Cuando la realidad supera la parodia
Madrid.- Hacen falta con urgencia nuevas estéticas y nuevas poéticas para responder al nuevo mundo en el que ya estamos viviendo y para representarlo. Una obra de arte verdadera representa y desmiente, atestigua y pone en duda. Hablo de arte en el sentido más amplio de la palabra: una película, una novela, una instalación, una pintura, un poema, una fotografía. Durante más de un siglo el adjetivo "nuevo" ha tenido un valor universalmente positivo, a pesar de que muchas de las novedades que venían con él fueron atroces. Reinaba por encima de todo la convicción del progreso. Lo nuevo de algún modo iba a ser mejor. El arte nuevo por definición iba a superar al arte anticuado, a lo que era obsoleto por el hecho mismo de pertenecer al pasado. En una época dedicada a la celebración comercial de lo joven y lo juvenil y la juventud se nos olvida de manera conveniente que la exaltación de la juventud a toda costa fue un invento de los totalitarismos, el fascista y el comunista, los dos empeñados en hacer tabla rasa de cualquier rasgo de la vida social o de la condición humana que limitara su doble aspiración al dominio absoluto. Lo anunciado como nuevo fue muchas veces lo más visceral y oscuro del pasado. Y en la literatura y en las artes la ortodoxia de lo nuevo a lo que conduce no es a una creatividad incesantemente desatada, sino a la monotonía de las unanimidades sucesivas de la moda.
Nos conviene ir acostumbrándonos a que lo nuevo sea no lo resplandeciente y lo prometedor, sino lo terrorífico, lo gradualmente siniestro, lo desbordado más allá de cualquier límite de verosimilitud. La desmesura y el delirio venían siendo desde los tiempos de Rimbaud elementos fundamentales del arte de vanguardia. A donde han llegado más lejos no ha sido en el arte, sino en la realidad. A los periodistas culturales les gustan mucho los adjetivos "transgresor" y "rompedor". Pero las rupturas y transgresiones de las artes, comparadas con las del espectáculo político, se quedan en travesuras irrisorias. Para rompedores, George W. Bush y Tony Blair cuando arrastraron al mundo en 2003 al despeñadero de la guerra de Irak, o Silvio Berlusconi cuando trasladó a la vida política la desvergüenza máxima y la basura que ya había llevado con tanto éxito a la televisión, o los dirigentes de Polonia o de Hungría que agitan sin el menor escrúpulo las pasiones xenófobas y potencialmente genocidas durante tantos años disimuladas y latentes en sus países. Rompedor, de la Unión Europea, y de la convivencia en su país, es ese Boris Johnson, que exhibe la risa turbia del cínico regocijándose en el desastre que él mismo ha colaborado a provocar. Y más rompedor que nadie, en lo político y en lo estético, en el descontrol de sus impulsos, de su peluca y de sus corbatas, es este Donald Trump, que despierta una simpatía casi enternecedora en el sector más cavernoso del columnismo político español.
Algo tienen en común todos estos personajes, aparte de las obsesiones capilares: su triunfo sigue siendo inverosímil aun después de que se haya impuesto su pavorosa realidad, y son tan inmunes al escarnio como a la parodia. Valle-Inclán concibió el esperpento como una respuesta de parodia y degradación estética al espectáculo degradado de la política y de la vida españolas de su tiempo. Pero el esperpento pierde su fuerza cuando el personaje o el espectáculo que quiere satirizar son más esperpénticos todavía. Lo pensé el otoño pasado, viendo en la televisión americana los informativos sobre las elecciones, los debates entre Hillary Clinton y Donald Trump y las parodias de Trump que hacía cada sábado por la noche Alec Baldwin en Saturday Night Live. Baldwin es un excelente imitador y tiene un gran talento cómico, y los guionistas del programa se han educado en una tradición incomparable de sátira política. La sátira, como el esperpento, o como las caricaturas gráficas del XIX, deriva su eficacia de la exageración. Pero no hay sátira posible cuando por mucho que el imitador se esfuerce nunca llegue, ni de lejos, a un grado de exageración tan extremo como el que despliega a cada momento el imitado. Lo quiera o no, el imitador impone límites a sus aspavientos, por miedo a no resultar creíble, a caer en lo grosero y lo panfletario. El imitado carece de ese escrúpulo, como de cualquier otro. Silvio Berlusconi y Donald Trump son inmunes al ridículo porque ellos mismos agotan en su comportamiento todas las posibilidades de la caricatura. Los dos deben su celebridad a la ostentación grosera del dinero y al risueño embrutecimiento público impartido por la televisión, con la añadidura, en el caso de Trump, de ese gran regalo de lo nuevo que es Twitter. Si uno se fija en los ademanes de los dos, particularmente en el modo de apretar la mandíbula y alzar la barbilla entornando los párpados, comprende enseguida que tienen un modelo común, Mussolini. Los apóstoles de las nuevas tecnologías quieren hacernos creer que gracias a ellas progresa la humanidad. Progresa, desde luego, unas veces para bien, otras para mal. Sin las nuevas tecnologías del cine, de la radio, de la publicidad y de la amplificación del sonido en grandes espacios, Mussolini habría sido tal vez un Berlusconi sin televisión, un Trump sin Fox News ni Twitter.
En las calles de las ciudades, en los aeropuertos a los que se cierra arbitrariamente el paso a los emigrantes legales, los ciudadanos improvisan respuestas políticas. La vuelta a la actualidad de 1984 y de los dictámenes luminosos de George Orwell sobre la corrupción del lenguaje y las mixtificaciones políticas de la realidad son la prueba de una demanda urgente de respuestas estéticas. La insuficiencia de la parodia de Alec Baldwin comparada con la parodia en carne y hueso que es Donald Trump nos sugiere que hay trances de desbordamiento y ruptura de lo real que ya no pueden ser abarcados por formas estéticas o narrativas que fueron creadas a la medida de mundos más manejables. Como en las películas desquiciadas de terror de los años setenta, con su tecnicolor extremado para retratar la sangre y las vísceras, hay que aprender a contar esta nueva era de los payasos terroríficos.