¿Cuándo fue que una selfie comenzó a valer más que la vida?
Acantilados, cascadas, precipicios: se suceden los casos de personas que mueren al intentar fotografiarse en situaciones de alto riesgo
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Un Narciso aferrado a la contemplación absorta de su propia imagen, que acaba arrojándose a las aguas. En algunos, las selfies ejercen esa fascinación monstruosa. Esas fotos que se toman para luego postear en las redes pueden provocar situaciones de peligro extremo que terminan con la muerte de quien intentó capturar un momento memorable.
Los casos se suceden. Recientemente, un turista español que se estaba sacando una foto en Mar del Plata, al borde de un acantilado, cayó desde 10 metros de altura y murió. En agosto de 2022, Andrea Mazzetto, un joven italiano de 30 años, cayó al vacío desde un barranco durante una excursión a la Meseta de Asiago, cuando intentó recuperar el teléfono que se le había caído tras sacarse unas selfies.
Son frecuentes las caídas desde cataratas, acantilados y azoteas. La influencer Sophia Chemung, de 32 años, murió por tomarse una foto al borde de la cascada Pineapple Mountain en el parque de Ha Pak Lai, un hábitat silvestre en Hong Kong.
También Madalyn Davis, una modelo y joven influencer, murió al caer por los acantilados de Diamond Bay (Sydney, Australia) mientras intentaba hacerse una selfie. La “escaladora en bikini” (cada vez que llegaba a las cimas posaba en ropa interior o en bikini, sin importar el frío o la nieve) murió congelada en el Parque Nacional Yushan, en el centro de Taiwán, al caer en una grieta. Logró comunicarse por teléfono satelital para pedir ayuda pero, sin la ropa adecuada para las bajas temperaturas que se registran en la zona, murió congelada.
Según un estudio de la fundación madrileña iO, especializada en Medicina Tropical y del Viajero, entre enero de 2008 y julio de 2021 han muerto en el mundo al menos 379 personas por accidentes vinculados por tomarse selfies
Según un estudio de la fundación madrileña iO, especializada en Medicina Tropical y del Viajero, entre enero de 2008 y julio de 2021 han muerto en el mundo al menos 379 personas por accidentes vinculados por tomarse selfies. Desde la fundación, trabajan en el próximo informe. Manuel Linares Rufo, al frente de la investigación y CEO de la Fundación iO, adelanta a la nacion que los datos preliminares indican que las cifras de 2021 y 2022 siguen en alza: “2022 con casi 100 fallecidos duplica 2021, que tuvo 40 fallecidos. Desgraciadamente India sigue a la cabeza de muertes con mucha diferencia del segundo país. El segundo país en casos en este periodo es Pakistán. La Argentina está en el sexto lugar junto con Italia”.
¿Qué existe detrás de esta pulsión de arriesgarse para obtener el encuadre más original, el que garantice más likes, el que se distinga del resto de múltiples imágenes que circulan en las redes?
“Se corrieron los límites a partir de los cuales las personas nos relacionamos con las circunstancias del mundo y con otras personas. Una persona puede prescindir del riesgo porque lo que pone como primordial es el diseño de sí mismo: obtener un buen encuadre para una foto, para su selfie, y producir así un buen diseño para las redes”, señala Esteban Dipaola, sociólogo, investigador del Conicet y profesor de la Universidad de Buenos Aires (UBA), cuyo tema de investigación se centra en “las condiciones de producción de la individualidad a partir de imágenes”. Es autor de Lo inmediato. Reflexiones para un mundo en urgencia (Qeja ediciones), entre otros libros.
Exhibicionismo
Para Luciano Lutereau, doctor en Psicología y también doctor en Filosofía por la UBA, donde es docente e investigador, el peligro de muerte que implican ciertas poses o sitios no está contemplado por quienes se toman las selfies. “En la medida en que se desarrolla la pulsión erótica exhibicionista se pierden los componentes de autoconservación: de esta manera alguien deja de cuidarse por buscar verificar esa imagen grandiosa personal, por tratar de encontrar una validación de sí mismo”, señala Lutereau, autor de más de 14 libros, entre ellos, Más crianza, menos terapia (Paidós); Esos raros adolescentes nuevos (Paidós); Nadie sabe lo que dice un cuerpo (Letras del Sur).
Con más de 200 mil seguidores en Instagram, Lutereau no se considera un influencer sino un divulgador que posibilita, con un vocabulario accesible, el conocimiento de la psicología a un público amplio. “No produzco un contenido que busque una valoración rápida. El influencer busca una validación de su persona en relación a lo que muestra, sea que se muestre a sí mismo o consumiendo una marca o tenga un canje con una marca respecto a una promoción”, dice sobre su rol en las redes.
