los adopta una familia sustituta, van a un hogar de chicos abandonados o a una comunidad terapéutica, ya que en casi todos los casos se drogan al menos con pegamento.
"Hay chicos delincuentes de clase media y alta, pero sus padres pueden ampararlos, supuestamente. Por eso en los correccionales son todos negritos", denuncia la socióloga Irene Konternik, de Unicef Argentina. "¡No sé qué es lo que quieren! El se escapa de donde esté: de los institutos, de mi casa... ¡Pertenece a la calle! ¡Hay que dejar que la vida se lo lleve y pase lo que tenga que pasar! ¡Otra cosa no se puede hacer!", le gritaba la madre de Jorge, un adolescente del instituto de menores San Martín, a la asistente social Silvia Merlo, que recopiló esta experiencia en el libro Niños X. Una aproximación al perfil de los niños varones institucionalizados (1994-95).
Los jóvenes de 16 a 18 años que cometan delitos por los que sean imputables son sometidos a un proceso ante un juez de menores y quedan privados de la libertad, aunque no van a una cárcel de mayores, sino a institutos de tratamiento. Este régimen especial de seguridad es cerrado, está custodiado por celadores desarmados y los internos duermen en celdas. Los menores reciben atención profesional y se trabaja con su familia, si es que la tiene.
Al cumplir la mayoría de edad, el juez de menores puede dejarlo libre o aplicarle una sanción. Generalmente, se le aplica la pena de reclusión en un presidio para mayores, según establece el Código Penal, aunque se le puede reducir la condena en un tercio o a la mitad.
El presidente de la Cámara de Diputados, el peronista Alberto Pierri, despertó una gran polémica a principios de año cuando propuso que puedan imponerse penas desde los 16 años y que, por lo tanto, puedan ir a la cárcel. A su vez, aquellos delitos imputables a los chicos de 16 a 18 años se aplicarían a los de 14 a 16.
Los diputados Guillermo Aramburu (UCR) e Irma Roy (PJ) presentaron otro proyecto de ley para combatir los delitos cometidos por menores. Pero esta iniciativa no baja la edad de imputabilidad penal sino que castiga con más años de prisión a los adultos que utilizan a menores para delinquir.
"La reacción es bajar la edad de imputabilidad penal en vez de ver las causas", critica Molina, que trabaja con chicos de 10 a 15 años del instituto San Martín, ubicado en Parque Chacabuco.
Según el estudio de Silvia Merlo, de los ochenta internados en el San Martín, el 47% ingresó por delitos (robo, tentativa de robo, hurto, asalto a mano armada, portación de armas y explosivos, etcétera), 28% por amparo y 25% por vagancia y mendicidad. Todos tienen menos de 16 años, pero el 81% consume alcohol, inhalantes, marihuana y otras drogas. Y el 43% no quiere regresar a su casa.
"Cuando llegaron las fiestas, me dieron licencia para ir a casa", contaba Alejandro, un adolescente que vivía en el San Martín, cuyas puertas permanecen bajo llave y sus ventanas tienen barrotes. "Pero no volví porque mi mamá no me llevó ni mi padrastro tampoco. Mi mamá sabe que nos damos con poxi, también que robamos, pero no sabe de la cocaína. Mi papá verdadero vive en Guernica, ¡yo hace tanto que ni lo veo!", se lamentaba Alejandro ante la licenciada Merlo.
Alejandro Rebossio
(c)
La Nacion
Con licencia para matar
¿QUE se hace con los niños asesinos? ¿A qué edad, realmente, tenemos conciencia del daño que producimos y somos capaces de establecer un juicio ético? ¿Quién paga por los delitos cometidos por quienes carecen de responsabilidad penal debido a su edad? La historia de los dos pequeños asesinos de Arkansas ha vuelto a colocar estos temas sobre el tapete, pues no hay sociedad que no deba afrontarlos.
En Colombia, no es extraño que los sicarios -asesinos tarifados- sean unos chiquillos de apenas catorce o quince años. Y en cada ciudad más o menos populosa del planeta hay bandas de adolescentes que se adversan peligrosamente en confrontaciones que tanto tienen de oscuros ritos tribales como de asociaciones para transgredir las reglas de la comunidad.
Algo sé de este tema. La primera vez que fui detenido por la policía de Batista, en Cuba, tenía 13 años, y puedo rememorar con absoluta nitidez que a esa edad todos mis amigos y yo éramos capaces de formular juicios políticos y de tratar de organizarnos para resistir a un gobierno que nos parecía ilegítimo.
A los 15, cuando triunfó la revolución, me recuerdo patrullando las calles de La Habana con una ametralladora en las manos que me había sido entregada en la universidad. A esa edad yo sabía perfectamente lo que era malo o bueno. Seguramente no era capaz de sustentar mi conducta en lecturas complejas o en sutilezas jurídicas, pero podía juzgar con absoluta claridad.
