Cuando el marketing reemplaza la política
Hace días, Jaime Durán Barba nos sorprendió a todos cuando afirmó que "Hitler era un fenómeno".
Resulta curioso que quien durante años recomendó a sus clientes no hablar, no definirse, no hacer declaraciones polémicas y flotar en el "centro" haya terminado cometiendo semejante torpeza. Pero el exabrupto del sobregirado ecuatoriano nos invita a reflexionar.
Endiosado como "gurú", Durán no es más que el mejor exponente de una generación de encuestólogos y asesores de marketing político que parecen haber ocupado el centro del proceso político. Cuando las encuestas reemplazan las ideas, cuando los focus groups sustituyen el pensamiento, hemos reducido la política a un mercado en el que da lo mismo vender candidatos a gobernantes que latas de tomate. Cuando las boletas electorales son el equivalente a las góndolas de supermercado, algo no funciona bien.
Las reglas del marketing político ponen la demanda electoral en el altar del sistema: sólo hay que consultarle al electorado qué quiere y allí orientar la oferta electoral. En una competencia por satisfacer a la opinión pública, lo central es detectar qué quiere el ciudadano y simular propuestas electorales vacías de contenido. Esta verdadera "política de la no política" no es nueva. También en los años 30 se demonizaron la partidocracia, el parlamentarismo y las instituciones republicanas, aquí y en el mundo. De allí surgieron, como todos sabemos, las aventuras, los autoritarismos y los totalitarismos. Hoy hemos hecho del marketing político un dogma de fe e instaurado una suerte de bonapartismo posmoderno de la campaña permanente.
Aun olvidando que la opinión de las masas es ante todo cambiante, no sujeta al principio de no contradicción y que se mueve en un eterno presente, el renunciamiento a pensar de buena parte de nuestra dirigencia nos ha llevado a la rendición frente a los genios del marketing.
Pero ¿siempre fue así? Cuando el general De Gaulle, solo, se autoproclamó representante de Francia en el exilio e hizo el histórico llamado a combatir la Alemania nazi, ¿pensó en el costo político de la medida o hizo lo que debía hacer? Podríamos imaginar qué habría hecho si hubiera consultado a expertos en marketing político en junio de 1940, cuando todos a su alrededor proponían el armisticio frente al avance alemán. Seguramente habría capitulado en vez de emigrar a Inglaterra y formar la resistencia en el exilio. Pero hay veces en la historia en que cuando la dignidad de muchos desaparece, se concentra en un solo hombre que, dotado de coraje, representa a millones. Algo así parece haber ocurrido entonces: el propio Churchill reconoció que "todo el honor de Francia estaba dentro de la cabina del monomotor en el que De Gaulle cruzó el Canal de la Mancha".
¿Sería razonable que el capitán de un avión preguntara a los pasajeros cómo conducir la nave? ¿Qué clase de resultados se obtendrían si el sistema educativo lo diseñaran los alumnos y no los profesores? ¿Y qué tipo de consecuencias tendría que la política penitenciaria fuera determinada por los internos de las cárceles? El presidente Gerald Ford pensó en los intereses permanentes de los Estados Unidos cuando indultó a Nixon, aun comprendiendo que la medida le pasaría una enorme factura política que le costaría la elección de 1976.
El general Urquiza, en Pavón, ¿pensó en los costos políticos de su decisión o comprendió que la Nación requería de una vez y para siempre la unión de Buenos Aires y el interior? Cuando una década más tarde se abrazó con Sarmiento, ¿ignoraba las consecuencias de su proceder, que finalmente le costaría la vida?
El 30 de marzo de 1982, una gran manifestación gremial contra el gobierno militar colmó la Plaza de Mayo y provocó una dura represión por parte de las autoridades del régimen. Diez días más tarde, la misma plaza se llenó con decenas de miles de eufóricos argentinos que, de buena fe, creyeron en la gesta patriótica de haber recuperado la soberanía de las islas Malvinas. El estado de opinión cambió de la noche a la mañana. Un espíritu guerrero se apoderó, legítimamente, de millones de argentinos. Pero, la verdad sea dicha, en Londres sucedía lo mismo. Imposibilitados de retroceder un centímetro en sus respectivas posiciones, por temor a ser masacrados por la opinión, tanto el gobierno argentino como el británico desecharon las propuestas de paz. Así, fueron abortadas la misión del secretario de Estado Alexander Haig y las mediaciones del secretario general de la ONU Javier Pérez de Cuellar y el presidente peruano Fernando Belaúnde Terry. Los resultados de la aventura son conocidos: la Argentina se embarcó en una guerra irresponsable contra la OTAN y cientos de soldados, en su mayoría sin preparación militar, fueron enviados mesiánicamente a la muerte.
Resulta evidente que una sociedad madura y progresa cuando sus dirigentes aspiran a ser estadistas y no meros operadores que hacen seguidismo de sondeos. Esto es, cuando sus gobernantes piensan, debaten y actúan con miras al interés permanente de la Nación y no sólo para responder a la última encuesta de la mañana.
La política reemplazada por la cultura encuestológica y el abandono de los valores en el altar del pragmatismo y del marketing vacían de contenidos el debate y son el mayor síntoma de una preocupante decadencia.
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