Si, como sostenía Susan Sontag, mediante las fotografías cada familia construye una crónica-retrato de sí misma, un estuche de imágenes portátiles que rinde testimonio de la firmeza de sus lazos, ahora, con las fotos que se postean en Instagram, cada uno construye su imagen –exultante, a veces riesgosa— para afianzar lazos en el mundo virtual.
Soy mi diseño
Diseñar la imagen en las redes es una tarea que lleva tiempo, tanto como editar la propia biografía. En ese camino, “las personas obtienen ciertos prestigios de aparición”. Hoy, considera Dipaola, los vínculos sociales no están dirigidos a, por ejemplo, la obtención de trabajo o una beca para estudiar en la universidad, sino que el objetivo es poder figurar en ciertos círculos, ante determinadas personas. Sobre esta nueva cultura selfie, cuyos miembros no aspiran a vivir inmersos en la trama social, señala: “Hace 40 años la aspiración de un joven era tener un buen trabajo y formar una familia. Esas aspiraciones ya no están, ahora son aspiraciones individuales a pertenecer a determinados espacios públicos donde pueda mostrar algo, donde pueda hacer una imagen de sí mismo”.
El paradigma es otro a tal punto que el peligro latente que entraña una selfie en determinados sitios no opaca el deseo de tomarla. No sólo no importan los saberes tradicionales, sino que el aparente rédito simbólico de estar en determinado lugar de visibilidad crea una especie de falso espejismo. Para Lutereau, estas selfies que se suman a las redes producen un rédito imaginario. “Ese rédito imaginario a veces es más grande que cualquier rédito simbólico. El problema es que termina siendo un rédito que no se sustenta en nada real”, dice el especialista. Y añade: “En las realizaciones simbólicas, lo simbólico se vuelve real: por ejemplo la trayectoria de alguien que se consolida en determinada posición por efecto de su trabajo: mientras que en la compensación imaginaria, al no haber una anclaje real de esa imagen, encontramos que se producen especies de adicciones. Muchos influencers se vuelven adictos a sus publicaciones, a mostrase y estar produciendo permanentemente contenido para la web”. Esta vorágine de posteos constantes se debe, señala Lutereau, a que no hay ningún sostén simbólico al que puedan regresar, en el que apoyarse, si no están ellos mismos produciéndolo constantemente.
En este cambio de ciertos valores y aspiraciones impera, considera Lutereau, el punto de vista de aquel que se puede ofrecer a sí mismo como el modelo para los demás: “generalmente es una visión hedonista, narcisista”. En esa cultura del diseño, aparecer en las redes supone asumir ciertos riesgos y destacarse no está asociado a los criterios tradicionales. “Tener una imagen pública y adquirir a partir de eso prestigio hoy en ciertos sectores tiene un valor significativo más alto que lo que antes representaba el anhelo de M’hijo el dotor”, afirma Dipaola.
En este mundo donde prevalecen la subjetividad y el diseño de la imagen propia, un influencer, acompañado por cierta retórica, puede tener mucho mayor alcance en ciertos saberes que alguien que se haya capacitado y estudiado.
La recompensa imaginaria o real de pertenecer a cierto colectivo, de mostrarse exultante en fotos impensadas tiene como recompensa los adorados likes, que a algunos desvelan y que están asociados a la dopamina. Lucía Crivelli, jefa de Neuropsicología de Fleni (Fundación para la lucha contra las enfermedades neurológicas) e investigadora del Conicet, explica: “Un estudio realizado en adolescentes y publicado por la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA) comprobó que recibir gran cantidad de likes activa las regiones del cerebro implicadas en el procesamiento de la recompensa, generando liberación de dopamina. La dopamina, también llamaba hormona del bienestar (”feel-good hormone”) genera sensaciones placenteras”.
“Los likes generan una satisfacción narcisista –dice Lutereau–. Subir la imagen produce una valoración personal a través de la mirada del otro. De una mirada ciega porque no se llega a generar una pregunta acerca de qué es lo que el otro vio. En términos amplios, sería una pregunta profunda si alguien se cuestionara: ¿qué es lo que desea el otro? En realidad en el mundo de la compensación imaginaria no hay ningún interés en el deseo del otro; me alcanza con que el otro me vea y eso es lo que testimonia el like: ni siquiera significa que a alguien le guste el posteo. A veces significa lo vi, te vi, lo likeo. La gente a veces no pone like haciendo una valoración crítica de lo que está viendo, simplemente no lee las publicaciones a las que pone like”.
En ese hueco solitario donde las realizaciones simbólicas se han subvertido y donde todo se define con una biografía híper editada y diseñada, ¿será posible desplazar la mirada ciega por una que incluya la visión del otro?