Dos años más tarde -tenía 17-, cuando la revolución había tomado el rumbo totalitario y en Cuba se vivía una etapa de rebeldía generalizada, con miles de campesinos alzados en las montañas y las ciudades convertidas en un hervidero de conspiraciones, fui apresado y condenado a prisión junto a otros jóvenes. Pudo ser peor, pues durante un tiempo pareció probable que me fusilaran (llegué a repartir mis pertenencias entre los prisioneros de mi galera), pero un prominente miembro del ala democrática del 26 de Julio -el movimiento de Castro- llamado Víctor de Yurre, un hombre generoso al que mi madre, desesperada, le pidió ayuda, movió cielo y tierra, primero para conseguir que me respetaran la vida, y luego para facilitar mi fuga de un presidio de menores, todos condenados por oponernos a la ya evidente sovietización de Cuba.
En aquella celda -de la que conseguí fugarme en companía de otro adolescente, Rafael Gerada- éramos unos cuarenta reclusos. Los mayores teníamos entre 15 y 17 años. El menor era un niño campesino de once que había decidido combatir el comunismo quemando cañaverales e instalaciones del gobierno amparado en su aspecto esmirriado e insignificante. Creo que al padre lo habían fusilado y el muchacho vengaba su muerte sin entender exactamente el trasfondo político de aquel drama, pero es posible que en su extraña batalla personal hubiese desarrollado una pulsión piromaníaca. Cuando lo detuvieron le encontraron unas cerillas escondidas en el ano. Soñaba con incinerar el mundo.
Era la excepción. Independientemente del nivel de educación -había campesinos semianalfabetos y estudiantes- me parece recordar que aquellos jóvenes tenían muy claras sus motivaciones y ninguno podía ser calificado de psicópata. Uno de ellos, por cierto -que llegó precedido de cierta fama de donjuán juvenil, a la que él mismo contribuía con sus relatos picarescos-, consiguió revalidar su leyenda conquistando a la psicóloga revolucionaria enviada al presidio para evaluar a los cautivos. Según nos contó tras regresar de la entrevista (y, entonces, no lo puse en duda), durante la interpretación del test de Rorschach advirtió que cada vez que le confería a la mancha una connotación sexual, la señora tragaba en seco y se ruborizaba, de manera que fue aumentando el tono y la intensidad de sus palabras hasta que, sin ninguna dificultad, comenzaron a besarse, a acariciarse, etcétera, etcétera. El jadeante etcétera, por supuesto, fue lo que más nos interesó de la historia.
Probablemente tiene razón la Iglesia cuando sitúa la conciencia del pecado en la frontera de los ocho años. Y tal vez los judíos, con su ceremonia del Bar Mitzvá a los trece, aciertan con esa mayoría de edad espiritual que se les atribuye a los jóvenes.
A los trece años es casi seguro que los rasgos básicos de la personalidad y la estructura de valores hayan sido conformados. ¿Se debe, entonces, juzgar como adultos a quienes pasen esa barrera? Si ese criterio hubiera imperado en la Cuba de mi adolescencia, yo no estaría escribiendo esta crónica, pero esa anécdota personal no me exime de dar una respuesta: sí, creo que el decimotercer cumpleaños es una buena edad para exigir responsabilidades plenas a las personas. Para algunos acaso sea muy pronto. Mi experiencia me indica lo contrario.
Por Carlos Alberto Montaner
(c)
La Nación
Juguetes asesinos
"UN niño de cuatro años ha sido sorprendido hoy por segunda vez trayendo una pistola de calibre nueve milímetros a la Guardería Shaker Boulevard, de Cleveland (Ohio). El arma tenía una bala lista para disparar y otras trece en el cargador. El niño la había recogido en una tienda de la que es propietario un hermanastro, mucho mayor." Despacho de Associated Press. 26 de marzo de 1998.
"Enfadado por haber sido enviado a casa por mal comportamiento, un chico de 14 años disparó con una pistola contra el director de una escuela de Daly City (California). El director, Matteo Rizzo, no fue alcanzado." Despacho de Associated Press, 26 de marzo de 1998.
El jueves 26 de marzo fue un día tranquilo en las escuelas norteamericanas. Ese mismo jueves, la Asociación Nacional del Rifle (NRA) dijo en un comunicado que la carnicería de Arkansas, ocurrida dos días antes, no tenía nada que ver con el hecho de que cuarenta y cuatro millones de norteamericanos tengan un total de ciento noventa y dos millones de armas de fuego guardadas legalmente en sus mesitas de noche, armarios o guanteras de los automóviles, tan al alcance de sus hijos como el mando de control remoto del televisor. No, según la NRA, lo de Jonesboro tiene que ver con "un problema de sociedad".
