Cuando el pasado ilumina el presente
La explicación es conocida: las arcas del Estado se agotan, la deuda pública asfixia la economía, el déficit fiscal es insostenible y el país se hundirá en el caos si las mezquindades sectoriales no ceden en beneficio del conjunto. Lejos de aplacar los ánimos, el dramático llamado del Gobierno aviva las pasiones.
En ese punto, en esa encrucijada, se abre el telón de Todo saldrá bien. Fin de Louis, la obra del dramaturgo francés Joël Pommerat que pone en escena la Revolución Francesa. Y lo hace no tanto con un espíritu de reconstrucción histórica, en clave de efeméride, sino con una ambición más potente: reconstruir el clima de época, el ardor de las discusiones y los planteos políticos de fondo que se enfrentan en los recintos del poder, mientras afuera, en las calles de París, la violencia del hambre y la injusticia se traduce en estallidos de violencia social. La situación es tan grave que no es un líder de las revueltas, ni siquiera un representante del Tercer Estado quien reclama moderar los privilegios. Es el rey, que acaso intuye el abismo, quien les dice al clero y la nobleza que alguna idea de justicia será necesaria, que ellos también deberán pagar impuestos.
¿Es un espectáculo sobre la Revolución Francesa? Sí, claro, allí están el rey y la reina, allí están las referencias a la residencia del rey Luis XVI en Versalles, a la sala de los Estados Generales, allí están los representantes y las asambleas populares que convulsionan las calles. Es una obra sobre el mito fundante de la democracia moderna, sobre la epopeya de la que nació el concepto de ciudadano y el credo que marcó a fuego nuestro tiempo: libertad, igualdad, fraternidad. Pero todas las referencias a la crisis financiera, al déficit fiscal y la deuda pública, a los privilegios y la miseria, a las luchas políticas y a los reclamos de hacer sacrificios, nos catapultan a la actualidad.
El mismo Pommerat hizo explícita en varias entrevistas su intención de que los ecos del pasado se mezclen con las voces del presente. Que los argumentos de la lucha de clases tal como se expresaban a fines del siglo XVIII se superpongan con las formas que esa lucha histórica adquiere en el presente.
A la semana siguiente de su última función en Buenos Aires, en la misma semana en que Todo saldrá bien volvió a los teatros de Francia, las protestas contra la cumbre del G-20 en Hamburgo recordaban que -como han señalado también los debates más actuales de la teoría política, sobre todo sacudidos por el fenómeno Piketty- la fuerza a veces brutal del movimiento antiglobalización se nutre del descontento y la inequidad. La vocación del capital financiero internacional, denuncia Naomi Klein, estrella de la izquierda norteamericana y figura de referencia para los movimientos de indignados, tiene como contracara la precarización del trabajo, la pobreza, los cierres de fábricas, los trabajadores en la calle.
Pero Pommerat hace algo más que iluminar con los debates de ayer las discusiones de hoy: con los actores debatiendo sobre el escenario e interactuando, a veces a los gritos, desde las butacas de la sala -como si ellos y el público del teatro fueran también parte de esa asamblea enfervorizada-, pone frente a los ciudadanos desencantados de hoy la emoción de aquellas jornadas históricas en que, aun en medio de tensiones y conflictos, todo parecía posible.
La obra interpela el desencanto tantas veces convertido en indiferencia. Los espectadores de una época que ya creyó y dejó de creer, que ya apostó y perdió muchas ilusiones y que en el camino vio morir a varios dioses, son invitados a presenciar aquel exacto momento en el que las promesas de la Modernidad daban vuelo a muchos sueños. Justo cuando las heridas de la inequidad amenazan con vaciar de sentido la democracia y a veces la hacen tambalear, la pasión que vibra entre el escenario y la sala parece renovar algo de una fe perdida o al menos en peligrosa vía de extinción.