Cuando Borges quiso decir el universo
Hace sesenta años, el escritor argentino daba a conocer El hacedor, un libro misceláneo que marcaría el tono de su mejor estilo tardío
En las costas del mar, o entre jabalíes, lanzas, mercados y montañas, un hombre sabe que la vista lo abandona. Pero ahora verá con la fuerza de la memoria y las imágenes traducidas en poesía. La evocación de Homero abre un volumen de poesías y prosas del que se cumplen sesenta años de su publicación: El hacedor, de Jorge Luis Borges.
La obra se inicia con unas líneas dedicadas a Leopoldo Lugones y muestra un fuerte carácter misceláneo. En la variedad que Borges abre con su escritura se acomodan desde símbolos constantes de su literatura, el tigre, los espejos, el ajedrez, hasta alusiones a su ancestro el coronel Francisco Borges o Luís de Camoens, o el Martín Fierro, o la celebración poética de la luna.
En Borges, su literatura respira oxígeno cosmopolita. De ahí que El hacedor expresa las muchas inquietudes, referencias y temáticas de un escritor universal. Lejos de lo monocorde, el autor de Ficciones recorre muchos caminos, en uno de los cuales destinos aparentemente distintos y separados vibran en un mismo hilo existencial. Así, en la prosa de "La trama" el asesinato de Julio César revela un parentesco inesperado con un gaucho desventurado. Ya en la agonía que muchos puñales trazaron en su cuerpo, César descubre entre los conspiradores el rostro de su querido hijo adoptivo, Marco Bruto. En una frase célebre, se lamenta de la puñalada de Bruto, como un gaucho que, asesinado por otros gauchos, también distingue entre sus agresores a un ahijado suyo. La trama que recorre la historia une destinos, como en "Historia del guerrero y la cautiva", de El Aleph.
Por el lenguaje, Borges puede acercarse a los destinos unidos por una misma trama o al poder de un instante excepcional, como en "El cautivo", en el que un chico robado por un malón vuelve mucho después, ya como un hombre asimilado a la Pampa salvaje, a la casa de su infancia, y allí encuentra un cuchillo que había ocultado siendo niño. Ese fue un "instante de vértigo" en el que pasado y presente se unieron, instante que el escritor puede imaginar, mas no comprender.
Pero en El hacedor el lenguaje no es solo vehículo para un espectro múltiple de poesía y prosa, sino también objeto de reflexión. En un gesto que muchos calificaron de posmoderno, Borges asevera que lo lingüístico nunca expresa y dice las cosas, la realidad en sí misma. Por eso, en "Una rosa amarilla", un poeta entiende que el mundo escapa de los enunciados. Durante años, Giambattista Marino, poeta napolitano del barroco, del siglo XVII, creyó que su verbo poético podía decir, y en exceso, la belleza de una flor. Solo al fin, en la proximidad de su despedida, entendió que la rosa estaba "en su eternidad y no en sus palabras", por lo que sus obras nunca fueron "un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo".
La realidad se escapa de las palabras, como también el tigre. Por eso, en "El otro tigre" Borges asume que el tigre real no es el de "los símbolos", el de la mitología o la literatura, sino "el de caliente sangre, el que diezma la tribu de los búfalos"; es decir, el tigre "que no está en el verso". Y el "tigre rayado, asiático, real" no puede expresarse con la palabra, ni tampoco por los sueños, como lo manifiesta en "Dreamtigers", otra repercusión del gran felino de Bengala en El hacedor, en la que el animal cazador irrumpe en sus sueños, pero siempre "disecado o endeble".
Pretender que el lenguaje coincida con el mapa del mundo es un despropósito que Borges subraya en otra prosa: "Del rigor de la ciencia". En un imperio se cultivaba el arte de la cartografía. Los mapas querían ser el territorio. Así al principio el mapa de una sola provincia equivalía a toda una ciudad; luego el mapa del imperio se extendía por toda una provincia, hasta que, finalmente, el mapa del imperio pretendió tener la misma extensión del territorio imperial. Pero las generaciones posteriores a ese extraño empeño cartográfico entendieron que el "dilatado mapa era inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del sol y de los Inviernos".
