Cuando el fin justifica los medios desaparece la política
Hay que desmantelar las coartadas conformistas y apologistas porque es el único modo de que los traumas de ayer no vuelvan a presentarse con nuevas formas y nuevos justificativos
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En Montoneros: la buena historia, José Amorín, uno de los fundadores de la guerrilla peronista de los años 70, narra un episodio que estremece y sorprende. Dueño de una descarnada sinceridad, el expartisano cuenta cómo se fraguó el secuestro de un militante propio con el propósito de inculpar a los grupos paraestatales del gobierno justicialista de María Estela Martínez de Perón (1º de julio de 1974-24 de marzo de 1976). En clave literaria, con algunos atisbos de autocrítica procedimental y tono zumbón, el ex compañero de José Sabino Navarro, Mario Firmenich y Fernando Abal Medina, fallecido finalmente por causas naturales el 7 de diciembre de 2012, brinda detalles insólitos sobre el uso de la tramoya como pretendida herramienta de la lucha política.
“Después de una reunión de emergencia –describe en la página 279 de su obra autobiográfica–, la conducción había decidido que la manera de profundizar el conflicto gremial y obtener una victoria rotunda consistía en que las amenazas se hubieran cumplido y el joven dirigente combativo apareciera ferozmente torturado. Después de todo (los enemigos) no lo habían hecho porque se les había escapado...”.
Los encargados de informarle al destinatario los pormenores del plan de simulación fueron dos combatientes, una muchacha y un médico cirujano “católico sincero y practicante, más bueno que el pan”, a quien “le costaba mucho asumir la violencia y solo podía participar vulnerándose (sic) a sí mismo, inspirado en esa fe que permite a los creyentes aceptar el martirio como un mandato divino si se trataba de una causa justa. Parecía estar siempre pidiendo a Dios por un pecado de soberbia: creer que había sido elegido por Él para esa tarea”.
“Laura y Dogor –detalla luego Amorín– trataron de explicarle (al delegado) que la única manera de que alguien pasara por torturado era torturarlo, que las lesiones no se podían pintar ni maquillar porque serían descubiertas de inmediato, que deberían ser lesiones reales, y para eso, obviamente había que lastimarlo”.
Con la excusa de un noble objetivo, ejecutantes y ejecutado pusieron en marcha el plan consistente en propinarle a la falsa víctima golpes y quemaduras hasta lograr un óptimo resultado: que nadie dudara de la veracidad de los hechos.
El operativo culminó con éxito. Al día siguiente, en conferencia de prensa –minuciosamente pensada para que los diarios nacionales tuvieran tiempo de incluirla en sus ediciones matutinas–, el representante sindical, con las elocuentes muestras de los magullones infligidos por sus compañeros (cicatrices y moretones en abundancia), describió ante los cronistas detalles escalofriantes sobre su presunto secuestro y los tormentos aplicados por los matones de “la ultraderecha reaccionaria”.
El “objetivo político” de la operación se había cumplido: aunque en esa oportunidad la ficción se antepuso a la realidad, las bandas criminales de la reacción existían y el país estaba subsumido en una orgía de sangre: el fin justificaba los medios, se trataba de una mentira que bien podría haber sido verdad. Así lo evaluó luego la superioridad de “la orga”, que jamás creyó necesario un atisbo de arrepentimiento, sino que, por el contrario, habría festejado, siempre según lo explica el autor de Montoneros..., el resonante logro obtenido.
Resultaría fácil concluir que Amorín y sus compañeros integraban una banda de malditos alienados. De hecho, así suelen cerrarse las narrativas simplificadoras de los tiempos extraordinarios cuando la tarea queda en manos de una de las partes: se trata de un brebaje adecuado para tranquilizar las conciencias de los santos inocentes, aquellos que solo ven la paja en el ojo ajeno. Si fue un grupito de locos, muerto el perro se acabó la rabia.
Desde la vereda de los apologistas de “la juventud maravillosa” o de “la generación diezmada”, sucede exactamente lo mismo: fueron héroes murieron por una causa justa. Es una forma de clausurar lo que a nadie le gusta ver. Por eso, no son ni las familias ni las partes involucradas las que deben encargarse de evaluar los hechos traumáticos de la historia (los sentimientos, la culpa y el fantasma de la traición siempre nublan la vista) y mucho menos de juzgarlos, sino las instituciones de la democracia, con el único objetivo de lograr la mayor cantidad de verdad posible. Es la sociedad la que, finalmente, debe escarbar en sus zonas oscuras si no desea, como enseñaba Hananah Arendt, quedar atrapada en “la banalidad del mal”, una supuesta disputa entre buenos y malos. “Eran humanos, no héroes”, tituló una obra fundamental Graciela Fernández Meijide, madre de Pablo, un adolescente desaparecido en esa cacería infame a la que nos sometió la dictadura entre 1976 y 1983. Su caso tiene, por las razones expuestas, un valor trascendente, precisamente porque es excepcional: la exintegrante de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) pertenece a esa pequeña raza de elegidos que, habiendo padecido el mayor de los agravios posibles, logra tomar distancia de los acontecimientos para contribuir a la búsqueda de la verdad por más dolorosa y triste que resulte.
Es imprescindible desmantelar las coartadas conformistas –y con más razón las apologistas– porque es la única manera de que el “nunca más” se abra paso y los traumas de ayer no vuelvan a presentarse bajo nuevas formas y con nuevos justificativos.
Los hechos de violencia que hemos visto recientemente tanto en Jujuy como en Chaco son elocuentes al respecto. Militantes que se autoinfligen lesiones para acusar a las fuerzas policiales por “la brutal represión de la derecha” o que disponen de abultadas billeteras al servicio de supuestas causas populares; grupos de bandoleros millonarios entrelazados con el poder feudal de una provincia que “militan la pobreza” para encubrir actos criminales, amparados por la complicidad de las autoridades nacionales, asoman como una repetición, quizás en tono de farsa, de aquellas prácticas que décadas atrás nos pusieron al borde de la guerra civil.
Es probable que la peor secuela que nos dejará la narración oportunista de la neoizquierda oficial de las últimas dos décadas sea la aniquilación de la ética como valor supremo de la práctica política. Al reemplazar los sueños igualitarios por almibarado y autocomplaciente relato, los supuestos “hijos de la generación diezmada” se arrodillan ahora ante el altar del poder. Los ideales fueron trocando en pura maña y ambición.
“Yo también fui de izquierda hasta que el capitalismo me dio una oportunidad”, le dijo Facundo Cabral a un candidato a diputado por la gauche local en un encuentro casual ocurrido hace ya muchos años. Yo estaba presente. Pensé que el cantautor exageraba su cinismo. Después del atronador silencio ante el caso Cecilia, posiblemente asesinada en un campo donde abundan las banderas rojas y las efigies del Che Guevara, y la parodia insurreccional de Jujuy, no estoy tan seguro.
Periodista. Miembro del Club Político Argentino