Cuando la política deja de funcionar
La muerte está siempre presente en nuestras vidas. Como referencia, como límite, como algo para evitar en la cotidianidad social, al menos en la medida de lo posible. La democracia es un principio de orden humano para frenar la producción de muerte en el conflicto social. La democracia no pretende eliminar los conflictos en una sociedad, simplemente establece reglas, construye la ley, intenta vías para que éstos sean resueltos con la ayuda de la representación, el diálogo y el acuerdo, y no de manera directa a través de la agresión, la violencia y la muerte.
Cuando aparece la "muerte política" –forma verbal que estos días ha funcionado como referencia a una muerte dudosa, extraña, asesinato o equivalente–, la democracia pierde terreno y reaparecen la oscuridad, la falta de ley y el miedo. Casi podríamos decir: la muerte no es nunca política, ella surge cuando la política deja de funcionar, de cumplir su misión.
El gobierno nacional no ha hecho grandes aportes a la consolidación de la democracia o al mejoramiento de la política. Más bien lo contrario. Ha establecido como norma un estilo de confrontación constante y absoluta, ha faltado a la ley, no ha logrado reducir la pobreza, ha justificado ideológicamente la mentira como parte de la búsqueda de una justicia histórica dudosa, ha descuidado o despreciado la seguridad abriendo la puerta a la muerte delictiva y cotidiana. Ha fortalecido la corrupción y la oscuridad, no la democracia.
El estilo K es un estilo siempre opositor, opositor aunque tenga el poder, irresponsable en el sentido de no asumir nunca la responsabilidad de la conducción. No hay liderazgo democrático en la ficción que propone. Si alguna corporación actúa en esta Argentina productora de oscuridad y muerte, de ocultamiento y pobreza, es la corporación política, ese grupo de siempre-los-mismos que dominan el arte de la apariencia, pero desconocen el arte de hacer las cosas bien.
En el mundo de la retórica y la declamación, en el nivel de las palabras, la realidad aparece representada de forma tal que acepta cualquier giro o distorsión: podés poseer millones dudosos pero ser "defensor del pueblo", manipular la opinión pública, el Poder Judicial y las estadísticas que ocultan la pobreza y seguir presentándote como "luchador social". Se puede llamar "idealistas" a viejos asesinos, "militancia" al dogmatismo fanatizado, "pueblo" a un conjunto de pobres abusados en una representación teatral callejera poco convincente.
Pero la aparición de la muerte en el escenario cambia el juego, hace evidente lo que se deseaba ocultar, marca un límite a las apariencias, pone la cruda realidad sobre la mesa, limita el poder de las palabras, muestra que detrás de ellas, o en su base, sigue habiendo realidades.
En realidad, la aparición de la muerte marca un límite, si somos capaces de sacar las conclusiones correctas. O sea: el límite deberíamos marcarlo nosotros. Esas conclusiones deben guiarnos como votantes en este 2015 electoral, como personas que quieren más democracia, que quieren y buscan y construyen desarrollo real y no fingido, que valoran y respetan la vida humana, la de los fiscales y la de todos los demás.
La muerte no es gloria, es muerte. Es vida perdida, destruida, aniquilada. La muerte no es nunca un mérito ni un símbolo. O si lo es, en este plano de representación social, es un símbolo de fracasos e incapacidades, no de méritos y convicciones.
No sé si Nisman era un santo, tal vez no. Hay demasiada oscuridad, demasiado secreto en el mundo oscuro de las operaciones de inteligencia, en el generalmente estúpido y peligroso submundo de "la Inteligencia". No hace falta hacer de Nisman un santo ni un mártir. La "muerte política" es inaceptable. Que esto guíe nuestro voto en las próximas elecciones. Seamos conscientes del tipo de cambio que la Argentina necesita. Rechacemos, como los seres capaces que somos, la mentira, la incapacidad y la falta de realidad. La mala política siempre termina generando nuevas muertes.
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