En El hacedor fluye la conciencia de la incapacidad de la palabra para decir la cosa, la realidad, el territorio. Y también la negación de la vanidad o la imposibilidad de "ser alguien", en "Los espejos" (y también "Los espejos velados"), y en una prosa dedicada al autor de Hamlet.
Desde su infancia, el escritor siente "el horror de los espejos". Los reflejos en la superficie de cristal "prolongan este vano mundo incierto en su vertiginosa telaraña". También en el sueño el soñador, al despertar, descubre un reflejo irreal. Entonces, las imágenes del sueño y las que los espejos repiten, son un ingenio divino para recordarnos la ilusión de nuestra insistente vanidad. Así "Dios ha creado las noches que se arman de sueños y las formas del espejo para que el hombre sienta que es reflejo y vanidad. Por eso nos alarman".
En "Everything and nothing" alguien, Shakespeare, sospecha que es nadie, otra forma acaso de saberse "reflejo y vanidad". Para escapar de esa sensación, en Londres adquirió la condición de actor que jugaba a ser otros. El aplauso en el escenario no lo liberó de la angustia. Cuando abandonó sus poses actorales de vuelta sintió que era nadie. Entonces volvió a ser muchos, pero fuera de las tablas, por la pluma, el papel, la tragedia y la comedia. Así fue Cesar, Julieta, Ricardo III, Yago o el Macbeth que mata a Duncan, pero que antes conversa con brujas en una noche rabiosa de conjuros y oráculos. Entonces "nadie fue tantos hombres como aquel hombre", y por dos décadas "persistió en esa alucinación dirigida" hasta que el hastío lo despertó de su sueño, y vendió su afamado teatro y volvió a su pueblo natal. Para ser alguien ejecutó su nuevo papel de protector de una fortuna hecha de préstamos y usura, y su testamento no dejó relucir ningún signo de su pasado literario. La historia se trueca aquí en leyenda imaginada por el escritor: entonces, luego de su muerte, el dramaturgo isabelino le reclamó a Dios que quería "ser uno y yo", no los muchos que jugó a ser, pero Dios le contestó que lo soñó a él, a Shakespeare, porque "como yo eres muchos y nadie". Imposibilidad de ser alguien, de ser solo "uno y yo", porque terminamos siendo siempre muchos reflejos, ecos, que no nos alejan de "ser nadie".
Y El hacedor es también el sueño de un leopardo. El animal rugía en una prisión de hierro. Pero en la imaginaria tierra de los sueños, Dios se le presenta y le revela que su vida y muerte en cautiverio es para ser contemplado por un hombre que convertirá su figura en símbolo, en un poema "que tiene su preciso lugar en la trama del universo". Por la intercesión divina, aun en su rudeza, el animal comprendió y aceptó su destino porque al fin de cuentas "la máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de una fiera". Dante es el elegido para que el leopardo se convierta en símbolo en el Infierno de su Divina comedia. Al fin de su camino, el poeta florentino muere en el exilio en Ravena, en soledad, sintiéndose injustificado. Y en un nuevo sueño Dios se la presenta y le revela el propósito de su vida. Pero al despertar, el poeta olvidó la explicación sobrenatural, y aceptó que había perdido una gema que no podría recuperar, ni comprender "porque la máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de los hombres".
En El hacedor, el poema "La luna" lleva a Borges a imaginar un manuscrito que pretendía ser el libro que dijera el universo. Pero su autor imaginario, cuando creía acariciar su meta, descubre que olvidó la luna, y entiende la imposibilidad de un libro que descifre la vida compleja, y comprende "el maleficio de cuantos ejercemos el oficio de cambiar en palabras nuestra vida". Y la lluvia, un reloj de arena, un ajedrez, un arte poética, los espejos y los recuerdos de Adrogué le permiten al escritor agregar más diversidad a un libro que "el tiempo ha compilado, no yo".
Lo diverso y misceláneo en El hacedor, por el que un escritor deviene explorador de la vida que, como el río de Heráclito, siempre fluye sin mostrar nunca una verdad final, que nos alivie de la duda y de la búsqueda.
Filósofo, escritor y docente; su último libro es La sociedad de la excitación (Ediciones Continente)