Cuando el poder corrompe y también enferma
Los denuncias sobre violencia de género de Fabiola Yañez y los chats de la secretaria del expresidente amenazan con abrir una caja de Pandora que inquieta a no pocos exfuncionarios kirchneristas
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Las dramáticas imágenes que dan cuenta de la violencia física sufrida por Fabiola Yañez, al igual que el contenido de los chats encontrados en el teléfono de María Cantero y el denigrante video filmado por el propio Alberto Fernández, que lo muestra en una insólita sesión de histeriqueos con Tamara Pettinato en el despacho presidencial de la Casa Rosada, nos indican que, en ocasiones, el poder no solo puede corromper, sino también enfermar.
Filósofos como Santiago Kovadloff advierten en estas horas la enorme dificultad para disociar la práctica del delito político de las desmesuras de carácter psicopatológico.
Hasta hace pocos días, Alberto Fernández era recordado por su inoperancia en la gestión presidencial, su soberbia y su llamativo afán por desmentir lo indesmentible, como cuando en un principio negó la fiesta de Olivos en plena cuarentena, o por tergiversar sus propios dichos, como cuando llegó a escribir que “solo un necio diría que el encubrimiento del gobierno de Cristina Kirchner a los iraníes no estaba probado” y más tarde sostuvo todo lo contrario. Pero al menos la inmensa mayoría de la ciudadanía desconocía su presunta afición por golpear a su pareja.
En los mismos tiempos en que se habrían registrado las golpizas denunciadas por Fabiola Yañez, Fernández afirmaba públicamente que le daba vergüenza que una sola mujer padeciera violencia de género en la Argentina y se autoproclamaba como “el primer feminista”. Y en momentos en que la economía del país se caía a pedazos, se deleitaba grabando sus conquistas amorosas en su lugar de trabajo. Actuó indigna y cínicamente, además de humillar la investidura presidencial.
Aunque disten de ser exclusivos de Fernández, algunos de los síntomas que David Owen y Jonathan Davidson identifican con el llamado síndrome de hubris le caben al expresidente. Entre ellos, una visión del mundo como un lugar de autoglorificación a través del ejercicio del poder; la pérdida de contacto con la realidad; un celo mesiánico y exaltado en el discurso y la autoconcesión de licencias morales para superar ciertos límites que imponen las normas legales o éticas. Al igual que a sus antecesores del kirchnerismo al frente del Poder Ejecutivo Nacional, a Fernández lo nubló una sensación de impunidad que lo habilitó a mentir, a utilizar los recursos del Estado como propios y a llevar a cabo negociaciones incompatibles con la función pública para favorecer a amigos como el broker de seguros y esposo de su secretaria, Héctor Martínez Sosa.
El historial de corrupción en el peronismo en general y en el kirchnerismo en particular exhibe cómo sus actos delictivos están asociados a conductas personales que solo pueden ser llevadas a cabo bajo una percepción de impunidad, alimentada por un sistema de relaciones políticas que consiente esos atropellos.
Los aberrantes actos de Fernández tienen su correlato en otras formas de violencia empleadas por el kirchnerismo para imponer prácticas corruptas y saquear las arcas públicas, junto a un afán totalitario sustentado en la idea de que los adversarios son enemigos y de que, en política, solo puede haber súbditos o enemigos.
Cortes de calles, bloqueos de accesos a empresas, paros extorsivos, patoterismo sindical y prácticas feudales de ciertos gobernadores e intendentes son otros indicadores de la cultura de violencia que caracteriza a distintos sectores del peronismo, a los que ahora podría añadirse la violencia de género, a partir de las denuncias contra empinadas figuras como José Alperovich, Fernando Espinoza y Alberto Fernández.
Al desconcierto inicial con que el kirchnerismo recibió la difusión de los chats de la secretaria del expresidente, primero, y la grave denuncia de la ex primera dama, poco después, le siguió una estrategia de manual. Se intenta transformar a Alberto Fernández en el chivo expiatorio de todos sus males. La dificultad para desarrollar con éxito esa estrategia fue advertida por el psicólogo Marcelo Ceberio, quien sugirió que no se puede presentar como “el loco de la familia” a quien, en este caso, sería el emergente de la disfuncionalidad de un sistema.
No se descarta, incluso, que desde el kirchnerismo se pretenda utilizar el caso de violencia de género que lo involucra para tapar otros escándalos de corrupción que salpican a muchos más personajes.
Habría que recordarles a esos operadores del kirchnerismo que no fueron sus políticas de Estado en defensa de la mujer ni su ola verde las que permitieron conocer la situación que vivía Fabiola Yañez, sino justamente las derivaciones del escándalo de los seguros, a partir del secuestro por la Justicia del celular de la secretaria de Fernández.
La dimensión del escándalo de corrupción por los seguros del Estado, por el que se pagaron tan millonarias como innecesarias comisiones a brokers amigos del poder, es mayúscula. Se habla de unos 3500 millones de pesos dilapidados por el sector público que, a valores de hoy, se verían multiplicados por la aplicación del índice inflacionario.