Fundada en 1871 y con quince mil clubes de tiro, la NRA es uno de los grupos de presión más poderosos y populares del país. Agrupa a tres millones de propietarios legales de armas de fuego y su primer vicepresidente es el actor Charlton Heston.
Pero los que no encontraron satisfacción en la explicación de la NRA les dieron un vistazo a las estadísticas: los menores de edad de los Estados Unidos, según el Fondo para la Defensa de los Niños, una organización no gubernamental con base en Washington, tienen doce veces más posibilidades de morir por disparo de arma de fuego que la media del conjunto de los otros veinticinco países plenamente industrializados. En 1993, el último año sobre el que existe una información completa, cinco mil setecientos veintiún menores norteamericanos murieron de un balazo. Hubo de todo: crímenes, suicidios y accidentes; acciones cometidas por adultos y acciones cometidas por pequeños.
"El incremento de la mortalidad entre niños y adolescentes -dice el Fondo para la Defensa de los Niños- parece estar estrechamente relacionado con el fácil acceso a las armas de fuego."
Es difícil aceptar que la principal causa por la que millones de norteamericanos están dispuestos a batirse ferozmente es la defensa del derecho constitucional a comprar, tener y usar armas de fuego. Pero el pasado otoño el 69 % de los votantes del Estado nororiental de Washington se pronunció en contra de un proyecto de ley que sólo pretendía establecer la obligatoriedad de un seguro en las armas para hacer su uso más difícil para los niños.
Lo ocurrido en Jonesboro (Arkansas) es el cuarto hecho de este tipo en lo que va de curso escolar. El pasado octubre, un adolescente mató a tiros a dos estudiantes e hirió a otros siete en un colegio de Pearl (Mississippi). Antes se había cargado en casa a su madre. En diciembre, M. C., de 14 años, disparó contra un grupo de condiscípulos que estaban rezando en un pasillo del Health High School, en Paducah (Kentucky). Mató a tres e hirió a otros cinco. Dos semanas después, dos estudiantes fueron abatidos por un condiscípulo en las afueras de un instituto de Stamps (Arkansas).
Lo llamativo es que los cuatro casos ocurrieron en pequeñas ciudades provincianas, lejos de las grandes metrópolis asociadas tradicionalmente con la delincuencia juvenil. Y en los cuatro los parientes, profesores y compañeros de los asesinos, todos menores de 16 años, los describieron como "perfectamente normales" hasta ese momento.
Sus motivos fueron fútiles. M. C., el de Kentucky, explicó que se había "inspirado" en Diario de un rebelde ( Basketball Diaries ), film en el que el personaje interpretado por Leonardo Di Caprio acribilla a sus compañeros de escuela.
"En la década de los noventa -dice Ronald Stephens, director del Centro Nacional para Seguridad en las Escuelas-, estamos asistiendo a una extensión de la violencia juvenil por la zona rural de los Estados Unidos." En efecto, el número de detenciones de menores de edad en el mundo rural se incrementó un 56,6% entre 1990 y 1996, según el Departamento de Justicia: en las grandes ciudades, por el contrario, descendió un 14,5%. ¿Qué está ocurriendo para que la América "profunda" tome el relevo de Nueva York, Chicago, Detroit o Los Angeles?
Televisión, Internet
"Las armas de fuego forman parte de la cultura popular de nuestro mundo rural, especialmente en los Estados del Sur y el Oeste", recuerda Brian Levin, criminólogo del Colegio Stockton, en Pomona (New Jersey). Pero David Kennedy, un investigador de la universidad de Harvard, va más lejos: "Comerciantes desaprensivos les están vendiendo a los chicos pistolas semiautomáticas por el precio de un par de zapatillas de tenis".
"Hay algo más -dice el criminólogo Brian Levin-: en el pasado, el mundo rural vivía al margen de la delincuencia, las drogas y el gangsterismo de las grandes ciudades, pero ahora, gracias a las películas, televisión e internet, todo eso le está llegando en grandes dosis. Ya no se puede distinguir a un chico de un pueblo de Colorado de otro de Brooklyn: los dos adoran las mismas películas ultraviolentas."
"Vivimos en una cultura en la que a los niños, tanto en las ciudades como en el campo se les enseña a resolver sus problemas por medio de la violencia", dice Howard Spivack, directivo de la Asociación Americana de Pediatras. El resultado es que, según el departamento de Educación, se producen anualmente en los centros escolares norteamericanos, desde las guarderías hasta las universidades, cuatro mil violaciones, siete mil robos y once mil ataques a mano armada. Se registran ciento noventa mil peleas con las manos desnudas, ciento dieciséis mil robos y noventa y ocho mil actos de vandalismo. Uno de cada cincuenta colegios tiene detectores de metales en la entrada.
(c)
La Nacion