Cuando la maternidad se vuelve llanto
Tanto se ha dicho, manifestado, escrito estos últimos meses, a favor o en contra del aborto . Tantas voces y testimonios, tantas miradas. Entre lo mucho escuchado, hubo una ponencia en Diputados que llamó mi atención. "El aborto es un pésimo negocio", se escuchó decir al economista Sebastián Salaber. Básicamente por dos razones. La primera: porque si es cierto que se "matan" 400.000 niños por año, la Argentina va a camino a ser un país en extinción. Lo cual acelerará el quiebre del sistema de jubilaciones y pensiones. El envejecimiento poblacional es un hecho. Hoy, la tasa de natalidad de nuestro país marca 2,4 hijos por mujer (sin los 400.000 abortos podríamos estar en 3,3). A este ritmo, en 2060 la cifra rondaría el 1,9, menos de 2 hijos por madre necesarios para mantener la población. Por ende, habrá menos trabajadores por jubilado. Una bomba para el sistema.
En segundo término, según Salaber, las prácticas de control de natalidad como el aborto son una mala ecuación económica, porque con esas 400.000 muertes, el ahorro nacional perdido por año es de 768 millones de dólares (un argentino promedio ahorra 1920 dólares en ese período). Una cifra escalofriante si entendemos al ahorro como sinónimo de inversión.
Sí. El aborto es un mal negocio. Pero no sólo porque perdemos dinero, inversión o la posibilidad de mantener a nuestros ancianos. Es un pésimo negocio, porque con él perdemos todos. De algún modo, morimos todos. No sólo niños en el vientre de una madre, o mujeres internamente rotas de pena y culpa.
Con cada muerte de cada feto muere el bebé y morimos todos. Algo muere. No solamente un corazón, un pulmón, unas pequeñas manos. Hay un tejido invisible más amplio, que se desgarra y se rompe
Con cada muerte de cada feto muere el bebé y morimos todos. Algo muere. No solamente un corazón, un pulmón, unas pequeñas manos. Hay un tejido invisible más amplio, que se desgarra y se rompe. Que ya no vuelve a ser el mismo. Porque de alguna manera misteriosa, en la vida de cada persona –lo entendamos o no-, está contenida la humanidad entera. Somos miles de millones de hombres diferentes y al mismo tiempo somos todos uno. Un sólo hombre. Paradoja inexplicable. Verdad silenciosa enterrada en el fondo del alma. Nuestra alma humana.
Duele saber que posiblemente será ley el poder abortar. Y duele también entender que habrá que acompañar el llanto de esas madres que han interrumpido la vida que se gesta en sus entrañas. ¿Quién puede escaparle a este sufrimiento tan infinito? Se lo podrá anestesiar, pero jamás borrar.
Duele saber que posiblemente será ley el poder abortar. Y duele también entender que habrá que acompañar el llanto de esas madres que han interrumpido la vida que se gesta en sus entrañas
Y sin embargo, ¿cómo no comprender ese crimen que no quiso ser daño ni homicidio? Cuántas situaciones límites atestiguadas donde no hubo otra salida. Tiempos de asfixia y aplastamiento. Hay madres que abortan aunque preferirían ser ellas las abortadas. ¡Cómo no empatizar! Y además, si somos honestas: ¿Quién, que haya sido madre no ha soltado alguna vez la mano de algún hijo, sin llegar a matarlo? ¿Quién puede ignorar ese sentimiento de extremo agotamiento, de angustia y confusión que desemboca a veces en el arrepentimiento? Encrucijadas en el árido camino, momentos de negrura. De noches oscuras.
Es que ser madre es una tarea tan inmensa que a veces no cabe en una mujer una de carne y hueso. Pequeña, frágil, vulnerable, limitada. En esos días de desborde, el ropaje nos queda grande; y el libreto pareciera no pertenecernos. Es la crisis de la maternidad. El tablero tambalea y flaquean las decisiones. Es tan inconmesurablemente grande ser de verdad madre. Y somos tan inmensamente frágiles. Por eso se comprende a quien las fuerzas no le alcanzan. Que necesita decir basta. Somos todas –en ciertos momentos-, esas mismas madres. Llenas de amor pero presas del pánico. Paralizadas ante la exigencia. Vivas pero muertas. Sedientas de sostén y ternura para recuperar el ánimo y pronunciar el SI. Para abrir nuevamente los brazos, y lanzarnos a la aventura de cobijar, cargar y maternar a ese inocente que se nos confía. Y que, posiblemente, se vuelva vida en nuestras vidas.