Entre exfuncionarios cunde el pánico por la onda expansiva de los teléfonos de María Cantero y del expresidente
Declaraciones de dirigentes como Mayra Mendoza y Eduardo “Wado” de Pedro ejemplifican el esfuerzo que el kirchnerismo está haciendo por victimizar a Cristina Kirchner e instalar la idea de que la personalidad machista de Fernández fue un impedimento para aceptar la conducción de la Pasionaria del Calafate. La intendenta de Quilmes acusó a Fernández de “utilizar a sus operadores mediáticos para decir que Cristina está loca, que es bipolar y que no lo dejaba gobernar, culpándola a ella de su inoperancia”. El exministro del Interior, por su parte, aseveró que fue “testigo del maltrato, el ninguneo y las operaciones que Alberto realizó contra Cristina durante su gobierno, y también del esfuerzo que hizo ella soportando todo eso para permitir que el expresidente pudiera finalizar su mandato”.
Por todos los medios, los adláteres de Cristina Kirchner intentan desligar a su jefa de cualquier responsabilidad sobre los actos de un hombre que jamás habría llegado al sillón de Rivadavia si no hubiese sido inesperadamente nominado por ella a través de las redes sociales aquella recordada mañana del sábado 18 de mayo de 2019. Desde luego, nadie podrá endilgarle a la expresidenta responsabilidad por los presuntos actos de violencia de Fernández contra su mujer. Pero no pocos observadores políticos se preguntan si la entonces vicepresidenta de la Nación no habría tenido conocimiento de algunos de esos graves episodios, al igual que muchos otros funcionarios que, de haberlo sabido, habrían incumplido su deber de denunciarlos.
Mientras sus amanuenses buscan encontrar la vuelta para victimizar a Cristina Kirchner, entre quienes formaron parte del último de los gobiernos kirchneristas cunde el pánico por la interminable onda expansiva que podría surgir de los teléfonos de María Cantero y del expresidente en poder del juez Julián Ercolini. Sus efectos podrían resultar impensados no solo para el expresidente, sino también para un relato kirchnerista herido de muerte.
De las charlas por WhatsApp entre María Cantero y Martínez Sosa surgen datos de otros funcionarios y sectores políticos, como Sergio Massa y La Cámpora, tomando intervención en maniobras tendientes a beneficiar a brokers de seguros en contratos con dependencias del Estado.
No menos temor provocan en exfuncionarios las declaraciones de la propia Fabiola, quien ya anticipó que “mucha gente sabía que esto pasaba”, al declarar horas atrás ante profesionales de la Dirección de Protección a las Víctimas. Se ha abierto una caja de Pandora.
Hay otra cuestión que podría complicar a muchos. Si, como habría dejado trascender Alberto Fernández entre íntimos, su expareja le habría reclamado una suma que ronda los tres millones de dólares, sería porque cree que el expresidente ha amasado durante su gestión presidencial una fortuna incalculable que no pudo haber construido de manera decente y que va más allá de su asignación mensual vitalicia de privilegio, que hoy ronda los 10 millones de pesos.
Javier Milei aprovechó con rapidez el episodio de violencia de género que involucra a su predecesor para justificar la eliminación de organismos estatales como el Ministerio de las Mujeres o el Inadi. Al mismo tiempo, se jactó de que todo el escándalo “arrancó cuando la tan criticada ministra Sandra Pettovello denunció a la Justicia las maniobras irregulares con los seguros durante el gobierno kirchnerista”. Quizás debió haberle rendido un tributo a Osvaldo Giordano, el efímero titular de la Anses que descubrió las irregularidades y fue injustamente despedido por el Presidente luego de que su esposa, la diputada Alejandra Torres, votara en contra de algunos artículos de la frustrada ley ómnibus en febrero.
Lo cierto es que existe entre analistas de opinión pública un consenso en que lo ocurrido con Alberto Fernández le otorga aire al gobierno de Milei, prolongando el período de paciencia social con su gestión y potenciando la crisis de la oposición peronista, a la que el gobierno de Fernández parece no terminársele nunca. “Que un expresidente que nos decía que era el primer defensor de las mujeres se convierta de pronto en un golpeador constituye un nuevo ataque a la credibilidad de la dirigencia tradicional, que impacta en su reputación. Al posicionarse como un outsider de la política, Milei alimenta su legitimidad como líder de la demanda de cambio”, afirma el director de Synopsis, Luca Romero.
Nadie puede asegurar que se esté frente al final de una era. En especial si se recuerda que el kirchnerismo se regeneró luego de los escándalos de los bolsos de José López y de los cuadernos de Oscar Centeno y ganó las elecciones presidenciales de 2019. Sin embargo, el presente escándalo parece ser el epílogo de un derrotero signado por un fracaso político, económico y moral del cual Alberto Fernández es solo una de las caras más visibles.